Reino Unido

Casi en el mismo día, Gran Bretaña registra el cambio del primer ministro y el de la reina. El primero no está rodeado de grandes ceremonias ni conmueve al pueblo británico y al resto del mundo. El segundo —“La reina ha muerto, viva el rey Carlos”—, tuvo lugar en un ambiente de enorme respeto hacia la monarca que se va y de admiración y expresiones de lealtad hacia el rey que llega y que anuncia, de una vez, quién será el próximo heredero del trono: el nuevo príncipe de Gales, su hijo Guillermo.

No sé si Isabel II supo aquel día de verano de 1953, cuando fue coronada en Westminster, que estaba a punto de dejar de ser ella misma para convertirse en un personaje que otros llenarían con sus propias historias, palabras o incluso con sus pulsiones. Tal vez no lo supo, o más bien sí, dada la perfección con la que representó su papel, una perfección tal que todos en el mundo pudimos poner en ella lo que más se nos antojase oportuno.

 

La reina Isabel II fue, sin duda, una de las líderes más importantes del mundo en el siglo XX. Asumió el trono en 1953 y fue proclamada y coronada con el pomposo título de Reina del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte, Defensora de la Fe, Jefa de la Mancomunidad de Naciones, todo ello seguido de un largo etcétera. Al momento de fallecer, también era la reina de 14 países más que la reconocían como su jefa de Estado, entre ellos Canadá, Australia, Nueva Zelanda y Jamaica.