Senesino, a la izquierda, en ópera dirigida por Händel.
8 de Julio de 2020
Por:
Emilio Sanmiguel emiliosan1955@gmail.com

Más allá de las estrellas

NECESARIAMENTE hay que empezar con un lugar común, que por común no deja de ser verdad: la música es un misterio. Claro que es sonido organizado, o desorganizado, que pretende conmover, emocionar, excitar, o lo que quiera el compositor. Pero que, al contrario de las demás artes, necesita de un intermediario, el intérprete, que convierte en sonido las notas impresas sobre el papel pautado. Algunos son escrupulosos. Otros lo son menos. Los hay tan audaces que lo tergiversan todo. También mediocres, aburridos, vulgares, inteligentes, inspirados, etcétera.
 
En el otro extremo está el público, distinto en todas partes y en todas las épocas. El de tiempos de Mozart no es el mismo que hoy y el de principios del siglo XX en nada se parece al del XXI. El de Berlín es diferente al de Nueva York, que no se parece al de Tokio y no tiene nada en común con el de Bogotá.
 
Intérpretes siempre los hubo. También espectadores. Aunque en el sentido moderno de la palabra, el público, como un monstruo de mil cabezas, apareció a mediados del siglo XVII y se consolidó al despuntar el XVIII. Fue el encargado de crear las ‘estrellas’, de mimarlas, de ponerlas en la cúspide en una noche y, llegado el momento, bajarlas del pedestal.
 
 
No todas las estrellas se sometieron a esa tiranía. Por encima de ellas, desde el siglo xviii hasta nuestros días, están las ‘superestrellas’, las que han conseguido doblegar los auditorios a su antojo. No son muchas, pero cada época las ha tenido. En general, a las superestrellas la naturaleza las ha dotado de un talento superior aunado a un poder de seducción, llámese carisma, sagacidad o hechizo, que es inexplicable. Logran lo que no consiguen colegas suyos más profundos, inteligentes, mejor preparados y hasta más respetuosos de la música.
 

Además de lo enumerado, las superestrellas, casi sin excepción, iniciaron su formación en la infancia por provenir de familias que les facilitaron estar en contacto con la música desde la cuna. Su talento se reveló desde el primer momento; aunque no necesariamente fueron niños prodigio, muy rápidamente actuaron en público eclipsando a sus colegas de la misma edad.
 
 
Cuando alcanzan la fama, casi sin excepción, se tornan caprichosos, malcriados, egocéntricos, aborrecen a sus eventuales rivales y sus honorarios alcanzan cifras astronómicas. Pueden llegar a exasperar a quienes dirigen los teatros que no pueden prescindir de ellos porque garantizan que la boletería de sus presentaciones se agote en cuestión de horas, porque su prestigio desborda el estrecho medio musical y son famosos en todo el mundo.
 
 
  • LOS CASTRATI, LAS PRIMERAS SUPERESTRELLAS
La ópera se democratizó a mediados del siglo xvii en pleno auge del barroco. El público quería oír cantar y los que mejor lo hacían eran los castrati.
 
La castración se remontaba al antiguo Egipto. Los árabes, que descubrieron que además de ser confiables vigilantes de los harems podían entretener con su canto, los introdujeron a Europa durante la edad media. Como san Pablo había escrito Mullier tacet in ecclesia –La mujer calle en la iglesia– llegaron a los coros de las catedrales. En la medida en que las exigencias artísticas fueron más complejas, su formación, que duraba años, se refinó y el Conservatorio de Nápoles se encargó de proveerlos a toda Europa.
 
 
Llegado el momento, se convirtieron en las estrellas de la ópera y algunos alcanzaron la categoría de superestrellas. El público los adoraba y aparentemente la suya fue la era dorada del canto. Los que alcanzaron la categoría de superestrellas tuvieron reconocimiento internacional, honorarios astronómicos, llegaron a ser inmensamente ricos y se movían entre la realeza y el alto clero.
 
 
Contrariamente a lo que se piensa, por el tipo de procedimiento al que eran sometidos (antes de la pubertad los embriagaban, los sumergían en una tina de agua caliente, les comprimían las yugulares y les frotaban las gónadas hasta que estas desaparecían), muchos de ellos podían sostener relaciones sexuales y eran frecuentemente perseguidos por las mujeres.
 
 
  • LAS ESTRELLAS ACOSADAS
Así, por ejemplo, Gaetano Guadagni tuvo una amante tras otra. Una noble inglesa abandonó marido e hijos para fugarse con Luigi Marchesi. En Nápoles, el amante de la marquesa de Santa Marca intentó asesinar a Pacchierotti, que sostenía con ella un tórrido romance de público conocimiento. Giovanni Battista Velluti, ya en pleno siglo XIX, vivía con una duquesa rusa y la relación era la comidilla de todo el mundo. Privilegios de las primeras superestrellas, famosas en el escenario, con vidas personales capaces de exacerbar la imaginación de la gente y de trascender más allá de la música: igual que una celebridad de hoy en día, pero más exótico el asunto.
 
  • PACCHIEROTTI Y FARINELLI
Legendariamente famoso y riquísimo, Gasparo Pacchierotti (1740-1821) cantó en la inauguración de La Scala de Milán en 1778 y en la de La Fenice de Venecia en 1792. En Londres cantó acompañado al
clave por Haydn y fue amigo de Stendhal, Rossini y Goldoni. La extensión de su voz era asombrosa y podía interpretar cualquier clase de personajes, pues era igualmente hábil en el canto de bravura que en el adagio.
 
 
De todos el más famoso fue Carlo Broschi ‘Farinelli’ (1705-1782), cuyo nombre ha logrado llegar hasta nuestros días. Su familia pertenecía a la baja nobleza. Se ha especulado si por razones económicas el padre lo entregó a una escuela de canto, práctica muy común en la época, o si fue castrado por razones de salud. Lo cierto es que su debut ocurrió a los quince años en Nápoles, su fama se extendió por toda Italia y finalmente por toda Europa. En la cúspide de su fama llegó a Londres en 1734 para actuar en la Opera of the nobility, rival de la que dirigía Händel, donde la estrella era Senesino, un gigante de casi dos metros de altura. El repertorio de Farinelli no estaba compuesto por las obras de los grandes del barroco: jamás cantó obras, por ejemplo, de Vivaldi, Scarlatti, Händel, Telemann y muchísimo menos de Bach. El final de su carrera parece de novela: en 1637 dejó la ópera para irse a vivir a la corte de Felipe v en Madrid. El rey sufría de lo que se denominaba “melancolía”, que se manifestaba en “su aversión al baño y a cambiarse de ropa”. Isabel Farnese pensó que el primer cantante del mundo sería un buen antídoto para los problemas de su marido. Farinelli y Felipe simpatizaron. El cantante se convirtió en el poder detrás del trono, se encargó del diseño del nuevo teatro de Madrid, dirigió el aparato musical de la corte, participó activamente en las obras de ingeniería para cambiar el curso del Tajo, organizó temporadas de ópera en las cuales no participó y, lo realmente increíble, por años cantó las mismas cuatro arias, todas las noches, para el soberano. Vivió veintidós años en la corte madrileña, recibió una generosa pensión, regresó a Italia, no retomó la carrera y se instaló en su villa de Boloña rodeado de objetos de arte e instrumentos musicales que fue atesorando a lo largo de su vida.
 
  • DESPUÉS LLEGÓ LA MUJER
La segunda mitad del siglo xviii fue el auge de la ilustración, que desde luego reñía con la presencia de los castrati en los escenarios. Ellos, con sus caprichos, excentricidades, abusos y altísimos honorarios mantenían los teatros al borde de la bancarrota. Entonces fue inminente la necesidad de completar los elencos con mujeres y pasar por alto el mandato de san Pablo. Ya en tiempos de Händel las mujeres habían demostrado estar en condiciones de pisarle los talones a esos gigantes ‘con pulmones de hombre y voces de mujer’. Actuaron con inteligencia y aprendieron de ellos.
 
Llegado el momento, el público, siempre sujeto a las modas, empezó a hacerlos de lado hasta desplazarlos por completo. El vacío que iban dejando lo fueron ocupando las sopranos. La primera que adquirió el estatus de una superestrella se llamó Angelica Catalani, que estableció el prototipo de la Prima donna assoluta: más autoritaria que sus predecesores, más caprichosa que ellos, talentosísima desde luego; tan lista que basó su arte en el de Pacchierotti y con honorarios que aún hoy en día serían astronómicos.
 
 
Sus pasos fueron seguidos por las divas del belcanto y por el advenimiento de los tenores del primer tercio del siglo XIX. Más adelante apareció Niccolo Paganini, que hizo lo mismo, pero en el violín. Después Franz Liszt emuló en el piano al violinista… pero esa ya es otra historia. ‹
 
*Publicado en la edición impresa de junio de 2020.