Firmado “J. Brown delin., J.M. Castillo pinx”, sobre posible original de J.M. Groot. Acuarela. Royal Geographical Society, Londres.
Julio de 2012
Por :
Leidy Jazmín Torres Cendales. Historiadora, Universidad Nacional de Colombia

AMORES PERSEGUIDOS EN LA SANTAFÉ DE FINALES DEL SIGLO XVIII

La década de 1780 marcó un final problemático para el siglo XVIII. La revuelta de los comuneros mostró el poder de movilización popular ante el afán de la corona española por optimizar su control en las colonias, y aunque a nivel económico el reformismo Borbón sufrió un importante revés, las medidas pensadas para fortalecer el dominio peninsular y fomentar la productividad en los territorios de ultramar siguieron su curso. Si bien las formas de operar y hacer efectiva la autoridad del rey dejaron de lado el ámbito de la coerción, sí se adoptaron mecanismos más sutiles, pero igualmente efectivos que permitieron restaurar el orden social.

Rondas nocturnas en las chicherías

Los funcionarios virreinales, preocupados por el desorden reinante en Santafé, llevaron a cabo un conjunto de operativos denominados “rondas”, con el fin de controlar los vicios de embriaguez, concubinato y vagancia, males que afectaban el trabajo, la religión y el matrimonio, pilares del régimen político y moral instaurado por España. Las rondas nocturnas se convirtieron en una forma de vigilancia social, motivadas por los rumores de las personas “honestas” que vivían cerca a lugares donde se fomentaban “muchas maldades”, con el pretexto de descansar de las labores diarias. Tal era el caso de las chicherías, donde las relaciones extramatrimoniales, la bebida y la prostitución eran los supuestos protagonistas.

Las chicherías fueron uno de los espacios más combatidos por las autoridades virreinales, y alrededor de ellas se construyó todo un estereotipo de maldad asociado a la subversión de los principios más arraigados en la sociedad, pues daban cabida al amor sin ataduras matrimoniales y a la independencia económica femenina, pues eran las mujeres quienes administraban e incluso eran propietarias de esos negocios. Así, por ejemplo, en enero de 1780, Joaquín Vasco y Bargas, oidor y alcalde de corte de la Real Audiencia de Santafé, ordenó el allanamiento de la casa de Ygnacio Quixano en el barrio Santa Clara, donde “se abrigaban y acogían varios hombres”

Santa Fe de Bogotá, antigua acera occidental de la Plaza de Bolívar, Papel Periódico Ilustrado, 1881-1887.

y sus mancebas. En efecto, la incursión de las autoridades en la tienda de chicha que allí funcionaba dejó dos detenidos, Ermeregildo Rodríguez y Marcos Muñoz, alguaciles de vara del oidor Juan Francisco Pey y Ruiz, quienes se hallaban durmiendo desnudos al lado de prendas femeninas. Los testigos afirmaron que Rodríguez estaba casado con Francisca Antonia Daza, y que Marcos era soltero, aunque frecuentemente se le veía con un niño al que llamaba “hijo”. Los dos alguaciles fueron dirigidos a la prisión, pues quienes los conocían afirmaban que estaban en “escandalosa” e “ilícita amistad” con dos mujeres llamadas Juana (no se menciona el apellido en el juicio) y Juana Rivera. Al ser interrogados, Ermeregildo negó la acusación, afirmando que la tienda de chicha era suya y no conocía a ninguna Juana, pero aceptó que no vivía con su legítima mujer, pues ella le había echado “porquerías en la comida en varias ocasiones”, lo había atado y “otros motivos”. Después de una búsqueda facilitada por los testigos, las autoridades lograron hallar a Juana Rivera, una de las mujeres infractoras, quien negó la acusación que se le hacía reconociendo que tenía amistad con los prisioneros desde hacía 10 años, pero ninguna relación con ellos, y que sus hijos habían sido tenidos fuera del matrimonio, pero no con los acusados.

Por su parte, Marcos Muñoz sí reconoció su concubinato con Juana Rivera, contradiciendo el testimonio de la misma, y adicionalmente, aceptando ante las autoridades la paternidad de una de sus hijas. Por tal razón, el La totuma de chicha, 1846. Acuarela de Edward Walhouse Mark.alcalde de corte ordenó a Ermeregildo regresar con su esposa, hacer vida conyugal con ella y responder por su hogar, pues ya había sido amonestado ocho años atrás por la misma causa. A Marcos, quien había dicho que quería casarse con Juana, se le obligó a proceder a ello, para “que se evite el mal ejemplo y las ofensas a Dios”.

Si bien las autoridades coloniales conocían el profundo rechazo eclesiástico al concubinato, y las duras penas para quienes incurrían en él, la corona, en su afán reformista, optó por realizar ejercicios de control que traspasaran el castigo y fomentaran la regeneración de los infractores, de allí que a los acusados se les ordenaba regresar, en el caso del primero, o ingresar en el caso del segundo, al canon social correcto, el matrimonio, donde el amor era permitido y encaminado a la reproducción, no solo de la especie sino de los valores de la sociedad. En el hogar, legal y religiosamente aceptado, los alguaciles podían ser controlados por las autoridades, y una mujer como Juana pasaría a la potestad de su marido, como correspondía a su condición femenina, evitando el escándalo que ponía en entredicho la autoridad real.

Madre alcahueta

Un hecho diferente ocurrió en 1785, con Josefa de Arenas y Thereza Clavijo, pues las acusaciones de lenocinio y escándalo amoroso que rodeaban sus vidas terminaron por conducirlas a la huida y a la cárcel, respectivamente. Josefa de Arenas fue acusada de tener diversas relaciones extramatrimoniales, e incluso, procrear en múltiples ocasiones con hombres casados a cambio de dinero. Una de las testigos afirmó que era una “puta”, pues desde hacía más de nueve años se le había visto con tres hombres distintos, de los cuales solo se nombraba a Mariano Pontón, pues era el único soltero del grupo. De ellos había tenido cuatro hijos, dos de los cuales habían fallecido, y a uno lo habían botado en las inmediaciones de la iglesia de San Francisco en Santafé. Un sirviente de las acusadas, declaró también que uno de los sujetos enviaba a Josefa 20 reales cada semana, los cuales pasaban inmediatamente a manos de su madre, Thereza Clavijo, quien consentía las relaciones de su hija e incluso contaba “varios pasajes totalmente sospechosos, deshonestos y torpes” de Josefa. Al ser interrogada, Thereza negó las relaciones de su hija, a excepción de una que era el resultado de una promesa de matrimonio que nunca se llevó a cabo, e incluso afirmó desconocer el embarazo de su hija hasta el nacimiento de la criatura.

Por su parte, Josefa, una mujer blanca de 25 años, aceptó sus relaciones ilícitas con varios hombres, el primero porque le había ofrecido matrimonio y el segundo porque su madre la había obligado, introduciendo el hombre a “deshoras de la noche” y mandándole “abrir la puerta para que dentrase”. Debido a una enfermedad confirmada por los médicos virreinales, Josefa fue enviada en 1786 a la casa de Josefa Vargas Gaytán, para que la custodiara, y su madre fue puesta en prisión en la cárcel del Divorcio. Sin embargo, sabiendo la pena que le esperaba, pues el fiscal Joaquín Andino había solicitado cuatro años de prisión para ella, esta huyó de la ciudad. En 1789 el abogado defensor de Thereza Clavijo, Luis de Ovalle, solicitó su excarcelación, pues según él, su defendida había sido otra víctima del “malicioso detextable procedimiento” de su hija, por lo cual fue dejada en libertad ese año, no sin antes amenazarla con otros cuatro años de presidio al menor conocimiento de escándalo.

La virtud familiar

En estos dos casos hay un común denominador: las relaciones ilícitas tanto de hombres como de mujeres a finales del siglo XVIII. Si bien la sociedad colonial se había esforzado por establecer un orden con respecto al amor, en el cual el matrimonio constituía el espacio privilegiado, pues allí se reproducían los roles de la mujer y del hombre, la primera dedicada al hogar y los hijos, y el segundo al trabajo y la búsqueda del honor familiar, los encuentros casuales o de largo alcance por fuera del vínculo religioso y legal eran el pan de cada día en Santafé y todo el virreinato. Por esta razón, los esfuerzos de las reformas borbónicas no solo se dejaron ver en el ámbito político-administrativo, también en la necesidad de crear mecanismos de control en los espacios más privados, donde la sociedad encontraba sus cimientos. De allí que mujeres administradoras de sus propios negocios o viviendo sin la inspección del esposo, constituyeran una transgresión del orden pasivo que debían ocupar, por lo cual fueron objeto de persecución y castigo, pues su virtud fundamentaba la familia y el régimen colonial. Así, la evidente falta de opciones económicas para las mujeres, la cual desembocaba en que muchas tuvieran que acudir a relaciones extramatrimoniales para mantenerse, se tradujo en negocios clandestinos y encuentros fugaces, los cuales les garantizaban el sustento en una sociedad ideada a nivel productivo para los varones.

De igual manera, es importante anotar la flaqueza de las autoridades al juzgar y perseguir a los hombres infractores, pues en el primer caso evaluado, los alguaciles solo estuvieron en prisión por unos meses y fueron devueltos a sus hogares y empleos. En el segundo juicio seguido a Josefa y Thereza, los nombres de los tres hombres casados con quienes la primera de ellas había tenido relaciones, se mantuvieron en completa reserva y no hay indicios de una causa que se les siguiera por el mismo pecado que le costó a Josefa el abandono de la ciudad, y a su madre tres años de cárcel, un indicio evidente de la permisividad masculina reinante en la Santafé del siglo XVIII.

Por último, es clave anotar la necesidad que tuvieron las autoridades virreinales de constituir sujetos útiles, lo cual llevaba a cierta flexibilización en el plano penal, pues no se imputaban las penas más severas a hombres como los alguaciles, entre 25 y 30 años, cuyas condiciones los hacían óptimos para servir a un Estado en crisis. Igual caso ocurría con los anónimos amantes de Josefa, cuyo estatus de hombres casados y económicamente productivos los hizo inmunes al delito en que habían incurrido. Lastimosamente, más afectadas en ambos casos fueron las mujeres, quienes vivían de negocios personales como la costura o las chicherías, pues sobre ellas recayó el ejercicio del poder moral y económico de la monarquía, finalizando su último siglo de poder sobre América.

Bibliografía

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  • Hering, Max; Pérez, Jéssica y Torres, Leidy. “Prácticas sexuales y pasiones prohibidas en el Virreinato de Nueva Granada”, en Historia cultural desde Colombia. Categorías y debates. Bogotá, Universidad Nacional de Colombia-Pontificia Universidad Javeriana-Universidad de los Andes, 2012.
  • Varila Cajamarca, Diego A. “Todos los males confluyen aquí: las chicherías en Santafé a finales del siglo XVIII”. Disponible en línea: http://www.larochela.unal.edu.co/salud_04.html