A dos héroes nacionales -Nariño y Baraya- les correspondió el penoso ´honor`de abrir la interminable cosecha de guerras colombianas.
10 de Enero de 2012
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En junio de 1812 se libró la primera guerra civil en la Nueva Granada, apenas dos años después de haber declarado la Independencia.

Por Daniel Samper Pizano
 

Un triste aniversario: 200 años de la primera guerra colombiana

Hace dos años estábamos celebrando el bicentenario de la Independencia nacional. Pues bien: ha llegado ahora el momento de conmemorar nuestra primera guerra civil, la que inauguró en 1812 una interminable lista de contiendas que Aureliano Buendía calculó en treinta y dos, pero que cifras más realistas elevan por lo menos a cuarenta y cinco.
Los historiadores coinciden en señalar aquel año como el de la iniciación de la primera guerra interna. Los choques de armas que se presentaron en los veintitrés meses anteriores fueron producto de la declaración de Independencia y las hostilidades se dirigían contra los españoles. 

El 23 o el 25 junio ―sobre esto hay discrepancias—don Antonio Nariño, presidente de la provincia de Cundinamarca, partió de Bogotá comandando un ejército de ochocientos hombres cuya misión era enfrentarse a Tunja, que reclamaba para sí la jurisdicción de varias villas boyacenses partidarias de Cundinamarca. Nariño entendió que si no sometía a Tunja podrían alebrestarse otras provincias y disolverse una nación que aún no estaba segura de la manera como debía ser su organización política: si un régimen federalista o uno centralista.
El texto clásico de Henao y Arrubla describe así el majestuoso momento en que empieza la historia de nuestras guerras:

“El 25 de junio de 1812 se puso Nariño a frente de una lucida topa de infantería, caballería y artillería, y antes de abrir la marcha se publicó un bando en que manifestaba las causas del rompimiento con Tunja y encarecía a los santafereños el orden y moderación durante su ausencia, el respeto por las opiniones contraria y la obediencia fiel a los encargados del gobierno”. 

El periódico santafereño La Gazeta agrega en su edición de esa semana: “Luego de que rompió el bando, montó a caballo Su Excelencia, y acompañado de las diputaciones de todos los cuerpos de la Representación Nacional y de una lucida comitiva, se puso en marcha, siguiéndoles las tropas en el mejor orden, colocados en sus respectivos puestos el tren de la campaña y pertrechos de guerra, lo que presentaba un vistoso espectáculo”.
¿Qué esperaba a este ejército que había partido a cortar la cinta de las innúmeras guerras nacionales? ¿Cómo iba a reaccionar Tunja, con el coronel santandereano Antonio Baraya, adversario de Nariño, al frente de los soldados encargados de defender la plaza?

Hitos de primera vez

Antes de relatar lo que aconteció a las tropas santafereñas al llegar a Tunja, conviene recopilar algunos de los primeros hitos históricos que había conseguido la Nueva Granada desde que expulsó al virrey Amar y Borbón en julio de 1810.

La primera Constitución provincial. En agosto de 1810 la provincia de El Socorro expidió la que, según el historiador Carlos Barrera Martínez, fue “la primera Constitución (centralista) de América Latina”. En 1811 la provincia de Cundinamarca aprobó una constitución republicana, federalista y monárquica, que reconocía la autoridad gubernativa de Fernando VII, siempre y cuando aceptara residir en Colombia. Un año después, una nueva constitución, suscrita por las quince provincias neogranadinas federadas, eliminó de su texto toda autoridad del rey de España.

La primera división partidista. En febrero de 1811 el Colegio Electoral de Cundinamarca nombró presidente a Jorge Tadeo Lozano. Al poco tiempo, Antonio Nariño fundó un partido contra Lozano y se dedicaron a atacarse mutuamente. Fueron los primeros partidos políticos colombianos. Nariño era centralista; sus contrincantes, federalistas.

El primer golpe de Estado. A través de sus escritos en el periódico La Bagatela, Nariño adelantó una fuerte campaña contra el Gobierno, hasta el punto de que el 19 de septiembre de 1811 la oposición, soliviantada por la pluma del editorialista, montó una asonada contra Lozano. Este renunció bajo presión y Nariño se posesionó del cargo.

La primera villa independiente. El 11 de noviembre de 1811 la ciudad de Cartagena declaró su independencia de España y de cualquier otra nación del mundo. Hasta entonces los gritos independistas en Colombia habían sido contra los franceses, usurpadores del trono en España, pero no contra el rey español. 

El primer dictador. A mediados de 1812, la amenaza de Tunja, donde se había instalado Antonio Baraya con sus armas a órdenes del gobernador Juan Nepomuceno Niño, sirvió de pretexto para suspender el imperio de la constitución cundinamarquesa y Nariño recibió el título de dictador.

El primer atentado contra un gobernante. En agosto de 1812 había descendido la popularidad inicial de Nariño y Santa Fe se hallaba dividida. Llegó a tanto el sectarismo que algunos enemigos del presidente mandaron un sicario armado de cuchillo para que diera muerte a Nariño. Al saberlo, don Antonio lo recibió en su despacho y le dio las llaves de la casa de gobierno al mismo tiempo que le explicaba que quería ayudarle a que huyera sin problemas después de asesinarlo. El sicario, conmovido, entregó el arma a Nariño.

La primera misión pacificadora. En abril de 1812 las provincias de El Socorro y San Gil estaban a punto de ir a la que habría sido la primera guerra interna de la nueva república. Cundinamarca envió entonces una misión militar pacificadora que evitó el conflicto y le garantizó a Santa Fe el privilegio histórico de inaugurar las guerras colombianas.

Colombianos frente a frente

Apenas dos meses después de hacer las veces de pacificadora, Cundinamarca decidió ir a la guerra contra Tunja. En la forma solemne que describen los historiadores, partió, pues Nariño a la cabeza del ejército que estaba dispuesto a enfrentar y derrotar al de Tunja. Corría, casi seguramente, el 25 de junio.
Después de recorrer en algo más de una semana el trayecto que hoy se cubre en un par de horas, Nariño, sus acompañantes y su ejército llegaron a Tunja el 3 de julio a las 8 y 15 a. m. dispuestos a batirse a cañonazos y golpes de sable contra sus paisanos del altiplano andino…. y no encontraron resistencia alguna.
Se enteraron entonces de que el gobernador Niño había huido a Santa Rosa de Viterbo y las tropas leales se hallaban hostigando a la provincia de El Socorro para que se separase de Cundinamarca. Nariño demoró unos pocos días en Tunja denunciando los malos manejos de las autoridades locales y luego envió parte de su ejército hacia las actuales tierras santandereanas. Por fin iban a hallarse, frente a frente, dos grupos de colombianos enfrentados a muerte por vez primera, cruel prólogo de lo que seguiría aconteciendo en los siglos venideros.
Nariño buscaba dar una lección a Baraya y sus soldados. Pero los que recibieron la lección fueron los cundinamarqueses, que sufrieron dos derrotas en Charalá y Paloblanco (no confundir con Palonegro, célebre batalla de la Guerra de los Mil Días, casi un siglo después). Los reveses obligaron a Nariño a firmar el 30 de julio un convenio con el gobernador Niño en Tunja, por el cual las dos provincias se repartían algunas poblaciones. Así terminó la primera guerra colombiana. No hay cifras sobre heridos ni muertos. Pero en las guerras no sólo se pierden caballos.
Mientras tanto, tropas españolas supérstites batallaban contra los criollos en la costa atlántica y en el sur del país, por lo cual Nariño y Niño decidieron que lo más aconsejable era unirse para luchar contra los chapetones.
Pero en la historia nacional lo aconsejable no ha sido siempre lo que se hace. Cuando Nariño regresó a Bogotá, la ciudad estaba profundamente dividida entre carracos (centralistas) y pateadores (federalistas). Los apodos se debían a que un partidario de Nariño había pisoteado un ejemplar de El Carraco, periódico de oposición. Dado el estado de cosas, Nariño renunció a su cargo el 19 de agosto.
El pueblo, que es caprichoso, no tardó más que tres semanas en rogarle, por medio de una gran manifestación popular, que regresara a la Presidencia de Cundinamarca. Y Nariño volvió, pero investido otra vez de poderes dictatoriales.

Ahí vienen los federalistas

Juramento de Nariño a la bandera de Cundinamarca en la iglesia de San Agustín. Tríptico al óleo de Francisco Antonio Caro. 1926 Museo Nacional de Colombia, Bogotá.

A estas alturas ya se fraguaba la segunda guerra criolla. El centro del país había disfrutado apenas de dos meses y 21 días de paz en 1812 cuando las Provincias Unidas de la Nueva Granada, que habían nacido en Villa de Leyva en un Congreso del que se retiró Cundinamarca, decidieron atacar a Santa Fe. No bien lo supo, Nariño se apresuró a hace frente a la amenaza y partió de nuevo hacia Tunja comandando un ejército que ahora constaba de mil quinientos hombres. El 2 de diciembre se topó manos a boca en Ventaquemada, no lejos del Puente de Boyacá, con la expedición militar que dirigía el brigadier Joaquín Ricaurte, subalterno de Baraya.
La batalla fue un desastre para los santafereños. Unos cuantos quedaron tendidos en el campo, y los demás, con Nariño al frente, retrocedieron a toda prisa hacia la capital. Envalentonados, los federalistas optaron por reforzarse y marchar sobre Bogotá. El general Baraya no veía el momento de demostrar a Nariño quién tenía más galones. A su lado cabalgaban, entre otros, dos jóvenes militares: Francisco de Paula Santander y Atanasio Girardot.
Pero los cundinamarqueses tuvieron tiempo de organizar la defensa de la ciudad. Luego de tomar varias medidas, que incluían nombrar general de las tropas a una imagen de Jesús Nazareno que reside en la iglesia de San Agustín y atraer a una parte del enemigo hacia Monserrate con la intención de dispersarlo, aguardaron a los tres mil tunjanos en San Victorino. Hace doscientos años no había en ese lugar vendedores de baratillo ni 'mariposas nocturnas' sino campos de cultivo.
Al finalizar 1812 avanzaban los soldados de Baraya hacia la actual Bogotá. Doblaban en número a los efectivos de Nariño y acudían con la certeza de la victoria. Ocurrió entonces lo que suele suceder en los casos en que la arrogancia toma el mando: el 9 de enero de 1813 los santafereños se defendieron con valor e ingenio, tendieron una trampa a Atanasio Girardot que lo apartó del combate y en menos de seis horas habían derrotado a los invasores, capturado a sus oficiales ―incluido Santander― y liquidado el ejército del Congreso de las Provincias Unidas.

Tristemente célebres

De esta manera terminaba la segunda guerra interna, que fue, como muchas guerras, una metástasis de la primera. Paloblanco, Charalá, Ventaquemada y San Victorino llenan la primera página del libro gordo que contiene los cientos (¿miles?) de nombres de campos tristemente célebres donde nos hemos matados los unos a los otros.
En los siguientes dos siglos iban a producirse muchos más enfrentamientos y a destilar muchas más violencia. Pero ya no entre carracos y pateadores ni entre federalistas y cen
tralistas, sino entre bolivianos y santanderistas, progresistas y serviles, liberales y conservadores, radicales y fanáticos, gólgotas y draconianos, rojos y ministeriales, cachiporros y godos, para no hablar de guerrilleros, narcotraficantes, paramilitares, bacrim y delincuentes comunes y corrientes.
A dos héroes nacionales ―Nariño y Baraya― les correspondió el penoso 'honor' de abrir la interminable cosecha de guerras colombianas. Luego los imitarían otros héroes, y también personajes mediocres, víctimas anónimas y sujetos despreciables, porque en esta materia sí que hemos sido demócratas e igualitarios.
De semejante 'hazaña' se cumplen dos siglos el año que empieza.

Bibliografía. Jesús María Henao y Gerardo Arrubla, Historia de Colombia. Enrique Santos Molano, Colombia día a día. Carlos Barrera Martínez, La primera república granadina (1810-1816). Pedro María Mejía, Mil y una fechas de Colombia.