El eterno retorno de Ariza

 

La obra del pintor bogotano mantiene toda su frescura entre los intersticios de la transformación de la pintura colombiana a lo largo del siglo XX. Fotos obras: Cortesía Museo Nacional.

 

GONZALO ARIZA (1912-1995) sigue siendo uno de esos artistas que condensan, en su obra, la práctica constante de la observación, sumada a la disciplina y el empeño aplicados a la experiencia creativa. Hijo del fotógrafo Aristides Ariza (1894- 1948), con quien aprendió el oficio de capturar imágenes, inició sus estudios en la Escuela de Bellas Artes de Bogotá en 1931. Allí aprendió a ver la realidad local influido, a su vez, por los movimientos artísticos nacionalistas latinoamericanos —entre ellos los muralistas mexicanos— que propugnaban por una búsqueda de representación más autóctona y menos proeuropea.

En un primer momento, el interés del joven artista por la economía de las formas, aplicada al dibujo, le permitió darse a conocer a través de ilustraciones hechas para revistas de la época como Pan (1935-1940) y la Revista de las Indias (1938-1950), lo mismo que en publicaciones como la polémica novela sobre los inicios de la explotación petrolera en Colombia y Venezuela, Mancha de aceite (1935), del médico César Uribe Piedrahita (1896-1951), y La Roma de los Chibchas (1937), itinerario histórico sobre el gran centro espiritual muisca llamado Sogamoso.

Ariza entró en contacto con la tradición pictórica oriental gracias a una beca de formación artística en el extranjero otorgada por el Gobierno nacional, lo cual le permitió viajar a Japón y realizar una estancia dedicada al estudio de diferentes técnicas tradicionales entre 1936 y 1937. Allí descubrió en pleno las virtudes del dibujo manifiestas en la delicadeza de la tinta fresca que, en su recorrido por la superficie blanca del papel de arroz, hace florecer múltiples formas vivas.

La influencia del paisaje nipón en la obra del artista, percibida desde el dibujo a tinta china, el grabado y la pintura de paneles y biombos de seda, fluyó como un caudal expresivo en las primeras obras realizadas a su regreso del lejano archipiélago asiático. Es así como el pintor se dedicó durante gran parte de su trayectoria a plasmar el paisaje colombiano en toda su potencia estética e histórica, dejando como legado una visión única de la flora local.

En ese sentido, los paisajes de Ariza presentan al espectador una síntesis del paisaje de la sabana de Bogotá y La Mesa (Cundinamarca), principalmente. Dicha síntesis se hace visible mediante un estudio detallado de las especies vegetales que conforman el escenario elegido por el pintor. Así, el espectador reconoce —a primera vista— eucaliptos, magnolios, almendros, plátanos de sombra y orquídeas dibujados con alto nivel de detalle entre la delicada espesura de los bosques que pueblan la cordillera oriental, uno de los grandes temas que conforma la pintura de este artista bogotano.

Además de la exuberancia natural sugerida por las formas vegetales, los paisajes de Ariza se destacan por las brumas que sugieren una atmósfera que se expresa con suaves pinceladas que combinan azules, grises y rojos. Otro elemento destacable de estos entornos naturales tiene que ver con la perspectiva aérea aplicada a la composición de los escenarios rurales, rasgo de la pintura japonesa que Ariza aplicó con maestría a sus ilustraciones y lienzos. La obra de Gonzalo Ariza se puede apreciar en el Museo Nacional de Colombia, Museo de Arte Miguel Urrutia y Museo de Arte Moderno de Bogotá.

* Investigador de la Curaduría de Arte del Museo Nacional de Colombia

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