FOTO NÉSTOR GÓMEZ / EL TIEMPO
22 de Septiembre de 2020
Por:
Juan Esteban Constaín

Alberto Casas Santamaría lanza Memorias de un pesimista, un recorrido personal por momentos clave de la historia reciente colombiana.

“Ni siquiera el coronavirus nos ha permitido salir de la gresca brutal”

 
SE DICE siempre que Colombia es un país sin memoria; un “nostálgico pozo de olvido”, como en el poema de Guillermo Valencia. Quizás sea cierto, quizás no. Pero sin duda es un país sin memorias, sin libros personales que sean un relato y un testimonio de lo que fueron las cosas en un momento dado de la vida nacional, contado por sus protagonistas. Es ese, el de las memorias, un género literario muy antiguo y prolífico —lo inauguró Julio César, nada menos y nada más—, y en él hay también una de las fuentes más ricas y fértiles de la historia. Aunque se sabe que hay que frecuentarlo siempre con lupa y beneficio de inventario, pues cada quien escribe sus recuerdos tal como los vivió y como la memoria se los ofrece con sus trampas, sus sesgos, sus amores, sus odios, sus olvidos. Eso tienen de bueno y de malo los libros de memorias, esa es su gracia: que son caprichosos, viscerales, fragmentarios, un espejo no solo de cada época, sino, y sobre todo, de su autor. 
 
En Colombia, durante el siglo XIX, no hubo casi ningún personaje de la historia que se quedara sin escribir sus recuerdos. Desde los grandes estadistas y guerreros hasta sus más modestos testigos y ayudantes, todos querían dar su versión de los hechos. Esa tradición se rompió en el siglo XX, con algunas excepciones, y no es común que aquí la gente cuente su vida. Alberto Lleras quiso hacerlo, por ejemplo, y terminó escribiendo la biografía de su abuelo; Carlos Lleras también trató, y sus doce o quince tomos de memorias apenas llegan hasta 1948. Alberto Casas Santamaría decide hacerlo, y el resultado es extraordinario. 
 
  • ¿Por qué escribe usted sus memorias, Alberto?
Bueno: yo debo decir que nunca me planteé de verdad la posibilidad de escribir un libro de memorias, jamás. Y es cierto: aquí no existe la tradición de hacerlo, como sí la había en el siglo XIX, quizás porque parece un ejercicio vanidoso: un autohomenaje. En mi caso, le tenía y le tengo terror a algo así. Pero algunos amigos me convencieron de contar mi versión de episodios de nuestra historia de los que fui testigo, y en esa condición lo hice porque lo importante entonces es el relato y no tanto el autor: ahondar en momentos de nuestro pasado que yo viví o conocí muy de cerca en mi casa y en mi vida, para ampliar con mi voz la visión que de ellos se ha construido a través de los años. No soy historiador ni pretendo serlo, pero sí tuve el privilegio de asomarme a la historia desde niño. Eso quizás justifica este libro que son unos recuerdos más que unas memorias, a pesar del título.
  • Lo interesante es que muchos de esos recuerdos exceden su propia vida y al final usted no solo escribe sus memorias, sino que también termina escribiendo un agudo y provocador ensayo de interpretación de nuestra historia política…
Sí. O más bien: sí por el ‘Sí’ y el ‘No’. Es que mis recuerdos políticos, como le digo, empiezan muy temprano, desde el 9 de abril. Y en mi casa hubo siempre una vocación política: ese era uno de los temas principales de los que se hablaban allí. Pero resulta además que dos hermanos de mi padre habían sido figuras prominentes del fin del siglo XIX en Colombia, cuando la Guerra de los Mil Días y la Regeneración, y su evocación familiar implicaba de alguna manera conectarse con su tiempo, casi como si el tiempo no pasara. Mi tío Joaquín, que fue constituyente, una gran figura del Partido Conservador; y mi tío Jesús que murió en la batalla de Lincoln, muy joven, y del que dijo su jefe militar que habría preferido perder la guerra y no perderlo a él… Esa guerra de los Mil Días que fue atroz y que acabó casi con el Partido Liberal por dos décadas, y que es otro momento de nuestra historia en el que se enfrentan el ‘Sí’ y el ‘No’… 
 
  • ¿Y cómo es eso?
Pues para empezar es una referencia muy clara a la disputa que hubo aquí cuando el plebiscito del año 2016 sobre el proceso de paz del Gobierno de Santos con las Farc. Pero es que uno se remonta en nuestra historia, hasta la fundación de la república, y se da cuenta de que lo que arruinó todo muchas veces fue ese enfrentamiento brutal entre el ‘Sí’ y el ‘No’. Lo dice Indalecio Liévano Aguirre al hablar nomás del 20 de julio: unos próceres se encerraron en el Cabildo Abierto, y el pueblo afuera consideró una traición lo que estaba pasando y también quiso organizarse. ¡Y eso que faltaba la guerra de independencia, que fue cuando de verdad se conquistó la libertad! Pero desde entonces, y desde principios del siglo XIX, el país se ha ido consumiendo en una disputa que lo arruina entre dos visiones contrapuestas y enemigas, como si siempre aquí hubiera que estar dándose en la jeta. Eso es lo que yo llamo el ‘Sí’ y el ‘No’, un fenómeno que por desgracia no termina… 
 
 
  • Usted reivindica, sin embargo, al Frente Nacional. ¿Por qué?
Porque es el proceso de paz más importante que ha habido aquí. Se lo critica mucho, y a veces con razón, pero a la gente se le olvida que el Frente Nacional acabó con una guerra entre liberales y conservadores que fue brutal y que duró casi 30 años. Ahí, por ejemplo, y por poco tiempo, pudimos superar el tema del ‘Sí’ y el ‘No’. Ahí hubo además un intento por pensar en grande, por hacer del Frente Nacional una oportunidad —y lo era— para sacar al país de la pobreza. Pero muy pronto la politiquería se adueñó de todo y el Frente Nacional se volvió una puja burocrática y mezquina; una puja, dicho sea de paso, en la que ganaron quienes se habían opuesto al principio a la idea misma del Frente Nacional. Aunque también hay que refutar la idea esa de que allí solo había burocracia y unanimismo, porque los debates ideológicos y políticos al interior de los partidos eran intensos. Si es que las Farc estuvieron a nada de entrar al Frente Nacional… Pero lo que le digo: en los momentos decisivos, nos matan las peleas.
 
  • ¿Esa es la razón por la que Álvaro Gómez no fue presidente?
No. O bueno: en parte no y en parte sí, otra vez el ‘Sí’ y el ‘No’, que se manifestó dentro del Partido Conservador desde el 9 de abril, y esa división lo afectó de ahí en adelante y para siempre. Pero en el caso de Álvaro Gómez está muy claro que a pesar de sus enormes méritos también lo marcó la evocación sesgada que sus enemigos hacían de la figura de su padre, el doctor Laureano Gómez, y fue imposible ahuyentar esa mala prensa en el caso de Álvaro Gómez, un personaje que me cautivó desde el primer momento, y al que me quise acercar muy joven por su estampa, por su inteligencia, por su carisma, por su autoridad… Era de verdad un estadista descomunal, un hombre fuera de serie, y entré en la política para elegirlo presidente, para ayudar a hacerlo, mejor dicho, empeño en el que al final fracasé. Esa es la razón también por la que entré al periodismo y a los medios de comunicación, que es mi oficio hoy y desde hace rato, felizmente: pero entré a los medios para buscar un espacio en el que la ‘leyenda negra’ de los Gómez pudiera ser contrarrestada de alguna manera.
 
  • ¿Y qué tan pesimista es hoy frente a la situación del país?
Pues mucho, la verdad es que mucho. Es que fíjese que no nos hemos podido poner de acuerdo ni siquiera ante la pandemia: ni siquiera el coronavirus, que es un hecho mundial, aterrador, nos ha permitido salir de la gresca brutal entre los unos y los otros. ¡Al revés! Es como si la pandemia hubiera exacerbado aún más los ánimos, y el manejo de la situación, así, es muy difícil; el desgaste del país es enorme. Es increíble porque ni siquiera ante un hecho así logramos construir lo que Álvaro Gómez llamaba un ‘acuerdo sobre lo fundamental’: un pacto mínimo para sacar adelante cosas que son necesarias para todos, más en un contexto dramático como el que se avecina. Pues no: aquí preferimos seguir dándonos en la jeta. Incluso hay quienes desacreditan el acuerdo sobre lo fundamental cuando es más urgente que nunca: lo consideran una vaguedad sin contenido. A eso súmele la situación de Venezuela, siempre tan delicada, que pasa por uno de sus peores momentos. Acabar con los canales de comunicación allí es una torpeza, una torpeza además muy costosa.
 
En fin: el pesimismo del título de mis recuerdos, que pensé era una exageración, parece quedarse corto. Pero ojalá llegue el día en que me toque cambiarlo. ‹ 
 
*Publicado en la edición impresa de septiembre de 2020.