Fotografía | Gustavo Martínez
4 de Agosto de 2017
Por:
Redacción Credencial

Su abuelo era celador; su mamá, vendedora de brilladoras puerta a puerta. Nació y estudió en Cali, pero se formó en Brasil, donde se convirtió en uno de los publicistas  más premiados de ese país. Ahora está de regreso en Colombia como vicepresidente creativo de una multinacional para demostrar de qué está hecho.

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“Ningún producto se vende solo”: Leo Macías

En una de las paredes de la sala de la casa, Leo Macías tiene colgadas decenas de obras de arte elaboradas por él. Hay, por ejemplo, la escultura de una cruz de plata formada por cuatro vírgenes distintas. Hay también una rosa carmesí con un tallo cuyas espinas tienen la forma de manos o de pies. Y hay, adosado al muro, un par de zapatos que dejan ver solo las suelas pintadas de azul cielo y nubes blancas. “Son los zapatos con los que llegué a Brasil”, cuenta.

Nació en Colombia, pero habla con acento portugués. Tal fue la inmersión cultural que supuso su aventura brasileña, que comenzó cuando tenía 20 años y finalizó apenas el año pasado, dos décadas después, tentado por la oferta de Juan Carlos Ortiz, presidente de DDB Latina, de ser el vicepresidente creativo de la región en Bogotá.

En Brasil, Leo había hecho parte de prestigiosas firmas de publicidad, como Publicis, Talent, Havas Group y DD9DDB, con las cuales obtuvo numerosos premios internacionales, incluidos varios leones de plata en el Cannes Lions, el certamen de publicidad más importante del planeta. 

A los cuarenta años, decidió buscar nuevos aires fuera de Brasil, pero cuando ya tenía decidido instalarse con su esposa en Los Ángeles, Ortiz lo sorprendió con una contraoferta para regresar a Colombia. Leo también es artista y tiene una galería, ApArt Private Gallery, desde donde apoya a muchos artistas en ciernes y él mismo expone su obra. Está obsesionado con las santas y las vírgenes, de las que tiene una enorme colección de estatuillas y pinturas, de él y de otros artistas, en Bogotá y en São Paulo. Él dice que no tiene una intención religiosa, pero, ahora que ha retornado a Colombia, ha descubierto que sus obsesiones artísticas tienen que ver con su más remota infancia.

 

Durante todo el preámbulo de esta conversación usted ha hablado una y otra vez de sus abuelos. ¿Por qué han sido tan importantes en su vida?

Yo nací en Cali y soy hijo de madre soltera. Mis abuelos, padres de mi mamá, eran campesinos de Buga, muy religiosos pero, a la vez, muy modernos, porque solo tuvieron dos hijos: una niña y un niño. O sea que eran conscientes de sus limitaciones económicas. Mi abuela se llamaba Ana María. Mi abuelo se llamaba Maximino Macías. Pero era Don Macías o el Tío Macías. Ambos se instalaron en Cali con el propósito de llevar a sus dos hijos a que prosperaran. 

¿Y a qué se dedicaron sus abuelos en Cali?

Mi abuela, a la casa. Hacía ropita, para sus hijos, para mí o para la vecina. Mi abuelo era –como lo decimos hoy– guachimán. Yo los conocí ya viejitos, pero tengo esa memoria. Eran muy religiosos, pero cuando ya no podían trabajar, en vez de dedicarse o al dominó o a la biblia o al parqués o a dormir, se entregaron a su hobby. Eran artesanos. Mi abuelo se fue por la arcilla. Compraba arcilla y hacía sus esculturas, sus bustos. Pero no estudió anatomía, ni arte, ni arcilla. Hacía el muñequito y le quedaba con una parte más grande que la otra, con un pie gigante y el otro pequeño, o los dos gigantes. A mi abuela le gustaba pintar. Cosía. Cogía sus retazos y pintaba en estos o en cartulinas. Un paisaje: pintaba la montaña; a la hora de hacer la casita, no sabía hacer la casita, entonces recortaba una casa de una revista y la pegaba; no sabía hacer el pajarito: lo recortaba y lo pegaba. No sabía hacer nubes: cogía el algodón y lo pegaba como nubes. Ellos colgaban las obras con puntillas en la pared. Mi abuela iba a una fábrica de brasieres y pedía los retazos, y con esos retazos enmarcaba los cuadros porque decía que las obras quedaban de lujo cuando tenían un marco. Hoy yo daría lo que fuera por una obra de esas. Todo eso desapareció. 

¿Sólo quedó en su recuerdo?

Sólo quedó en mi recuerdo. Después de que regresé al país (murieron hace 15 años), me di cuenta de esa herencia que me habían dejado mis abuelos, gigantesca, que nunca había reclamado: la imperfección de mi abuelo y las apropiaciones de mi abuela, que están reflejadas en mi exposición Imperfecciones y apropiaciones. Eso marcó mi regreso a Colombia: demostrar que soy un publicista exitoso, pero que también tengo esas herencias ricas. Yo creo que en muchas de las cosas que yo he hecho como publicista ya estaba usando esas herencias.

¿Cómo transcurrió su infancia para que decidiera estudiar publicidad?

Mi tío, hermano de mi mamá, que hoy vive en Oklahoma, era publicista. Él me inspiró. Todas las vacaciones después de los 12 años, yo le decía que me llevara a Bogotá, porque él tenía una agencia en Bogotá, para trabajar con él. Miraba mucho, lavaba pinceles, sacaba punta a los lápices. Era el ayudante de todos. Veía mucho libro, los veía haciendo sus brainstorming, y creo que eso me ayudó mucho.  

¿En qué colegio estudió?

Estudié en el colegio Santo Tomás de Aquino, en el barrio San Antonio. Hace poco lo fui a visitar y ya no existe. Está el edificio pero el colegio desapareció.

¿Y su mamá cómo los mantenía?

Mi familia era muy pobre y mi mamá era una guerrera. Siempre fue vendedora, impulsadora de Electrolux. Mi mamá, con esa nobleza, me dijo que no podía pagarme una universidad. Me pagó el curso de publicidad en el Instituto de Dibujo Publicitario. Estudiaba por la noche y trabajaba de día. 

¿Y a los 16 años se fue de la casa?

Sí, salí de mi casa muy joven. Iba a cumplir los 16. Conseguí mi primer empleo en Cali como asistente de director de arte en una agencia muy pequeña que se llamaba Manchola Domínguez Asociados. Me quedé hasta los 17. Hice dos semestres mientras trabajaba allá, pero no quise quedarme allí. Recuerdo que me ganaba 90 mil pesos. Era el año 92 o 93, y yo era una máquina de hacer ideas. Participamos en la licitación del lanzamiento del barrio Chipichape. Yo creé la campaña y nos ganamos la licitación. Esa fue mi primera campaña. Entonces les pedí aumento y no quisieron. No importa, porque lo que yo quería era trabajar en una multinacional. Busqué en dos lugares, uno de estos Ogilvy. Me entrevisté con el vicepresidente y a los dos días me llamaron a informarme que estaba contratado y que me iba a ganar 300.000 pesos. Dije: ¿de 90.000 a 300.000? Soy rico. El trabajo era en Bogotá. De manera que a los 17 años llegué a Bogotá.

¿Y cómo le fue en Bogotá?

Lo primero que descubrí fue que esos 300.000 pesos eran los 90.000 de allá. Me fui a vivir a Fontibón, en una pieza, y me compré una bicicleta. Me venía de Fontibón a Ogilvy, en la calle 90 con carrera 11 (es decir, unas cien cuadras), remolcado de los buses para no tener que pedalear. Era duro. Salía a las 5 y 30 para poder llegar a las siete. Pedaleé y pedaleé literalmente y conseguí un aumentico, me compré una motico y me vine más cerca. Ahí me fue yendo y cumplí 20 años. A los 20 ya quería hacer algo nuevo.

¿Y cómo terminó en Brasil?

El vicepresidente de la compañía era un brasileño que vivía aquí con la esposa, y la esposa se quería devolver. El tipo me dijo: quiero invitarlo a que sea mi socio y montemos una agencia. 

¿Y se fue a Río o a São Paulo?

No, a Goiania, en todo el centro de Brasil. La playa más cercana era Santos, a 1.200 kilómetros. Me propuse quedarme dos años y medio y no más. Durante ese tiempo comencé a montar mi portafolio. No tenía la cuenta de Antartica, que es la cerveza de allá, pero igual le hacía la campaña. Desarrollaba ideas que necesitaba en São Paulo para trabajar en São Paulo. Yo no quería hacer las campañas para las panaderías o la veterinaria; quería las firmas grandes. 

¿Y cómo hizo para lograrlo desde la remota Goiania?

Comencé a enfermarme un viernes de cada mes. Goiania quedaba a 950 kilómetros de São Paulo. Los jueves por la noche me quejaba del estómago para que pareciera verdad. Por la mañana, decía que no había ido a trabajar porque estaba enfermo, pero la verdad era que la noche anterior me había ido para la terminal y había montado en bus toda la noche, 14 horas, para llegar a mis dos o tres entrevistas que ya había marcado, para mostrar mi portafolio. Por la noche cogía el bus de regreso. En São Paulo todo el mundo me decía que mi trabajo era increíble, que dejara mi teléfono. Pero nunca me llamaban. Después de cinco o seis viajes, un tipo, Javier Talavera, mexicano, me dijo: ‘flaquito, le voy a decir una cosa, su portafolio es una porquería, no sirve para nada. Si fuera usted, botaba ese portafolio y empezaba otra vez’. 

Qué duro que a uno lo rechacen así, con tanta franqueza.

Sí, pero fue la mejor cosa que escuché en mi vida, porque él me enseñó cómo hacerlo. Cogí ese portafolio y lo boté en la terminal de buses. Hoy todavía me encuentro con Javier Talavera, me arrodillo y le beso la mano.

¿Esa fue su graduación como publicista?

Probablemente sí, porque yo en Goiania pensaba que era importante. Talavera me demostró que no era así. En cuatro meses volví y me llamaron de una agencia chiquitica de São Paulo. Y ahí comenzó toda esa carrera que fue creciendo, cabalgando en lugares increíbles.

Sí. Trabajó para las más prestigiosas firmas y en cada agencia ganó muchos premios. ¿A qué cree que se deba? ¿Acaso le ‘cogió el tiro’ a los concursos? ¿Nadie más era tan creativo como usted?

No sé responderte, porque la publicidad no es una ciencia exacta. Creo que fue buscar qué era lo más innovador en el mundo pero expresado en un lenguaje que las personas consiguieran entender. Hay una cosa súper importante que es la manera en que las marcas hablan. 

¿Y cómo es que las marcas hablan?

Antiguamente (muchas agencias aún hacen eso) se decía que la marca tenía que hablarle al consumidor. Yo estoy en contra de eso. Hoy tenemos herramientas suficientes para, en vez de hablarle al consumidor, sostener un diálogo con él. Antes yo colocaba un aviso en el periódico o en televisión y era yo diciéndole. No quería saber lo que el consumidor quería decirme. Hoy día existe ese canal de vía doble. Yo consigo conversar, no hablar: conversar. 

¿Ese es el gran cambio de la publicidad en estos tiempos?

Ese es el gran cambio: no es dialogar con el consumidor. Es con el ser humano. Las marcas tienen la obligación de inspirar a las personas, no de venderles productos. Yo quiero saber cuáles son las marcas que se parecen a mí, a mi vida, que me inspiran, que me van a hacer un ser humano mejor. ¿Cómo una crema dental te puede ayudar a ser un ser humano mejor? A partir del momento en que tú te sientes confiado cuando abres la boca para una entrevista de empleo. Pero si yo te digo que soy la crema dental que tiene las enzimas que yo no sé qué y el dentista te dice que está aprobada por la asociación... ¿Me entiendes? Yo necesito darle confianza a las personas. Necesito tocarlas.

¿Tocar es que ellos puedan responder?

Tocar es hacerlos identificarse con la marca. No es saber lo que la marca tiene sino qué es lo que tiene la marca que me ayude en este momento. Si te cojo un viernes por la noche entrando al cine por tu celular, pero ese viernes es día 12, tal vez se te está acabando la quincena. Pero si es un viernes por la noche y es un día 15 probablemente tú tienes tu quincena. Son dos personas completamente distintas, con necesidades completamente diferentes.

O sea que hay que saber cómo llegarle a la gente, pero también en qué momento hay que llegarle a la gente.

Y con qué mensaje. Porque mira, yo por alguna razón en mi vida he tenido mucha experiencia con bancos. He cuidado la marca de los principales bancos del mundo. He aprendido mucho porque los bancos son marcas difíciles de vender. El banco es el mal necesario. Nadie va al banco porque quiere. Es “yo lo necesito”. Si los bancos conversan como bancos, van a tener una barrera gigantesca. Y si el banco comienza a tratar al ser humano como consumidor, la barrera es mayor aún. El banco tiene que comportarse como no banco. Estar presente en la cotidianidad de las personas. Cuando un banco te coloca una estación de bicicletas para ofrecerte una opción de llegar a tu trabajo, está pensando en el ser humano, no en el consumidor.

La publicidad tiene la reputación de utilizar el eufemismo de la ‘seducción’ que significa “te voy a engañar para que compres”. ¿Cómo se defiende la publicidad de esta reputación?

En todas las profesiones hay desvíos de conducta. Infortunadamente hay personas o campañas o agencias que se van por el camino fácil: engañar. Pero, ¿hasta cuándo usted engaña al consumidor? Hasta que este compra el producto. Ahí descubre que no hay tal. Y te aseguro que es mucho más caro reconquistar a una persona que se perdió, que conquistarla de cero. 

¿El desarrollo de las plataformas digitales y las redes sociales ha cambiado la percepción que se tiene de la publicidad?

Sí. Antiguamente nosotros decíamos que el prime time era la novela o el noticiero. Hoy el prime time puede ser el momento en que tú estás en el bus. Tú coges el celular muchas veces antes de cepillarte los dientes, antes de darle los buenos días a tu esposa. Eso es un prime time, eso cambió la conversación. Hoy las marcas pueden aprender de las personas, del comportamiento de las personas, de las necesidades de las personas. Los productos deben encontrar cómo entrar en la vida de las personas no por el bolsillo, sino por el corazón. 

Bill Bernbach, famoso pionero de la publicidad, acuñó la frase “Los principios perduran, las fórmulas no”. ¿Cuáles son sus principios?

Las personas deberían comportarse como dueños, porque el dueño tiene dolores de dueño. Yo nunca tuve comportamiento de empleado, no por creído sino porque siempre quise tener un comportamiento que fuera el que yo tendría si fuera el dueño de esta empresa, y el que me gustaría que tuviera la persona que trabajara conmigo si trabajara en mi empresa. Es un principio mío. El otro es: nunca le lleve a su cliente algo que él podría hacer. 

¿Cuáles son los principales problemas que tienen las agencias colombianas con sus clientes?

Me da la impresión de que tienen comportamientos de matrimonios que han perdido la emoción de la intimidad. Como ya conozco a mi cliente, le llevo lo que él quiere. Pero conocer a los clientes puede llegar a ser un defecto. Hay que sorprender al cliente. Sucede como con el matrimonio.

Uno puede colegir que el secreto de que le vaya bien es la creatividad y la innovación. ¿Cómo se entrena eso?

Aprender a ser creativo es imposible. Eso nace con la persona. Se cultiva, claro, pero la semilla ya está adentro.

¿Cómo se sabe si uno está siendo innovador?

Yo digo que la publicidad se trata de que las marcas cuenten historias. Existen mil maneras de contar una historia, pero se resumen en tres: las malas, las correctas, que tal vez son las más peligrosas, y las inolvidables. Cuando las historias son inolvidables, sabes que fuiste innovador. 

¿Qué es la innovación?

Es cambiar nuestra manera de pensar. Ver las cosas como nunca han sido vistas. Henry Ford no inventó la rueda, ni el motor. Él encontró una manera de sumar cosas y ponerlas de la manera en que nadie las había visto. Las escaleras eléctricas no nos las inventamos, pero Medellín las usó para tocar la sensibilidad a personas que no tenían condiciones de mejorar la vida. La publicidad debe solucionar algo e inspirar la vida de las personas. 

¿Por qué se da esa paradoja de que las marcas más populares, esas que casi se venden solas, son las que más gastan en publicidad? 

Es como el matrimonio: para de cuidarlo a ver si te dura toda la vida. Tú tienes un compromiso con esas personas que son fieles a tu marca, y es mantener una conversación. Si paro esa conversación, las personas se van. 

¿No es suficiente con que el producto se venda solo?

Ningún producto se vende solo. Las costumbres cambian, las necesidades cambian, los momentos de consumo cambian. Yo tengo una frase: si tú no cuidas, alguien cuida. Eso vale para la vida, para las marcas y para la esposa. Hay que mantener el amor.

En Colombia la gente dice acerca de los buenos vendedores: “Ese es capaz de vender un hueco”. ¿Usted es capaz de vender un hueco?

Si es solo un hueco, tal vez no me interese venderlo. Para qué sirve, sería mi primera pregunta. ¿Quién más está vendiendo huecos? ¿Y por qué mi hueco es mejor que los demás? Si no tengo argumentos suficientes, tal vez no esté interesado en vender tu hueco. Yo tengo que traer algo nuevo para la vida de las personas. Si no, no vale la pena. He aprendido que, en el caso de la publicidad, ahora tiene que ser hecha a cuatro manos. Junto con el cliente, con el dueño de la marca. Ya se acabaron esos momentos de los gurús que decían el camino es este. No. El camino lo construimos juntos. Trabajar con las marcas, escuchando al consumidor, innovando y trabajando con todos los recursos digitales que hoy nos permiten tener una comunicación para, ahí sí, vender ese hueco de la mejor manera posible y para la persona correcta. 

 

 

*Publicado en la edición de junio de 2017.