César Acevedo, en una sala de Cine Tonalá en Bogotá
César Acevedo, en una sala de Cine Tonalá en Bogotá
23 de Julio de 2015
Por:
Mariángela Urbina Castilla

Tras el olor de de la caña en el cine de César Acevedo.

"Terminá la historia y después sí te suicidás"

Cali luce inmóvil a los ojos de César Acevedo. Los años pasan, pero es la misma de ¡Que viva la música! Está ahí, estática, atrapada en un único tiempo y un único tempo. El tempo caleño, podría decirse: el del voseo cadencioso, la salsa, el buen clima. Y el de las contradicciones: que en la región que dio a luz a Andrés Caicedo haya más centros comerciales que museos y bibliotecas, por ejemplo; o que se viva la música y se muera en las esquinas. O lo que es más paradójico: que la ciudad que, según él, menos apoya al cine colombiano, produzca La tierra y la sombra, que se llevó una Cámara de Oro durante el pasado Festival de Cine de Cannes.

Ese premio “es inconmensurable”, afirma Juan Carlos Romero, estudioso del cine local y director de la Escuela de Cine de la Universidad Autónoma de Occidente. “Más allá del complejo eurocentrista, del complejo provinciano, esto es un espaldarazo a un proceso que se ha hecho con las uñas y que solo entienden los que han estado en él. Dice que el cine es importante para una sociedad que ha vivido en conflictos y que, aferrada a hablar de sí misma a través del arte, puede salir adelante”.

Antes de ser película, La tierra y la sombra fue un guion que Acevedo presentó como tesis para graduarse de Comunicación Social en la Universidad del Valle. Hace ocho años empezó a desarrollar la historia: sobre lo difícil de sostener los lazos con las personas que amamos y también sobre el valor, la lucha y la resistencia de gente del campo. Casi no la entrega. Estaba tan agobiado que Óscar Campo, su director de tesis, le dijo: “Terminá la historia y después sí te suicidás”.

Hizo la investigación, la escribió y la dejó guardada en la casa. “La verdad no pensaba hacer mucho con mi vida –dice–. Tampoco me podía graduar porque no tenía libreta militar”. Se quedó por ahí, trabajando en proyectos de amigos y agotándose en lo que él llama “una espiral de destrucción”: un vacío ocioso, una rutina que se parece mucho a lo que sentía María del Carmen, la protagonista de ¡Que viva la música!: “Qué tal vivir solo de noche, oh, la hora del crepúsculo, con los nueve colores y los molinos. Si la gente trabajara de noche, porque si no, no queda más destino que la rumba”.

“Vivís de rumba en rumba, no podés hacer nada, no tenés trabajo, entonces o te quedas mirando el abismo y te traga, o te vas y buscas salir adelante”, sigue Acevedo. Así que un día entregó la tesis a la Universidad y se fue:

“A mí Cali me estaba devorando”.

Sangre de cineastas

Hace tres años vive en Bogotá, pero a finales de 2014 volvió a Cali para rodar ese guion-tesis que tenía engavetado. Lo hizo después de recibir los apoyos soñados por cualquier realizador independiente: en el 2009 se ganó el premio del Fondo para el Desarrollo Cinematográfico. De ahí en adelante empezaron a lloverle los estímulos que los medios han mencionado cientos de veces. Rodó en las plantaciones de azúcar del Valle del Cauca, de la mano de la productora caleña Burning Blue.

Los días de rodaje le permitieron a César encontrarse con sus “fantasmas”, esos que ha mencionado una y otra vez desde que se ganó este premio: su mamá, que falleció antes de que él empezara la escritura del guion; y su padre, que dejó la casa cuando Acevedo era un niño y se convirtió en una presencia invisible. Los vio en sus personajes, a quienes trató de darles otra oportunidad, la que él no tuvo.

Esa intimidad con la historia, con sus personajes y con la tierra en la que se desarrolla está permeada de un pasado que, aunque no lo toque directamente, hace parte de su sangre: el movimiento cinematográfico caleño.

Cuenta Óscar Campo que cuando arrancó todo este proceso, en los años setenta, Cali era todavía más pequeña que ahora y el español Jesús Martín Barbero se acababa de inventar el plan de estudios de la Escuela de Comunicación Social de la Universidad del Valle. Alrededor de Barbero comenzó a gestarse espontáneamente una especie de “élite intelectual”, de la que hacían parte Estanislao Zuleta, Germán Colmenares y Jorge Orlando Melo, entre otros académicos.

“La consigna de la Escuela no era –ni lo es– ganarse premios ni ese tipo de cosas, sino producir pensamiento”, aclara Campo. No solo a través del énfasis audiovisual de la carrera, sino de un ejercicio periodístico que le apunte más al ensayo y a la crónica que a las noticias calientes. Por eso Acevedo se matriculó allí. “Yo no recuerdo una película que me marcara y por la que dijera ‘quiero ser cineasta’, no. Yo quería aportar algo a la sociedad por medio del periodismo, que me parece un oficio maravilloso”.

Pero en esa escuela de periodismo se encontró con maestros como Antonio Dorado, Ramiro Arbeláez y Óscar Campo, quienes tenían –tienen– a la Cali de Caicedo y Mayolo impregnada en la piel. Ellos y otros le enseñaron a leer, a escribir y a investigar. A medida que avanzó en la carrera, Acevedo descubrió que el periodismo, y sobre todo el regional, no era tan libre como él esperaba. Entonces escogió el énfasis audiovisual.

Sus profesores venían de ser formados en el documental y en las calles de la Cali cinéfila y salsera de los años setenta. Porque mientras Barbero teorizaba, Andrés Caicedo, Carlos Mayolo y Lucas Ospina armaban su ‘parche’ para hacer y ver películas, contagiados a su vez de un pasado que, aunque lejano, les pertenecía. Entre 1921 y 1922, bajo la dirección de Máximo Calvo, se había filmado en Cali la primera adaptación de María, de Jorge Isaacs. En 1926 Alfonso Martínez Velasco había filmado Garras de oro. En 1942, Calvo había hecho la primera película sonora de Colombia, Flores del Valle.

La generación setentera respondió a esas huellas, les hizo justicia cuando se puso a la tarea de armar el cineclub ‘La Tertulia’, y ‘Estudio 35’, que fundó Mayolo junto a Jaime Vásquez y Enrique Buenaventura. Una oleada artística inundó la ciudad: el ‘boom’ de la literatura latinoamericana, el teatro del absurdo, el rock, el hippismo, el nadaísmo; todo reflejado en fenómenos tangibles (festivales de arte y teatro) comandados por el Teatro Experimental de Cali (TEC). Surgieron la revista Ojo al cine, en la que Ramiro Arbeláez fue protagonista, y el Cine Club de Cali, liderado por Andrés Caicedo hasta su muerte, ocurrida en 1977.

Luego Mayolo filmó en 1983 Carne de tu carne. Ese filme fue el ancla de una cadena de colaboraciones entre caleños. Fue la primera vez que Antonio Dorado participó en una película. También fue la primera vez de Alejandra Borrero. Pero con la desaparición de Focine, el instituto oficial que fomentaba la producción cinematográfica, a comienzos de los noventa, muchos cineastas caleños decidieron emigrar.

Ramiro Arbeláez, Óscar Campo y Antonio Dorado se quedaron en Cali. Aprovecharon el nacimiento de Telepacífico y del programa ‘Rostros y Rastros’ para seguir contando historias, esta vez desde el documental. Y luego lo incorporaron a la pedagogía.  “Lo que pasa es que para hacer documental, primero tenemos que aprender a hacer cine de ficción y experimental”, agrega Ramiro Arbeláez, quien junto a Dorado hizo parte del equipo que “le dio el lauro” al guión de La tierra y la sombra.

El nuevo siglo significó el florecimiento de una nueva ola caleña del largometraje de ficción. En 2004, Antonio Dorado dirigió El rey, y con ella volvió a escena la fiebre de las colaboraciones. Como la de Óscar Ruiz Navia, quien trabajó con Dorado y luego dirigiría El vuelco del cangrejo (2010). Era algo así como un acuerdo tácito de “primero diriges tú, después dirijo yo”. “Cada proceso ha creado una serie de ‘vasos comunicantes’ ”, dice Dorado. César Acevedo encontró el terreno abonado. Fue asistente de dirección y coguionista de Los hongos, dirigida precisamente por Ruiz Navia; fue asistente de producción en El vuelco del cangrejo, y camarógrafo del detrás de cámaras de La sirga, de William Vega. Todos son caleños, todos comunicadores de la Universidad del Valle, a todos los une un aire documental en sus ficciones.

Y todos son hombres: “el que figura es el director, pero en la universidad muchas de las historias son creadas por mujeres y hay varias mujeres trabajando en la fotografía o la producción de estas películas”, comenta Dorado. Es el caso de Paola Pérez, productora de La tierra y la sombra, quien no fue compañera de César del mismo semestre, sino que lo conoció a través del trabajo en equipo. Juntos hicieron varios cortometrajes y trabajaron en El vuelco del cangrejo, filme en el que ella hizo su práctica. 

Se buscan entre ellos primero, porque conocen el trabajo del otro; y luego sí se van haciendo amigos. Todos saben que César es solitario y discreto, que es “laborioso como una hormiga”, dice Dorado. Se entienden en sus limitaciones y se valoran en su talento. Si los profesores del Valle quieren que sus estudiantes conozcan guionistas o directores de arte de alguna película representativa, no tienen que buscar mucho. En otras regiones del país, encontrar un director es mucho más difícil. En Cali los tienen a la vuelta de la esquina. Los han formado ellos mismos, en su escuela, han trabajado juntos, haciendo cine, y hacen parte de un equipo que sobrevive generación tras generación. Eso, comenta Arbelaéz, les “facilita” el trabajo.

La magia caleña

El oficio, que se va permeando a través de los años y de generaciones anteriores, ha hecho quizás que Acevedo lo haya logrado desde el primer intento. Aunque los temas de antaño no sean los de ahora. “Obvio ‘Caliwood’ es muy importante, pero es más la ciudad la que me influencia en este momento –dice Acevedo–. Leyó a Caicedo en la adolescencia, claro, pero no es uno de sus autores favoritos. En cambio el “espíritu”, la “magia caleña”, han sido determinantes para su escritura.

Cali es una ciudad muy visual, dice Dorado. Apela a los sentidos. “Nada más fíjate en la forma de hablar. Ese oiga, vea”. A excepción de La sirga, que fue filmada en Nariño, esta nueva ola del cine caleño indaga en la geografía de la ciudad, en su belleza y sus paradojas. “Como nosotros no tenemos toda la industria y el aparato productivo de Bogotá, nos movemos dentro de una imagen, dentro de una narrativa distinta que construimos desde la región. A este tipo de escritura es a la que mejor le va en festivales y es una escritura, podría decirse, más marginal”, afirma Campo. “Aquí se apoya más la salsa y la rumba. Esa sí es una expresión de nuestra cultura, pero no es la única”, agrega Acevedo. Y Dorado se suma: “Es que Bogotá se traga todo. Los apoyos, la producción”.

Esa marginalidad de la que habla Campo, tiene a Cali con una Cámara de Oro en casa y a César Acevedo, de 28 años, con el rótulo en la frente de haber creado la película más destacada de la historia del cine colombiano en Cannes. Ahora alista su nuevo proyecto, un largometraje sobre la violencia en Colombia, desde el punto de vista de los muertos, a lo Juan Rulfo en Pedro Páramo. El peligro es que, después del triunfo, se le exija una obra maestra. «

Este artículo fue publicado en la edición impresa del mes de julio.

Fotos:

Antonio Dorado, Óscar Campo y Ramiro Arbeláez, maestros de César Acevedo en la Universidad del Valle.

“Cuando grabamos la quema, sentimos que teníamos hecha la película y todavía nos quedaban varios días de rodaje”, dice Paola Pérez, productora.