Salomón Hakim. Fotografía de Ernesto Monsalve,1994
Septiembre de 2016
Por :
Gabriel Restrepo

EDUCACIÓN, CIENCIA Y CULTURA EN EL SIGLO XX: PARADOJAS DE UN PAÍS REFRACTARIO A LA MODERNIDAD

Sobre el siglo XX en Colombia han hecho carrera dos frases, citadas y recitadas luego de que fueran acuñadas por el escritor Gabriel García Márquez y por la economista Consuelo Corredor. La del primero: que el país ingresará al siglo XXI sin haber pasado por el siglo XX. La de la segunda: que el país experimentó desde la Constitución de 1886 una modernización sin modernidad. Las dos expresiones son típicas de cierto humor muy criollo: el uso de la hipérbole, el juego de palabras y, por cierto, un agonismo que reduce los procesos a sus estados extremos, a una suerte de todo o nada.

Dicho agonismo, cuya raíz ha de rastrearse, por paradójico que pueda parecer, hasta el Catecismo de Asteta (1599), ilumina bien cierto sentimiento de fatalidad propio de un intelectual insular, sin eco cierto en una sociedad que, por mentalidad predominante campesina, pese a sus heroicas --por tardías-- gestas urbanas e industriales, se resiste a ser mancillada en su fragmentado cerebro colectivo por el inevitable mundo racional y técnico de la modernidad.

A la izquierda Emilio Yunis Fotografía de Ricardo Rivadeneira, 1999. A la derecha Rodolfo Llinás

 

Desde el célebre escrito de Caldas, Influencia del clima sobre los seres organizados, no pocos han apelado en Colombia al determinismo biogeográfico o étnico para explicar por qué el país ha sido refractario a la modernidad. Fue el caso, por cierto extremo, de Laureano Gómez en un célebre escrito que recogió la conferencia en el Teatro Municipal en 1928, Interrogantes sobre el progreso de Colombia, matriz de interpretaciones semejantes, aunque éstas matizadas o adobadas, como las de Luis López de Mesa en muchos escritos, pero tributarias todas ellas del célebre libro decimonónico Facundo, Civilización o barbarie, del argentino Faustino Sarmiento.

Negar el peso de la variedad y complejidad ecosistémica colombiana en la configuración de la nacionalidad sería necio. Como también lo sería menospreciar las dificultades intrínsecas a un mestizaje menos transparente de lo que cierta iconografía historiográfica se ha esforzado por mostrar. Pero naturaleza y pueblo son apenas dos vectores de la constitución real de un estdo nacional, los cuales adquieren su configuración específica por medio de la economía, la política y la cultura. Respecto a las dos primeras, se podría resumir dos siglos diciendo que el café proporcionó en éste un cierto sustento a la vocación democrática de cuño santanderista y acumuló los excedentes necesarios para tejer un estado semiindustrial, desbrozado sobre todo en la Antioquia de la primera mitad de siglo.

Pero aquello caló apenas en ciertos epicentros de la región andina. En el resto, es decir, en los infinitos y laberínticos lugares de La vorágine, la ley de la selva y no la del Estado ha sido la norma. Hallar la sinergia necesaria para encauzar las energías desparramadas, pero muy activas de los indómitos colombianos, no ha sido ni será empresa fácil. En su historia constitucional, Colombia se ha debatido entre un centralismo autoritario, pero inefectivo, y soberanías regionales, legales o de facto, que han puesto en riesgo la unidad del Estado Nacional. El ideal que pregona el escudo: la unión de libertad y orden, se muestra como tal, casi una utopía.

A la izquierda Un tomo de "Ciencia y educación para el desarrollo", informe del "Comité de Sabios". Bogotá, 1995. Al centro "Cien años de soledad", de Gabriel García Márquez, en traducción al turco. Estambul: Sander Yayinlari, 1973. Biblioteca Nacional de Colombia, Bogotá.A la derecha "La increible y triste historia de la cándida Erendira y su abuela desalmada", de Gabriel García Márquez,  en traducción al noruego. Oslo: Gyldendal, 1979.  Biblioteca Nacional de Colombia, Bogotá.

 

Hallar la sinergia bienhechora debe ser obra de la educación, la ciencia y la cultura, tareas de larga duración. Pero estas atividades sufren también de la necesidad a cuya solución deben aplicarse. Ahí radica la paradoja que sólo resuelve el genio individual o colectivo, para introducir esa sutil diferencia entre fatalidad y libertad y transformar los círculos viciosos en virtuosos.

En cuanto atañe a la educación, basta decir que hasta 1950 el promedio de estudio de los colombianos fue de un grado por persona. Sin ese dato no sería comprensible el alud de las violencias subsiguientes, estimuladas por lo que el economista Hirshmann llamó la revolución de las expectativas crecientes. Experimentos pedagógicos ciertamente hubo con anterioridad, pero o bien fueron limitados (caso del Gimnasio Moderno, fundado en 1914, donde se probaron los principios de la Escuela Activa, gracias a Agustín Nieto Caballero), o bien fallidos (caso de la Escuela Normal Superior, liderada por Francisco Socarrás, institución matriz de una tardía asimilación del paradigma de las ciencias, sobre todo las sociales, abortada empero por la intransigencia ideológica).

En la segunda parte del siglo la educación ha experimentado un crecimiento muy notable, pero irregular. Ni se ha alcanzado la educación primaria universal, ni las universidades han logrado situarse como pivote de un movimiento que repercuta de modo decidido sobre la educación y la sociedad, por medio de la investigación científica o tecnológica, actividades, pese a todo, todavía muy incipientes y vulnerables a coyunturas económicas. La cobertura universitaria, menor del 16%, es muy inferior a la del Cono Sur, por no decir frente a los países del norte. El gasto en ciencia y tecnología no sobrepasa menos del 1% del PIB.

Lo más glorioso de la ciencia colombiana es, por desgracia, un pasado que pudo ser mejor, pero no lo fue. En otros términos, los científicos han apelado para legitimarse más a un pasado románticamente visto (Mutis, Caldas, Codazzi, Uricoechea, Garavito, Cuervo), que a las urgencias del presente o, mejor aún, a posibles utopías o, siquiera, a prosaicas veneraciones del progreso. Es lo que Diana Obregón ha llamado "la invención de una tradición".

A la izquierda: Estudio y biblioteca de Gerardo Molina, en Bogotá. A la derecha: Camilo Torres Restrepo, seminarista, 1948.

 

Ello se refleja en hechos sintomáticos. Dos de las obras científicas más prominentes de Colombia, la Flora y el Diccionario de construcción y régimen, fueron iniciadas hace dos siglos: la primera, por Mutis, la segunda cien años después por Cuervo. Y aunque nadie niegue su importancia, ni la una ni el otro están cerca de los paradigmas de la biología o de la lingüística contemporáneas.

Distintos son los casos de cuatro excelentes investigadores provenientes de la medicina, disciplina que cuenta con una tradición no desdeñable. Ellos son Rodolfo Linás, Salomón Hakim, Manuel Elkin Patarroyo y Emilio Yunis.

Con todo, son otros ámbitos de la cultura los escenarios donde nuestra singularidad como pueblo ha alcanzado una dimensión universal. García Márquez, no solitario, en literatura; Obregón, Botero y Negret en pintura y escultura; Santiago García o Alejandro Buenaventura en el teatro; artistas populares en la música.

Cultura estética, por supuesto. Mímesis refinada. Logos intuído. Porque lo mismo no se podrá decir de la cultura religiosa (el único que se podría acercar a la idea de un santo --aunque algunos dirían que al revés--, es Camilo Torres Restrepo), ni mucho menos de la ética, del pensamiento jurídico, de la moral o --siquiera-- de las convenciones, materia en la cual en Colombia se ha venerado a un anacrónico autor citado y recitado, que con su pacatísima puesta en escena, un poco al modo de un fantasma --a quien se invoca con tanta nostalgia como desconocimiento--, prueba nuestra incipiencia mundana: el venezolano Manuel Antonio Carreño.