Chircales (1970), de Marta Rodríguez y Jorge Silva
Septiembre de 2016
Por :
Hugo Chaparro Valderrama

CHIRCALES (M. RODRÍGUEZ Y J. SILVA)

"Chircales es un clásico y un clásico no se hace sino una vez en la vida". La afirmación de la documentalista Marta Rodríguez fue una realidad en las pantallas y en los festivales del mundo desde que estrenara su primera película, realizada entre 1965 y 1972 con su compañero de toda la vida, Jorge Silva.

En aquel entonces, las circunstancias de producción en Colombia retaban el ingenio de aquellos que soñaban con ver sus ilusiones hechas realidad sobre una cinta de celuloide. Y el reto en el que se comprometieron Marta Rodríguez y Jorge Silva obedeció a la actitud cinematográfica y política que guiara a su generación: Camilo Torres fundaba en 1959 el primer departamento de sociología en Colombia; la academia salió de la universidad, trasladándose por obra y gracia de Torres al barrio Tunjuelito, en el sur de Bogotá, donde el viejo monstruo de dos cabezas, la teoría y la práctica, tendrían un terreno propicio para solucionar sus dilemas; la publicación de otro clásico colombiano, La violencia en Colombia, demostró en 1962 que sus autores --Germán Guzmán, Orlando Fals Borda y Eduardo Umaña Luna (ver Credencial Historia Nº 110, febrero 1999, p. 12)-- abordaban científicamente el fenómeno de la violencia tratando de explicar así la pesadilla del miedo, la muerte y la política en un país abandonado por uno de sus emblemas queridos, el Sagrado Corazón de Jesús.

Marta Rodríguez buscaba su lugar en el mundo recurriendo a la antropología, la sociología y el cine. Luego de estudiar en París en el Museo del Hombre, escuchando a su maestro admirado, el doumentalista francés Jean Rouch, que les aconsejaba a sus alumnos del Tercer Mundo conocer en su totalidad la técnica cinematográfica para rebasar las dificultades y la pobreza cinematográfica de países como el nuestro, la primera opción fue registrar la vida de una familia en el mundo de los chircales cercanos a Tunjuelito.

Cinco años de investigación y rodaje en los que Marta y Jorge descubrieron a sus personajes en su brutal cotidianidad, en la condición infrahumana que los sumerge en el barro, en los sueños y en las fantasías que sirven de escape a una realidad asfixiante, sin olvidar lo que otro documentalista, Robert Flaherty, consideraba que debía mostrar una película: la dignidad del ser humano. Aunque en Chircales esto sea casi un sueño por el sometimiento que condena a la familia de alfareros, la mirada de Marta y Jorge lo sugiere a través de imágenes que describen, con dignidad compasiva, el ámbito en el que viven y sobreviven mientras la enfermedad y la muerte los ronda.

 

Un trabajo de paciente resistencia que les permitió acercarse respetuosamente a la intimidad de la familia, incluso mucho antes de mostrar siquiera un equipo y una tecnología extraños al mundo claustrofóbico y medieval que encontraron en los chircales; mientras que los niños le decían a la grabadora la máquina que habla, a Jorge Silva las mujeres del lugar lo vieron en un principio con suspicacia pensando que las fotografías que él tomaba eran giradas después para ver lo que esas mismas mujeres tenían debajo de las faldas.

Luego de una primera versión que duraba cerca de hora y media, los cuarenta y dos minutos a los que se redujo Chircales permiten un viaje al trabajo, a la religión, a la política, a la vida sexual, al caracter espectral de las vidas que consume el barro, utilizando un método de realización sin precedentes que asombró al público de los años setenta y que ha hecho de esta película un testimonio imperturbable de audacia cinematográfica.

Los aspectos visuales de Chircales, las proezas de la banda sonora --que Marta y Jorge pegaron con cinta y cuidado artesanal al celuloide--, el tono fantástico del ritual que logra distraer la cotidianidad del trabajo cuando una muchacha hace la primera comunión y se pasea como una visión de otro mundo por el paisaje de los chircales luciendo su traje blanco; las imágenes que desconciertan de los niños que cargan ladrillos sobre su espalda, doblegando su vigor infantil, demuestra lo que años más tarde Jorge Silva le escribiera a Marta Rodríguez, cuando ya los tiempos eran otros y el mundo requería de otras formas de aproximación: "Marta, el discurso político se acabó, hay que buscar la poesía".