Fotografía | Hellen Karpf
25 de Noviembre de 2016
Por:
René Pérez

Retrato hablado del padre del diseño gráfico colombiano, un arquitecto que no tuvo miedo a la hora de enfrentar otras disciplinas y que siempre ha salido airoso del trance. Dicken Castro estuvo detrás de buena parte de la iconografía colombiana.

Dicken Castro, domesticador del espacio

Hacía poco que acababa de dar las últimas brazadas de su práctica diaria de 700 metros de natación cuando ya estaba embebido en lo que ha sido toda la vida: un transformador de lo cotidiano, de lo común y corriente y de lo inadvertido  en  algo  útil y  artístico. Ahora estaba en la cuidadosa tarea de escoger entre un rimero de libros voluminosos, bien empastados y de autores desconocidos para la mayoría de los mortales, los que le interesaban para la bibliotecade la Facultad de Arquitectura de la Universidad Jorge Tadeo Lozano, donde es decano y donde debió gozar porque por estos meses cumplió 55 años como arquitecto, media centuria como diseñador gráfico y 80 años sobre este Planeta.

Se podría pensar que no estaba en un acto propio de un bibliotecólogo sino en un sagrado rito de purificación académica:  a cada uno de los libros que pasaban les hacía un comentario casi familiar, repitiendo el nombre de su autor dos o tres veces, luego refiriéndose a su currículo y por último rematando con un “no por el momento” o un simple “sí”.

Luego le alcanzó una silla al periodista, dio la vuelta a su austero escritorio y se sentó en la suya: “Es mi asiento para pensar… y cuando no lo hago me bota como los de los aviones”. Se podrían contar con los dedos de una mano los colombianos que no han sido dueñosde alguno de los trabajos de Dicken Castro.

¿Quién puede asegurar que nunca ha poseído entre sus manos una moneda de 200 o de 1.000 pesos, en cuyas caras hay estampados símbolos precolombinos que él escogió para su acuñación? ¿O quién no se ha encontrado de frente con uno de esos logos  suyos como áquellos de Colsubsidio, Vecol, o Casa Medina, por ejemplo?

Esto le da a Dicken Castro la singularidad de ser más conocido por la obra que produce que por su condición de hombre. Lo cual, por cierto, le debe importar un higo a este arquitecto a quien el año pasado la academia lo honró por su vida y obra. Sólo quienes habitan el medio gráfico lo identifican. El resto solo sabe que diseño gráfico es Carlos Dicken; así, completico.

Quien lo conoce por primera vez jamás lo confundirá: es un hombre de habla pausada, precisa, que no agota palabras en discursos inútiles, de un andar ajeno a las estridencias y alborotos propios de cualquier estrella de cualquier profesión, aunque su eterna sonrisa de sinceridad y una cabellera de un blanco como inventado para él, le dan aspecto de sabio griego. Al referirse a él no se puede hacer en forma lineal, cronológica, sino por períodos no secuenciales. Él prefiere más bien hablar de sus cuentos y exorcismos.

Y uno de esos cuentos es precisamente el de su gusto por la arquitectura: Dicken Castro estaba destinado a ser médico, literato o político, o las tres cosas, como lo fue su padre y como se estilaba en la Medellín de antes de la primera mitad del siglo pasado. Pero su mamá fue la que haló el hilo de su destino. Era una arquitecta innata, y no de palabra sino de hechos. Por ejemplo dirigió la construcción, sobre la misma casa hogareña, de una de las clínicas más importantes en esos momentos en la capital antioqueña, la de La Merced. También hizo una casa de campo y él la acompañaba cuando tenía casi ocho años a ver cómo la levantaba. Fue tanto el gusto que le cogió a las construcciones, que se iba a la catedral de Villa Nueva a impresionarse por su hechura de ladrillo.

De la misma manera se extasiaba cuando el arquitecto Félix Mejía, hermano de Ciro Mendía, le hablaba de precolombinos y de arquitectura. Ysobre todo cuando le regalaba revistas de esta ciencia, lo cual haría de él un niño capaz de sentir placer con palabras tan indescifrables como espacios, volúmenes, perspectivas.

En fin, su camino conducía a un solo destino: arquitectura. Y se matriculó en la Universidad Nacional “a mucho honor”. La Nacional tenía un plantel integrado por eminentes profesores que huyeron de Europa por persecuciones raciales, religiosas o ideológicas. Como consecuencia de lo anterior, las aulas eran un foro de discusión del nuevo concepto arquitectónico que promovía Le Corbusier.

Por esa época –mediados los años 40– un cuñado lo invitó a Pereira. El familiar permanecía excavando en las afueras de la ciudad en busca de restos de la cultura Quimbaya. Castro se apasionó tanto por las figuras, ollasy otros utensilios de esta cultura, que fue al Instituto Colombiano de Antropología a pregunar sobre la posibilidad de estudiar guaquería. Las directivas soltaron la risa y le dijeron que lo más cercano a “eso” era antropología social, donde se estudiaba la Arqueología. Y de una se matriculó. Cinco años más tarde era, además de arquitecto, antropólogo social.

Pero en el Viejo Caldas no sólo se enriqueció de los precolombinos, que tanto influyeron en su posterior activi- dad como diseñador gráfico, sino que allí descubrió la maravilla de la guadua. En sus sucesivos viajes a esa región plasmaba en su misma esencia cromática y de formas las barriadas y las solitarias viviendas que hallaba en su peregrinaje artístico. Ahí fue cuando descubrió que la guadua no era lo que llamaban madera de los pobres sino un “material milagroso por muchas razones”, entre otras, por su flexibilidad, por su facilidad de trans- porte y por sus proyecciones y posibili- dades para vivienda popular. Se convirtió en un pregonero de las bondades y belleza de la guadua. No hubo amigo ni ocasional contertulio que no lo escucha- ra charlar sobre esta variedad de bambú. Fue así como abrió en Bogotá la primera exposición que se hizo en el país sobre este material y luego la llevó a Madrid, Barcelona y a otras ciudades españolas. De todos los reconocimientos no oficiales que ha recibido Dicken Castro, el que más le ha llegado al alma es el símbo- lo que hizo para el Congreso Eucarístico Internacional en Bogotá. Cuando se lo encargaron, le dijeron que el Congreso tenía como idea fundamental el amor al prójimo en nombre de Dios. Como sabía muy poco de imaginería cristiana, investigó con sacerdotes e historiadores, pero nada que se le prendía el bombillo. Así pasaron varias semanas, hasta que invitó a almorzar al sacerdote Alfonso Llano para hablar de simbología religiosa. En un momento de la charla Llano le contó que los primitivos cristianos llamaban a comunión con una cesta de pescado. “¡Ya está!”, dijo, y ahí mismo agarró una servilleta donde trazó un círculo (“Es una cesta y es Dios porque no tiene principio ni fin”) y dentro unos peces entrelazados en línea continua (“Es el nombre de Cristo con la cruz y los pe- ces”). Le puso un color violeta –su prefe- rido–, aunque había pensado que era mejor el rojo pero “a lo mejor les parecerá muy comunista”, y al otro día lo entregó. El arzobispo que lo recibió le dijo que el color “debía ser rojo porque simboli- zaba el amor”. “¡Ese era el que yo quería!”, le contestó.

Una vez finalizó el Congreso, supo que un alto prelado viajaba al Vaticano. Lo buscó y le dijo que le colaborara en entregarle al Papa Paulo VI dos de estos símbolos, uno para él y otro para que se lo firmara. El religioso le respondió que eso era imposible. “Los llevaré, pero el Papa jamás hace esto”, le dijo de manera rotund a. A los dos meses lo llamaron de la Nunciatura y le entregaron un paquete. Era el símbolo, no sólo firmado por el mismo Papa sino acompañado de un pergamino, con una oración para él y su familia. Hoy lo tiene su hija Rosalíacomo el regalo más preciado que recibió el día de su matrimonio.

Esto del diseño gráfico fue para él una pasión muy temprana. Al poco tiem- po de recibirse como arquitecto, y ante la falta en Colombia de facultades o escuelas de esta carrera, se fue a Estados Unidos. Allí habló con los gurús del diseño y conoció el trabajo de las mejores agen- cias. Luego siguió a Europa en el mismo plan. Regresó y fundó, a la par con su oficina de arquitecto, la primera agencia de diseño gráfico en Colombia. Y con una concepción muy nuestra, porque reconoce que lograr un diseño con identidad nacional, enfrentados como esta- mos a la aldea global, es muy difícil. Pero da la respuesta: “Sólo buscando nuestras raíces seremos capaces de mostrar algo sobresaliente en el gran océano de la comunicación actual”. Yadvierte que en esa búsqueda de referentes cotidianos para vencer esa universalidad hay que tener cuidado en no caer en folclorismos cursis.

Así mismo, sentencia que debe haber más idea que línea. Sobre qué es el diseño gráfico hay muchas definiciones, pero para Dicken Castro se vale de su familiaridad con la poesía japonesa para asegurar que éste es parecido a los poemas haiku, donde en sólo diecisiete sílabas se expresa una idea completa: “En todos mis símbolos aspiro a tener esta capaci- dad de síntesis”.

 

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Por cierto, luego de más de medio siglo trasegando en el universo del diseño gráfico, inclusive como profesor, el año pasado fue cuando recibió su diploma como tal. La Universidad Colegiatura Colombiana, de Medellín, le otorgó el título de Doctor Honoris Causa.

Como diseñador, Dicken Castro ha hecho más de lo que cualquiera pueda imaginar: rescató como arte popular los dibujos que los choferes hacen en la parte posterior de los buses escaleras. Universalizó las maravillas geométricas de los sellos y rodillos con las cuales nuestros indígenas se pintan el cuerpo y adornan sus vasijas. Con dibujos de ter- nura  impresos  en  varias  series  de estampillas, le habló de los derechos hu- manos al país. Con lenguaje cargado de humanismo, ha escrito y escribe libros y artículos sobre bambú, arquitectura, diseño gráfico, e inclusive sobre ecología para niños, como uno aún inédito que bautizó Pupoy las palmeras. Como maestro, ha sido fundador de cátedras de arquitectura y sus conocimientos han sido asimilados por centenares de estudiantes en las universidades de Los Andes, De América y la Nacional, por más de 50 años.

Como arquitecto, su universo es infinito. O él se lo hizo infinito porque asegura que hay que soñar con la arquitectura, acostarse con la arquitectura y levantarse con la arquitectura. Por eso a él se deben obras tan disímiles como el Hotel de Convenciones de Paipa y la Plaza de Mercado de Paloquemao, el Parque del Café del Quindío (“Me retiré porque lo están volviendo una Disneylandia”) y las viviendas populares para el desaparecido BCH. La lista es larga: escuelas, edificios, hoteles en los que se reconoce su estilo porque siempre busca camuflar sus construcciones dentro de la naturaleza y domesticar  artísticamente el espacio.

Y todo lo empezó cuando se le ocurrió meter todo un mundo en un pedacito de los cerros de Suba de cuatro por cuatro metros. Allí construyó, cuando la mayoría de los bogotanos le hacían el feo a lo rural, su refugio familiar. Dijimos meter un mundo en 16 metros cuadra- dos porque por allí han transitado a sus anchas 25 personas entre chimenea, co- cina, paredes que se convierten en me- sas, mesas en sofás, sofás en depósitos, etc. y otros etcéteras más. Mejor dicho ¡los ladrillos convertidos en poemas haiku!

 

 

◆Retrato hablado publicado en la edición 202 del año 2003