Alcalde de un pueblo de indios. Album del Obispo Baltasar Martínez Compañón, ca. 1791
Octubre de 2016
Por :
Alberto Corradine Angulo

CIUDADES, VILLAS, PUEBLOS Y PARROQUIAS

Origen de los municipios en Colombia 

El régimen político y social adoptado por la Corona española para el manejo y administración de sus dominios en ultramar partió de los modelos tradicionalmente empleados en los reinos peninsulares, con evidente predominio de lo castellano. En la cabeza de la pirámide que para tal efecto se formó, se encontraba la institución suprema: la ciudad, considerada por muchos historiadores como la expresión de la organización conocida hoy como municipio.

La ciudad constituía el núcleo poblacional más completo, en todo los ordenes: político, militar, religioso, poblacional, comercial y jurisdiccional, poseedora de una gran autonomía, pero que en definitiva tenia una dependencia directa del rey, supremo juez, legislador y gobernante, interesado con el paso del tiempo en centralizar el poder y limitar los derechos tanto de la alta nobleza, como los privilegios otorgados a las ciudades. Desde la Alta Edad Media los reyes otorgaron facultades especiales a las ciudades, conocidas genéricamente como Fueros, o Cartas Pueblas, consignados en cédulas reales, entre las cuales la más apetecida se encontraba en poder tener procuradores con capacidad de participar en las Cortes.

Desde los tiempos del rey Alfonso X, el Sabio, se consignan en las Siete Partidas algunas de esas características especiales que las adornaban: sede de obispo o arzobispo, cabildo o ayuntamiento propio elegido por cooptacion anualmente, el cual estaba constituido por dos alcaldes o jueces, 4, 6, 8 o más regidores, escribano público y de cabildo, procurador, alguaciles y otros funcionarios menores. Dentro de sus facultades cabía la de señalar impuestos locales, fijar precios de los alimentos, venta de abastos a otras ciudades y ejercer labores de gobierno, de justicia y de manejo militar dentro de su jurisdicción.

Para el manejo y justicia que debía ejercerse sobre los vecinos establecidos en sus hatos o haciendas, fueran nobles o libres, se designaba también un funcionario especial que se designaba como alcalde de la Santa Hermandad. Quien ejercía ese cargo debía satisfacer calidades elevadas de nobleza. En España se nombraban dos alcaldes de la Santa Hermandad, uno para los nobles, otro para los pecheros y siervos, lo que en América no fue necesario por no existir esas calidades; no obstante, el único designado en cada ciudad estaba encargado de ejercer control y castigo de los forajidos y gentes de mala ley.

Las primeras fundaciones que hicieron los conquistadores siempre pensaron en alcanzar la calidad de ciudad, puesto que se trataba de lugares poblados por los españoles, situados a muy grandes distancias, por lo cual asignaron con frecuencia extensos territorios para su respectivo alfoz o jurisdicción, además de los espacios amplios destinados al crecimiento físico de la ciudad y otros para destinar a rentas; los primeros son los Ejidos (vendibles con el tiempo) y los segundos los Propios (áreas rurales para rentas propias). Sus vecinos fueron siempre españoles, a los cuales se agregaron en número indeterminado indígenas sometidos o fieles a ellos, no contemplados entre el número de vecinos. Ya antes de finalizar el siglo XVI y en los subsiguientes entraron a engrosar el número de vecinos muchas otras personales nacidas en América (criollos), así como un creciente número de mestizos. Los indígenas nunca se consideraron comprendidos entre los vecinos y, por tal razón, no podían aspirar a ningún cargo de la República o, dicho en otros términos, a ningún cargo en la administración municipal. Pronto las primeras ciudades se convierten en cabezas o sedes de Gobernaciones o de Corregimientos, cuyos titulares presidían personalmente o por medio de tenientes de corregidor, los ayuntamientos o cabildos en representación del rey. Con la intención de socavar el poder de las ciudades, el rey torna vendibles los cargos de regidor, perdiéndose la capacidad de renovación de sus miembros. Caso notable es el del corregidor de Vélez, cuya jurisdicción comprendía las ciudades de Vélez, Pamplona y Mérida, además de todas las villas existentes en tan vasto territorio.

Corregidor y Alcalde ordinario de su majestad. Dibujos de Felipe Guamán-Poma de Ayala, 1615. "Nueva crónica y buen gobierno". Biblioteca Real, Copenhague.

 

En un orden decreciente se encontraban las villas (habitadas por villanos), es decir por vecinos de menor importancia, gobernadas por un Cabildo de formación similar pero con menor número de regidores, solo un alcalde y carecían de ciertas facultades como la de nombrar alcaldes de la Santa Hermandad. Contaban también con escribano y otros funcionarios, pero nunca llegaron a tener sede de un obispo; simplemente lograban en lo religioso la calidad de parroquias. La elección de sus regidores estaba sometida a la aprobación del cabildo de la ciudad, hecho que con frecuencia desembocaba en fuertes roces entre los vecinos de la ciudad y los de las villas. El área de jurisdicción de cada villa era limitada, se encontraba comprendida dentro del correspondiente a la ciudad y no podía ejercer acción en otras áreas pertenecientes a la ciudad de la cual dependía.

Para el caso de América, la progresiva densificación de los territorios permitió con el paso de los años la aparición de cierto número de villas, como Villa de Leyva en Tunja, Girón, Socorro y San Gil en el territorio de Vélez, para citar ejemplos de la región oriental del país.

Dentro de cada ciudad existieron muchos otros lugares habitados y urbanizados, cuya aparición se produjo por crecimientos progresivos de los habitantes de origen español, fueran peninsulares o criollos, conocidos como blancos, o mestizos, y cierto número indefinido de indígenas puros o mestizados que generalmente desde fines del siglo XVII y en especial a lo largo del XVIII formaron núcleos urbanos que lograron alcanzar la doble calidad civil y religiosa de parroquias. Para lograr esa categoría, los vecinos del lugar debían costear la edificación de iglesia, cárcel, y con frecuencia escuela, así como asumir la responsabilidad de suministrar la congrua del párroco. La administración la ejercía un alcalde pedáneo, nombrado por el cabildo de la ciudad, posiblemente escogido de una terna presentada por los vecinos, como se hacía para ejercer por primera vez esos cargos, mecanismo similar utilizado para el nombramiento del párroco.

Cuando la población de blancos de la región crece sensiblemente, se producen en algunas ocasiones las condiciones propicias para la creación de una viceparroquia, donde el párroco designaba un teniente para que atendiera a una parte de los feligreses propios de la parroquia. El interés fundamental se centraba en los factores económicos, producidos por los servicios religiosos, base de largos y complejos pleitos, apoyados en las distancias y peligros usuales de los obstáculos generados por los ríos del país. Las jurisdicciones de las viceparroquias eran simples fragmentos de la parroquia inicial, de igual manera como ocurría entre las ciudades y villas. Por lo general fue el primer eslabón de la cadena para llegar a la categoría civil y eclesiástica de parroquia, pues alcanzar el nivel de villa demandaba pleitos que en ocasiones se prolongaron por casi un siglo. Para la creación de una u otra se debía alcanzar la doble aprobación: la civil otorgada por la Real Audiencia y la eclesiástica conformada por el respectivo arzobispo, superando de paso muy complejos intereses.

De manera paralela, la Corona determinó a mediados del siglo XVI reducir la dispersa población indígena a núcleos urbanos organizados de manera similar a la utilizada por los asentamientos de españoles o blancos: plaza central y manzanas cuadradas separadas por calles rectas. Paulatinamente a lo largo de la segunda mitad del siglo se pudieron organizar unos pocos pueblos de Indios, pero precisamente en 1600 la Real Audiencia de Santafé dio el paso definitivo al ordenar al más joven de sus oidores emprender ese trabajo esperado por el monarca. El resultado fue la creación en cuatro años de más de cincuenta pueblos en el altiplano cundiboyacense. El sistema de gobierno interno resultó una forma mixta, con caciques, capitanes y algunos cargos especiales, además de los vinculados al servicio de la iglesia y del cura doctrinero: sacristán, músicos, etc. Esos pueblos contaron con un territorio propio que se denominó resguardo, donde podían hacer sus siembras y tener sus ganados, y les estaba prohibido a los españoles penetrar en ellos por un tiempo previsto, así como no debían salir los indígenas sino a comerciar sus productos.

A lo largo de los siglos XVII y XVIII se produce un fenómeno demográfico de gran interés que modifica la geografía humana establecida al momento de crear masivamente los pueblos de indios: la población pura indígena disminuye sensiblemente hasta quedar muy reducida, en tanto que la población mestiza se incrementa de manera notoria. El resultado es la incapacidad de los reducidos grupos indígenas para sostener cura doctrinero, mientras la presión de blancos y mestizos desemboca en la rápida aparición de viceparroquias y parroquias, en muchas oportunidades impulsadas por las autoridades virreinales. De esta manera, al finalizar el siglo XVIII solamente existirán unos pocos pueblos de indios y en su lugar se contarán por decenas las parroquias habitadas por una gran variedad de grupos étnicos y sociales.

Con el advenimiento de la República, las ciudades, villas y parroquias se convierten en municipios, término utilizado para uniformar entes políticos de diferentes orígenes, pero de aspiraciones similares.