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12 de Marzo de 2021
Por:
POR CLARA SOFÍA GÓMEZ BOTERO*

El 70% de nuestra matriz energética depende de que fluya el agua dulce en el país. Pero, ¿quiénes cuidan de ese y otros bienes y servicios de los ecosistemas? Es hora de reconocerle a las comunidades indígenas su inmenso aporte a las arcas nacionales. 

Los guardianes de nuestros tesoros

NECESITAMOS una medida de progreso que sea más inteligente que el Producto Interno Bruto. En la búsqueda de otros indicadores, tenemos del otro extremo a Bután, donde en vez del PIB se mide la Felicidad Nacional Bruta (FNB) del cual seguramente tendremos mucho que aprender. Pero sin ir hasta ese extremo, estar pegados a un indicador que se queda corto limita nuestra capacidad para entender dinámicas relevantes. Porque seamos claros: un indicador tiene valor por su capacidad de brindar información confiable y necesaria para la toma adecuada de decisiones. 
 
Por supuesto, los economistas –los humanos, en general– escogemos un par de variables para simplificar el proceso de toma de decisiones. Pero lo cierto es que las circunstancias cambian: por ejemplo, pasamos del concepto de que los bienes públicos son ilimitados, sin incluirlos en nuestros modelos de producción nacional ni empresarial, a entender que los necesitamos en cantidad y de calidad. Hoy, también comprendemos que ambas características van en declive, en particular para los bienes y servicios de carácter ecosistémico: el aire, el agua, la biodiversidad y la polinización, entre otros.
 
No nos damos cuenta de la importancia de la naturaleza porque no la estamos incluyendo en nuestros procesos de toma de decisiones, pero la necesidad es cada vez más evidente. Para la muestra está el hecho de que los futuros del agua se están negociando en la bolsa de California, un fuerte indicador de para dónde vamos, y de que, como se ha pronosticado, la tercera guerra mundial quizá sea por ese recurso. El muy reciente estudio de La economía de biodiversidad (febrero 2021), de Sir Partha Dasgupta, es claro en que nuestras economías están inmersas en la naturaleza y no son externas a ella, pero va más allá de eso: argumenta que el corazón del problema radica en una profunda y amplia falla institucional, para lo cual propone acciones conjuntas, entre otras ajustar la medida del éxito económico mencionado. Como los bienes y servicios de la naturaleza no tienen un valor monetario, no son tenidos en cuenta.
 
Pero ¿cómo medir ese valor monetario? La pregunta también se ha planteado en torno a si el camino es medir el valor monetario o no. En todo caso, hay diversos esquemas de medición de impacto o de valoración de ecosistemas que los monetizan, y aún si no suponen una respuesta perfecta, ayudan mucho y nos mueven hacia la dirección correcta de poner en la mesa el efecto de nuestras acciones políticas y empresariales en la sociedad y la naturaleza. Es importante entender, por ejemplo, que nuestra matriz energética es 70% dependiente del agua, y el agua sale precisamente de esos valiosos ecosistemas protegidos. Eso sí: usar la medida del costo de oportunidad del territorio en conservación para actividades productivas sí es la más limitada de todas y la que nos seguirá llevando al declive.
 
El daño ya está muy avanzado. El Índice Planeta Vivo de WWF, el cual mide las especies como indicador del estado de la biodiversidad desde 1970, muestra una disminución de entre 73% y 62% de las poblaciones, y en la región donde se ha evidenciado una caída mayor ha sido en nuestro continente, con 94%.
 
Sin embargo, en Colombia hemos logrado conservar el puesto de ser el segundo más biodiverso del mundo, con más de la mitad del territorio con cobertura en bosques y con muchos otros valiosos ecosistemas no boscosos, como los páramos y las sabanas. ¿Cómo lo hemos logrado? Por supuesto, somos unos bendecidos geográficamente, tenemos que partir de ahí. Pero, además, debemos agradecer el trabajo incansable de conservacionistas (quienes están alarmantemente perdiendo sus vidas), de los gobiernos nacionales y locales, y a otro aporte silencioso y menospreciado: el de nuestras comunidades indígenas, que protegen 31,5% del territorio terrestre colombiano. Está evidenciado que las áreas mejor conservadas son las que son parques nacionales o las que tienen el honor de hacer parte de territorios indígenas, de los cuales 26 millones de hectáreas son bosques.
 
Según el Censo del DANE, 1’905.617 personas componen nuestra población indígena, conformados por 115 pueblos que son guardianes de nuestros más preciados tesoros naturales, culturales, espirituales y medicinales.
 
Sin embargo, desde la perspectiva de desarrollo económico tradicional –el modelo que hizo que el mundo esté ya transando agua en la bolsa– es que el área que no está produciendo es un área desperdiciada. Qué errónea perspectiva: hizo que el mundo acabara con sus bosques y que ahora alquile abejas para poder lograr la polinización de los cultivos. Yendo más allá, hace que el mundo sufra pandemias, por haberse adentrado en la naturaleza profunda. 
 
Los acuerdos globales argumentan que no se debe “penalizar” a los países menos desarrollados y les dan “permiso” para acabar un poco más con la naturaleza. El problema radica en que no le damos un valor como humanidad, y para quien lo tiene que cuidar significa un costo, y un costo de oportunidad. Es decir: en vez de sembrar aguacate para vender, conservar el bosque en pie. Obviamente las posibilidades son mucho más amplias que esta visión dicótoma. 
 
Esta mentalidad, sin embargo, no es la de nuestras comunidades indígenas. Nos la pasamos tratando de entender cómo poder monetizar el cuidado de la naturaleza, cómo asignarle recursos y creamos instrumentos como el Pago por Servicios Ambientales (PSA), que remunera el cuidado de la naturaleza. Los PSA funcionan en varios países, incluyendo Colombia, donde se crean fondos con recursos privados o públicos.
 
LA MAYOR LECCIÓN
Cuando vi que para las comunidades indígenas de Colombia habría un PSA especial (con enfoque diferencial) sentí gran emoción en mi mente, que muchas veces obedece a la mentalidad de los PIB. ¡Por fin las comunidades indígenas podrían contar con recursos para implementar sus proyectos concertados en sus Planes de Vida! 
 
Pero luego, en una de las reuniones que tuve con esas comunidades, aprendí una de las lecciones más bonitas de mi vida. Mientras yo les explicaba la potencialidad de recibir ingresos monetarios de los PSA, y mientras soñaba, en mi mente, con las posibilidades y casi que cantaba de alegría con ellas, noté cómo incrementaba la preocupación en las caras de mi audiencia. Confundida, paré de hablar, dejé de un lado mi presentación y mi hoja de cálculo de consultora y les pregunté por su incomodidad. Su maravillosa respuesta la trato de tener presente siempre: “Nosotros conservamos porque cuidar la tierra es parte de quienes somos, de la razón de nuestra existencia. Si nos empiezan a pagar por hacer esto, ¿qué pasaría con nuestros principios, nuestra concepción misma de la vida?”.
 
Qué extraño que es eso de sentir más afinidad cultural y espiritual con alguien de otro país que con nuestros propios pueblos ancestrales. Esa fue una lección de humildad y de perspectiva para los consultores, que creemos tener todas las respuestas; sobre todo en la carrera de generar “más plata”. Desde entonces, he tratado de entender más de ese tesoro cultural colombiano: maravillándome con sus historias, su cosmología, su manera de fluir con el cosmos y no en contra. Y quiero seguir aprendiendo, entendiendo siempre que, aunque quisiera, no tengo su corazón y valentía, ni puedo vivir mi vida como la suya. Pero sí que puedo incorporar algunas de sus enseñanzas en mi modo de vivir y de ver mi profesión: sigo siendo una economista que cree profundamente en el desarrollo económico y sus beneficios, buscando cómo serlo sin acabarnos en el intento. Y cada vez somos más en esta búsqueda.
 
Tener seres que sean diferentes y que, con serlo, traigan inmensos beneficios tanto a nuestro modo de vida como al suyo es maravilloso y, por ello, debemos proteger su lugar en la sociedad. No alcanzamos a valorar lo afortunados que somos de tenerlos como guardianes que velan por la fertilidad de nuestras tierras, por nuestra agua, por el equilibrio mismo del planeta, por la vida misma. Sin ellos cuidando nuestro presente y futuro, ¿qué nos espera? 
 
 
*Economista caleña. Actualmente es gerente senior de consultoría en KPMG. Ha trabajado para entidades privadas, públicas y multilaterales buscando soluciones de mercado a los desafíos del desarrollo. 
 
 
*Publicado en la edición impresa de febrero 2021.