Fotografía | Gustavo Martínez
31 de Enero de 2018
Por:
Ana Catalina Baldrich

Con una buseta en la que se come divinamente, en el barrio Ciudad Montes, en el sur de Bogotá, José Lizarazo rinde homenaje a los orígenes que le ayudaron a ganar la guerra del centavo.

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El gran menú del busetero

Cuando José Armando Lizarazo les contó a sus compañeros de pupitre lo que hacía en la vida, ninguno le creyó. Había heredado de su padre, José Wenceslao Lizarazo, la profesión. Era busetero, al comando de uno de los cerca de 6.000 buses colectivos y busetas que, según el Dane, en promedio recorren Bogotá. Y, sin embargo, había conseguido ahorrar los más de seis millones de pesos que necesitaba para comenzar a cumplir su sueño de estudiar cocina y cambiar el timón, los trancones y los pasajeros, por el cuchillo, la olla y las recetas.

 

Tiempo atrás, José Armando había intentado cumplir el deseo de su padre, quien –después de haber conducido busetas durante 22 años– soñaba con que sus tres hijos pudieran tener un trabajo lejos del volante. De hecho, dos veces se inscribió en la universidad, pero ni la Electrónica y Comunicaciones ni la Ingeniería Mecánica consiguieron cautivar al joven, que desde los 5 años había ejercido como ‘pato’ al lado de su papá recorriendo la ruta desde Villas de Granada, en el occidente, hasta Villa de los Alpes, en el suroriente. “Estaba decidido, quería manejar bus, me gustaba y además se veía fácil”, dice José Armando.

 

Esa supuesta facilidad de la que José Armando habla fue debatida en varias oportunidades por José Wenceslao con el único fin de evitar el ingreso de su hijo al gremio: “es un trabajo muy riesgoso, hay personas que no manejan bien y eso aumenta la posibilidad de sufrir un accidente; es estresante, usted no sabe lo que es aguantarse unos pasajeros, un tráfico que ni pa’ lante ni pa’ atrás, los peatones imprudentes, todo eso es una cosas tremenda; y es desagradecido: aunque uno lo haga con buen gusto, la gente cree que por pagar 1.500 pesos es dueña del bus y dañan la cojinería”.

 

Pero todo fue en vano. El joven José Armando –con la complicidad de los compañeros de su padre en la empresa de buses– hizo todos los cursos necesarios para convertirse en un verdadero ‘ingeniero del volante’. “Ellos me conocían desde niño, les pedí ayuda y vendí celulares para hacer los cursos en el Instituto Tecnológico del Transporte, en donde aprendí a manejar motores diésel, mecánica general y atención al usuario”.

 

Ante la obstinación de su hijo, el patriarca hizo un último intento y le pagó un curso de conducción de vehículos grandes: “para que se diera cuenta de lo que era manejar un bus lleno de pasajeros, pesado. A ver si de pronto así quería seguir estudiando otra cosa”. Pero no fue así. Al final, sin más remedio, José Wenceslao terminó por contratar a su hijo. A sus 18 años, José Armando se convirtió en el conductor más joven de la empresa Cootranspensilvania.

 

El amor subió en el bus

Cada día, a las 4:00 a.m., el novel busetero iniciaba su recorrido en Villas de Granada, en el occidente de Bogotá, y lo terminaba en el barrio Horacio Orjuela, al suroriente. Hacía ocho recorridos: cuatro de ida y cuatro de regreso. “Eran rutas largas –dice José Armando– y entre los trancones y horas pico tardaba 2 horas y media en cada trayecto”. Pero valía la pena. En promedio, conseguía hacerse a un salario diario de 200.000 pesos. Así, de a poco, José logró guardar en un marranito seis millones de pesos en monedas de 500.

 

La llegada del SITP cambió el negocio. José Armando cuenta que el miedo se apoderó de los dueños de los buses, quienes –ante la incertidumbre– prefirieron vender sus carros. Entre ellos su papá, por lo que tuvo que trabajar en otros colectivos y cruzar otras rutas. “Un día, al pasar por Villa de los Alpes, se subió una estudiante. Como no había espacio en la parte de atrás le dije que subiera a mi lado en la cabina”. La pasajera era Alejandra Manjarrés, estudiante de Enfermería, quien terminó por convertirse en “ocupante fijo” en la vida de José Armando. “Comenzamos a hablar. Si soy sincera –reconoce Alejandra–, desde que lo vi me pareció atractivo”.

 

Alejandra y José se enamoraron. Con el tiempo, ella lo motivó para que estudiara una carrera. Entre recorridos y conversaciones, José Armando decidió que su futuro estaba en la gastronomía. “Mi mamá había hecho varios cursos en el Sena y sabía cocinar cosas especiales, eso me llamó la atención. Además, pensé que esa carrera no tenía matemáticas”. Un error de cálculo, reconoce, ya que los números, los mismos que –según su padre– le tomaban del pelo a la hora de entregar las vueltas cuando era niño, lo obligaron a repetir varias veces Administración en la academia de cocina que lo convirtió, tras dos años y medio, en chef.

 

El busetero 100%

José Armando descubrió que el futuro exitoso que le habían prometido al finalizar sus estudios no era del todo cierto. Trabajó en un restaurante, en un casino militar y fue pizzero. En ninguno de esos empleos logró compensar los ingresos que a bordo del bus obtenía. “Los cursos que hice para poder conducir el bus no costaron más de un millón de pesos, mientras que en mi carrera de gastronomía el semestre salía en 6’800.000 pesos. Me decepcioné al darme cuenta de que, por más cálculos que hacía, tardaría mucho en recuperar la inversión”. Y como pasó de ganar 200.000 pesos diarios a 30.000 pesos por jornada en una cocina, pensó que la única forma de ganar bien con su nueva carrera era ser independiente.

 

En un primer experimento, abrió un restaurante de comida rápida al que bautizó La Ruta Gourmet. Fue tal el éxito de sus hamburguesas artesanales, que los 16 puestos que tenía el local se le hicieron pequeños. “Ya no tenía para dónde crecer y además quería un lugar que mezclara mis dos profesiones”. Vendió el local y buscó uno más grande en el que por fin consiguiera cumplir su sueño. El pasado mes de abril, en el barrio Ciudad Montes, en el sur de Bogotá, abrió las puertas de El Busetero. “Nunca quise dejar de lado mi pasado, todo el mundo sabe de dónde vengo. Eso me dio plata para pagar mi carrera. No me da pena decir que fui busetero”.

 

Con la idea de rendir homenaje a sus orígenes y compañeros de ruta, José Armando compró un bus viejo y lo desguazó. Uso el cabezote para dar la bienvenida a los clientes, que –antes de entrar– tienen que pasar por la registradora. Reparó la cojinería y la convirtió en las sillas para los comensales; compró las láminas del piso de las busetas para tapizar el suelo del restaurante y pintó en las paredes imágenes icónicas de la ciudad, que dan la idea del paisaje que desde las ventanas los pasajeros ven en sus recorridos habituales.

 

El restaurante ofrece platos variados de comida rápida: burritos, mazorca desgranada, perros calientes, hamburguesas y carnes. “En todas las academias cuestionan que uno quiera hacer hamburguesas, pero a mí me parece que ahora Colombia no busca comida 5 estrellas sino saludable. Con las hamburguesas artesanales se pude unir el concepto de comida rápida (en mi restaurante no se admite el término de comida ‘chatarra’) con técnicas que logran sorprender a los clientes”.

 

El menú de El Busetero no ofrece hamburguesas sencillas y dobles, sino de tamaño corriente (150 gramos), colectivo (300 gramos) y ejecutivo (450 gramos). Y sus nombres cambian las tradicionales mexicana, criolla y hawaiana por Cootranspensilvania, Sidauto y Transcar.

 

En ocho meses de funcionamiento, El Busetero ha conseguido cumplir las expectativas de José Armando. Él ya no compite con los demás conductores. Ahora ellos son sus más fieles clientes. Asegura que con su restaurante, además de recordar la historia del trasporte urbano de la ciudad, rinde homenaje a una profesión de hombres capaces de lidiar a diario con los problemas de su vida y los de sus 60 pasajeros que transportan. 

 

 

*Publicado en la edición impresa de diciembre de 2017.