Fotografías Mario Cuevas
4 de Noviembre de 2014
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Nació en Ciudad de México, acaba de cumplir 60 años. Novelista, poeta, dramaturga y también ha escrito ensayos. Utiliza personajes históricos en sus novelas y dice que los usa como escenario y punto de partida para  elaborar sus obsesiones y sus demonios.

Carmen Boullosa: “El narrador que no tiene alegría es incapaz de contar una historia”

Llanto, novelas imposibles, sobre Moctezuma y la llegada de Hernán Cortés; sobre Cleopatra, De un salto descabalga la reina; sobre Cervantes, La otra mano de Lepanto, y una novela muy ambiciosa llamada Texas que la dejó en una especie de sequía literaria, hasta que logró volver a juntar las piezas y empezar a escribir una nueva sobre la que se abstiene de hablar, por agüero.
Por estos días es miembro del grupo académico del City College, en Nueva York. Fue profesora distinguida de Columbia University, de Georgetown, y dictó las cátedras Andrés Bello en NYU y Alfonso Reyes en La Sorbona de París.
Es una mujer fascinante, sobre la que Roberto Bolaño escribió una página memorable cuando la conoció en Viena.
Estuvo casada con el intelectual Aleandro Aura, que murió y con quien tuvo dos hijos: Alejando y Aura. Hoy está casada con Mike Wallace, ganador de dos Premios Pulitzer.
Es viajera y lectora insaciable.
Vive en Brooklyn, Nueva York. Escribe memoriosa y compulsivamente todos los días de todas las semanas de todos los años y tiene un programa de televisión que se ha ganado cinco premios Emmy. Por allí han pasado decenas de intelectuales, como Mario Vargas Llosa, Fernando Savater, Fernando de Szyszlo y músicos, gastrónomos y cocineros, arquitectos y filósofos, cantantes, actores y directores. En Bogotá, a donde ha llegado invitada por el Fondo de Cultura Económica, cuenta todo lo que quiero saber sobre su vida y milagros y dice que fue una niña feliz, gracias al nexo afectivo con su abuela materna, hasta el día en que ese mundo encantado se derrumbó.
“Mis padres eran muy jóvenes y me querían mucho, pero se separaron. Como mi mamá era todavía muy jovencita, tenía inquietudes profesionales, vitales y espirituales. Mi abuela, en cambio, estaba en un momento perfecto para concentrar su atención en una niña pequeñita como yo, y fue definitiva en mi infancia. Pero cuando cumplí los 15 años, mi mamá se murió y el mundo al que yo estaba acostumbrada se vino abajo. Fue cuando decidí que yo era escritora y convertí la escritura en mi columna vertebral para resistir un colapso afectivo de toda índole. Ya me tuve que rascar con mis propias uñas en todo el sentido de la palabra, porque mi papá se casó con una mujer mucho más joven que él y muy mala persona. No nos quería a ninguno de los seis hijos y nos hizo una guerra frontal. Yo me tuve que ir de la casa porque mi papá me echó por una mentira de esa madrastra que quería despejado su territorio. Lo recuerdo como un episodio muy doloroso, muy violento y muy triste de mi vida: de una existencia confortable en la que lo tenía todo, pasé de un momento a otro a no tener nada”.
¿Y qué pasó con su abuela?
Ya en esa época ella se había hecho vieja y yo quería independencia para poder vivir a fondo mi ciclo agitado de jovencita. Ella era de otro siglo y si me hubiera ido a vivir a su casa, me habría vetado hasta las minifaldas. En ese momento la ilusión de ser escritora me prestó alas para sobrevivir y fortaleza espiritual y moral para hacerme una persona completa.
Asegura que si no escribe se muere, ¿tan vital es para usted?
Sí, es que una cosa son los que escriben de dientes para afuera y algo muy distinto es la decisión vital de entregarse enteramente a la literatura. Incluso uno ve el mundo distinto. Yo soy poeta y también novelista, y eso exige mucha disciplina, persistencia y entrega. Además, tengo muchos demonios desatados porque la vida es una experiencia muy ruda. Para qué nos engañamos.
¿Eso la inquieta?
Claro, porque la vida es muy difícil de aceptar y hay que convivir con la idea de que posiblemente sea una ilusión. Estar vivo es difícil, y si además hay que aceptar que moriremos, la cosa se enreda y se complica todavía más. Aparte de eso hay que lidiar con la conciencia que da ser poeta.
¿Por qué agrava eso la situación?
Porque un poeta siempre está alerta, sintiendo el nervio pelado del mundo. Eso desata muchos demonios, y la vida –en primera y última  instancia– se vuelve un misterio con navajas.
Pero, ¿digna de ser vivida?
Sí, porque aunque la vida es un misterio intrincado y amargo, también es un misterio lleno de encantos, con barrios de maravillas por dentro. Hay que recordar siempre que el hombre es el animal más feroz en contra de sí mismo y de la belleza de la Tierra, pero es el animal que goza más. Escribir da protección contra la conciencia de estar bien.
Hace muchos años, Mario Vargas Llosa me decía en una entrevista que… (interrumpe gozosa).
Qué guapo era, ¿verdad? Le temblaban a uno las rodillas. Sigue siendo un hombre de una elegancia extraordinaria. Esa elegancia latinoamericana que no tienen en otros países del mundo y que sí tenía posiblemente el Imperio Otomano; algo extraordinario que a veces se encarna en algunos privilegiados, y uno de ellos es Mario.
Pues él me decía que los estados de felicidad no le suscitan mucha necesidad de escribir y que aunque no precisa de la tragedia, sí estaba cierto de que la vida grata no le ayuda mucho a escribir. Añadía que un escritor es un “buitre” que se nutre de todo a su alrededor para alimentar sus novelas y que no hay intimidad que respete. ¿Qué piensa usted?
Los escritores somos peores que buitres. Nos robamos todo lo que está en torno nuestro, lo tergiversamos y volvemos escoria el oro. Y viceversa. Pero yo sí necesito de la alegría para que haya narración. Hablo del lenguaje, porque creo que la gramática –que es un misterio enorme– también es el lado alegre de la conciencia y del estar vivo. Y si no hay esa alegría, el lenguaje se rompe para el poeta. Después de la Segunda Guerra Mundial la poesía se quebró: cambió para quienes habían visto el horror, y la lengua se llenó de oscuridad por el terror de ver lo que somos. Sin embargo, creo que el narrador que no tiene alegría es incapaz de contar una historia –así sea terrible– y que ya no encontrará el alivio de una narración clásica, es decir, con principio, desarrollo y final.
¿Por qué?
Porque la profunda alegría existencial, que es un gozo muy grande, ha quedado tocada por la tragedia a partir del siglo XX. Pienso que ya muy poco narrador tiene todavía la dulzura implícita en un fabular clásico.
¿Cuál es, entonces, el mejor Vargas Llosa?
Yo como crítica literaria pensaría que su narración cuando es mejor está rota, alterada, perturbada, porque no es un narrador como los del siglo XIX. Sus mejores libros no siguen la expresión gozosa de La casa verde y sobre todo de Conversación en la catedral, sino que le abren paso al caos del mundo. Y en cuanto intenta seguir un canon más clásico, pierde el lustre. Es extraño, porque lo que altera su narración clásica es lo que le da la fuerza y por eso es que él dice que necesita el dolor. Ahora lo comprendo. Pero de todas maneras pienso que para que la narración funcione, tiene que haber una alegría vital y no tengo duda de que esa alegría la tiene Vargas Llosa.
Usted es desde muy chica una lectora insaciable, ¿qué darles a leer a los niños?
Ahora hay nuevas literaturas para niños, pero yo recomendaría regresar a Julio Verne y a los clásicos que forjaron las generaciones anteriores, como Salgari o los Dumas. Y los cuentos de los Hermanos Grimm que yo hasta el día de hoy mantengo en mi mesa de noche. Son cuentos donde hallamos la complicidad necesaria para sentirnos hombres, mujeres, o neutros, para experimentar la sensación de que los padres se separen y lo dejen a uno, para sentir la alegría de que lo acune su madre, o para sentir el deseo por la madre, que es un pecado social, como todos sabemos. En fin, allí está todo lo que el ser humano experimenta y mucho más. Pienso que los niños deben leerlos porque forjan un imaginario que los ayuda a enfrentar su propia conciencia.
Pero no son cuentos propiamente inocentes.
¡No, qué va! Están cargados de malicia y de violencia, pero de una violencia que cobra coherencia y se redime en la fábula. En los Hermanos Grimm encontramos la forma de entender que la violencia forma parte de la vida y que hay que reconstruirla en una trama que tiene principio y fin. Y, por lo regular, redención.
¿Qué le aportan los mitos y leyendas de México?
Cuando era niña mis nanas me contaban historias sensacionales que traducían del náhuatl, del otomí y del zapoteca, en un español chapurreado. Lo increíble es que esos cuentos tienen mucho en común con los cuentos de los Hermanos Grimm. Parece ser que frente al fuego el hombre encontró muy pronto cómo exorcizar sus terrores, contándolos y volviéndolos mitos dentro de un círculo al que todos pertenecemos.
Otro de sus amores es Moctezuma, sobre el que hay miradas dispares.
La historia es de quien la trabaja y la memoria de quien la cuente. Hay quien dice que Moctezuma era un cobarde y quien dice que era un emperador que comprendía sus responsabilidades. La llegada de los españoles a México no es una historia grata. No bien desembarcaron Cortés y sus hombres, comenzó la rapiña. Para nosotros esa cruz que enseñaban los frailes era solo una espada con cinturita ancha, pero ese era el primer paso hacia la  tragedia. Traían la religión y por lo regular las religiones suelen ser armas para apoderarse de las almas y los bolsillos de la gente. Y trajeron los virus que mataron a ocho de cada diez habitantes. Fue muy duro sobrevivir porque la voracidad de occidente no tiene fin.
¿Cómo era Moctezuma?
Moctezuma comprendió su responsabilidad cuando vio llegar a ese tumulto de personas tan diferentes, pero no supo qué hacer. Pensó que debía tratarlos como humanos, que era como se trataba en su tierra a los forasteros. Los españoles eran sucios, más bajitos que los aztecas y bastante incivilizados. Moctezuma en Tenochtitlán era como un hombre del Renacimiento, pero en el mundo azteca y con otra cosmovisión. Los veía como salvajes y extraños, pero en lugar de cortarles la cabeza y, sin saber lo que iba a desencadenar, los invitó a dialogar. Pero no contaba con que Cortés tenía a su lado a la Malinche, una princesa india que sabía todas las lenguas y le traducía: “A este buey vamos a tomarle el pelo. Acéptale todo. Luego le entierras la daga por la espalda y salvas al Imperio Azteca”.
¿Y cómo se dejó usted seducir por Cleopatra, después?
Yo nunca tuve mucho interés en Cleopatra que me parecía medio cursi y lejana a mi manera de ser. Pero, una vez que tuve problemas muy, pero muy fuertes, con mi pareja y estábamos a punto de separarnos, entré a su estudio cuando él ya se había bebido una botella de ron y estaba sentado viendo televisión. Era una adaptación de Cleopatra, en la BBC. Yo le hablaba enfrente y él movía la cabeza de un lado a otro para no perder la pantalla. En ese momento Cleopatra empezó a gritarle a Julio César en medio de un ataque de histeria, igualito al que yo estaba haciendo. Caí en la cuenta y, como soy novelista y poeta, dejé de pelearme con el susodicho, corrí a mi estudio, abrí mi Shakespeare y acto seguido empecé a escribir una novela muy personal, al tiempo que iba estudiando la fascinante personalidad de Cleopatra. Y, para decirle la verdad, yo nunca había escrito en medio de un ataque de histeria. Tendría que añadir que ese hombre al que yo le gritaba era extraordinario, que lo sigo amando con toda mi alma y que lo seguiré amando hasta que me muera, pero él ya no está en este mundo. Era Alejando Aura, el padre de mis dos hijos, un ser absoluta y totalmente precioso pero, como marido, no muy recomendable.
¿Por qué escribió La otra mano de Lepanto?
Mi papá nos leía en la noche, en un ritual diario para tener contacto con sus hijas, y así aprendí a ser insomne. Nos leía a Cervantes, a Quevedo, a Lope. La otra mano de Lepanto la hice como homenaje a Cervantes, utilizando muchos de sus personajes y bastante de su historia personal.
¿Y qué le disparó el tema?
Yo había llegado a Nueva York en 2001, como becaria del Centro para Escritores y Académicos de la Biblioteca Pública y nuestro primer día de trabajo fue exactamente el anterior al atentado a las Torres Gemelas. Veía aquello sin poder entender nada, hasta que todo fue configurándose de pronto como una guerra religiosa. Me vino a la mente el mundo de Cervantes y me puse a pensar en ese otro gran encuentro entre el mundo musulmán y el mundo cristiano, y se me hizo evidente que era otra Batalla de Lepanto. Entonces me fui a Lope de Vega, porque siempre que no entiendo algo voy a sus poemas y a sus obras de teatro. Cuando ya de veras mi vida tiene siete patas y una pata en lugar de cabeza, me siento a leer a Lope y eso me abre puertas. Leí La Dragontea y después llegué a Cervantes. Y encontré que mi manera de expresar lo que estaba pasando era escribiendo una novela sobre esa batalla. Quise hacer una fabulación –con ojo contemporáneo– de lo que fue aquel mundo barroco que no ha terminado de irse. Es un homenaje al mundo de Cervantes, en cuyo centro hay una novela de aventuras.
¿Por qué cuando entrega una novela para su publicación se autoimpone tener otra en marcha?
Bueno, eso fue cierto hasta mi novela Texas, una aventura tan difícil que yo siempre digo que fue la primera vez que tuve “depresión posparto”. (Risa). Fue muy difícil escribirla porque hay allí como 160 personajes para contar un western, desde el lado mexicano, que nunca se había mirado. Una fantasía imaginaria y fue tal la aventura que me significó, que al terminarla pensé: “Me jodí, porque ahora sí se acabó Carmen Boullosa”. La publiqué con la sensación de que ya no podría escribir nada más después de eso, porque me había quedado como caballo que revienta en la carrera. Por eso me quedé sin otra novela, como acostumbraba. Me costó bastante tiempo tomar aire, pero ahora por suerte ya empecé a escribir una nueva historia, de la que no hablo por mero agüero.
Fue muy amiga de Álvaro Mutis, ¿cómo lo recuerda?
¡Qué ser tan precioso! Era el hombre más simpático del mundo, brillante, un pícaro total. ¡Lo quise tanto! Yo había ido a Estambul, una ciudad que me hacía pensar mucho en él. Le compré unos dulces y el día de su cumpleaños se los mandé. Me habló por teléfono, con esa voz tan, pero tan frágil, que tenía al final. La muerte de su hija lo había quebrado. Usted no se imagina lo que fue esa llamada. Colgué el teléfono y me senté a llorar.