Foto Felipe Abondano
Foto Felipe Abondano
20 de Octubre de 2015
Por:
Ana Catalina Baldrich

Lejos del foco mediático concentrado en Europa, en los países vecinos a Siria permanecen más de cuatro millones de personas que escaparon de sus hogares para salvar la vida.  Ocho han llegado al país, entre ellos Almotaz Bellah Khedrou, cuya historia resume el drama de todo un pueblo.

 

 

Un joven sirio nos contó cómo fue su travesía para refugiarse en Colombia

Tiene 27 años, y desde 2011 conoce los efectos de las bombas, los disparos, las torturas y ejecuciones, que han obligado a más de cuatro millones de sirios a abandonar sus casas para sobrevivir. 

El 18 de enero de 2014 salió de Damasco y decidió viajar más allá de Turquía, Líbano, Jordania, Iraq y Egipto, países que, según la Agencia de la ONU para los Refugiados (Acnur), albergan a 4’062.705 de sus compatriotas, frente a los cerca de 500.000 refugiados (54 % de ellos sirios) que han llegado a través del Mediterráneo a Europa.

Sin embargo, ni el temor que sintió, ni el dinero que gastó, ni los obstáculos a los que se enfrentó –que incluso lo llevaron a pensar en regresar a Siria– le han borrado la sonrisa ni el deseo de cumplir la promesa que le hizo a quien lo ayudó a alcanzar su objetivo: cambiar la imagen que en este lado del mundo se tiene de los musulmanes.

La cita estaba pactada para la 1:00 p.m. en su apartamento, una construcción pequeña ubicada en Suba (noroccidente de Bogotá), en la que vive con su esposa, Jessica Díaz, y en cuya sala hay una nevera, algunos cojines y dos sillas. 

Su saludo es una bienvenida sincera y su hospitalidad genuina. No admite ninguna pregunta antes de preparar una bebida fría y solo se sienta cuando está seguro de que los visitantes están atendidos.

Una bomba lo cambió todo 

El papá de Almotaz Bellah, Mostafa, trabajaba en una compañía de electricidad y tenía un supermercado en Damasco, con las ganancias pagaba la educación de sus hijos. Almotaz, al igual que su hermano menor, estudiaba economía; su otro hermano, Derecho; y su hermana, Medicina. El mayor, que es contador, trabajaba con su padre. “Teníamos una vida muy buena, éramos una familia con dinero, pero muy buenos con los demás”.

Antes de continuar, pide no detallar los bandos. Sus padres y tres de sus hermanos permanecen en Siria –el que estudiaba Derecho está refugiado en Alemania– y teme que pronunciar ciertos nombres les traiga consecuencias.

“Cuando la situación comenzó a ponerse difícil, tuvimos una bomba en el supermercado”.

Las recetas que Almotaz prepara en su negocio se las enseñó su mamá aprovechando una de las horas en las que ella contaba con energía e internet.

 

 

Sin el negocio, el patriarca debió comenzar a vender sus pertenencias para mantener a sus hijos en la universidad. Almotaz, por ser uno de los 10 primeros de su clase, tenía una beca. Sin embargo, hacía falta pagar transporte, libros y demás gastos. Además, los soldados comenzaron a patrullar. “Se llevaban a mis amigos, mataban a otros. En las calles había muchos cadáveres que nadie podía levantar”, narra. Sus amigos decidieron abandonar el país o ingresar al Ejército.

 

 

Almotaz, quien por entonces tenía 23 años, estaba obligado a prestar servicio militar. “Dicen que si tú no ingresas es porque no le tienes amor a tu país y que eres una mala persona”. 

Mostafa comenzó a recibir llamadas en las que inicialmente “invitaban con calma” a que su hijo ingresara a las filas. Algo que el joven no quería hacer por la certeza de que con el uniforme debería atacar, desde cualquiera de los grupos, a otros sirios. “Dijeron que necesitaban que yo entrara al Ejército, sí o sí, y que si no lo hacía les harían cosas malas a mi familia, a mi madre y a mi hermana. ¡Imagínate!”.

Una esperanza en colombia

En febrero de 2011 –la guerra estalló un mes después– Almotaz entabló una relación vía internet con Jessica Díaz, una bogotana estudiante de Filosofía e Historia, amiga de un buen amigo de la familia del joven sirio, con quien hablaba vía Skype, incluso cuando las balas retumbaban en Damasco. “Yo le decía que se agachara, pero él respondía que no me preocupara porque las ventanas estaban blindadas”, recuerda ‘Jessy’, como le dice su esposo. La tercera planta de su casa en Damasco, cuenta Almotaz, está llena de las cicatrices de los impactos de las balas que disparaban indiscriminadamente al aire militantes de uno u otro bando para demostrar su poderío.

La relación, que desembocó en noviazgo, fue una esperanza para los padres de Almotaz, quienes entusiasmaron a su hijo a pedirle a la colombiana ayuda para viajar.

Entre tanto, el padre del futuro economista comenzó a tramitar el pasaporte de su hijo. Funcionarios del Gobierno le dijeron que se lo darían a cambio de mucha plata. El dinero, que consiguió vendiendo las pertenencias que le quedaban y las joyas de su esposa, se sumó al que tuvo que pagar a cada uno de los soldados que se apostaban en los puntos de control rumbo al Líbano.

Luis Esquiluz, jefe de la misión de Médicos Sin Fronteras en Jordania –donde, según Acnur, hay 628.887 refugiados–, asegura que frente al riesgo de morir en algunas de las embarcaciones que cruzan el Mediterráneo (en lo que va de año han fallecido cerca de 3.000 personas), lo más difícil para quienes llegan a los países vecinos es cruzar un territorio en guerra.

Tanto que, pese a que la organización tiene un hospital para la atención de heridos en plena frontera, no es posible cruzar para ayudar a la evacuación de víctimas, cuya mayoría son civiles. El 21 por ciento niños. “El herido de guerra más joven que hemos tenido llegó en julio y tenía 27 días de nacido”, asegura Esquiluz.

De acuerdo con los cálculos de Acnur, en agosto de este año había en Líbano, país al que llegó Almotaz, 1’113.941 refugiados registrados. Francesca Fontanini, oficial regional de información pública de Acnur, admite que la situación en los países vecinos a Siria está desbordada. “La comunidad internacional no ha bajado la capacidad de respuesta, pero han aumentado las necesidades. Tuvimos que reducir la asistencia humanitaria porque no hay suficientes fondos”.

Una situación que, para ella, se agrava si se tiene en cuenta que la población desplazada desde Siria está conformada, en su mayoría, por hombres profesionales acostumbrados a trabajar y ser útiles a la sociedad. 

“La vida es triste en cualquier campamento de refugiados. Los adultos no hacen nada. Nunca se acomodan a este estado”, afirma. Esta es una de las razones por las que muchos refugiados, sobre todo quienes estaban en Turquía y Líbano, han emprendido viaje rumbo a Europa.

Almotaz nunca se planteó siquiera la posibilidad de registrarse como refugiado en Líbano. Algunos amigos que habían viajado antes le advirtieron: “Es mejor entrar al Ejército en Siria que estar acá (en Líbano)”.

“Mi país tiene un problema, pero yo no estoy para dar las gracias porque me regalan comida. Tenemos derecho a continuar con nuestra vida”, dice Almotaz. Por eso, su viaje a Líbano tenía como único propósito solicitar la visa de turista para Colombia. Se la negaron.

Ante la respuesta, con Jessica decidieron que él viajaría a Turquía, adonde luego llegaría la colombiana para casarse y solicitar la visa como esposos, una idea que no se materializó porque a ella le negaron un crédito para pagar el viaje.  Resolvieron casarse a distancia.

Así, después del envío y la traducción de varios documentos, y la negativa de varias notarías, Jessica y Almotaz pudieron casarse el 14 de marzo de 2014 vía Skype. Ella de blanco en Colombia y él vestido para la ocasión y sentado en un café internet, en Turquía.

Pero la solución no funcionó. Ella debía viajar a Turquía y solicitar allí, junto a su esposo, la visa de cónyuge. Ante la insistencia de la colombiana y las razones que obligaron a Almotaz a salir de su país, le informaron que si él conseguía llegar a una de las fronteras colombianas, podría solicitar el estatus de refugiado.

Sin embargo, Almotaz ya no tenía dinero. “Trabajé en Turquía en tres lugares diferentes y nunca me pagaron. Yo no podía decir nada porque no tenía papeles”. En ese momento, regresar a Siria e ingresar al Ejército comenzó a ser una opción, hasta que una conversación con Abu Faref, un vecino de la habitación en la que él dormía en compañía de otros cuatro hombres, cambió las cosas. 

“Dos días después de contarle mi historia, me dio los 3.000 dólares que costaba el pasaje. Me dijo: Allá tienen una mala imagen de los musulmanes. Demuestra que tú eres un musulmán bueno”.

La ruta, que inició en Siria, pasó por Líbano y Turquía, y continuó por los Emiratos Árabes, Brasil y Ecuador, duró ocho meses. El 9 de agosto de 2014, Almotaz Bellah Khedrou llegó a Ipiales, ciudad en la que tocó por primera vez a Jessica Díaz, su esposa. Juntos viajaron en autobús hasta Bogotá para solicitar –con ayuda de Pastoral Social y Acnur– el estatus de refugiado. Hoy esperan su primer hijo. 

Almotaz es sunita. Para él los radicales dicen mentiras sobre su religión. Foto/Felipe Abondano

De damasco y bogotá

Francesca Fontanini afirma que el 80 % de los refugiados desea regresar a su país. Pero hacerlo es una posibilidad lejana. “Cuando comenzó el conflicto, todos en Siria pensábamos que Estados Unidos y Europa estaban con nosotros. Y no hicieron nada”, explica Almotaz. Ante la realidad, lo único que quiere es unir a su familia, no importa en dónde.

En Bogotá trabaja en un carrito vendiendo comida árabe, junto a su esposa. Tiene el dinero para vivir el día a día, pero no el suficiente como para hacer algo por su familia. Ellos, ahora, están pensando en arriesgarse para salir de Siria rumbo a Europa. Ya no hay mucho para comer, y su hermano menor, Abdullah, está próximo a cumplir la edad para ingresar al Ejército.

A Almotaz le gusta Colombia. En el país se siente seguro. Antes de la guerra, dice, Damasco era mucho mejor que Bogotá. “No tenemos sillas azules en los autobuses, el hombre sabe que la silla es para la mujer”. El problema es que, después de casi cinco años de guerra, ahora la diferencia es peor: “Siria tiene olor a sangre”. 

El enredo sirio

Revista Credencial consultó a Román Ortiz, experto en temas de seguridad, para entender esta guerra que cumple más de cuatro años y ha provocado la crisis de refugiados más grande desde la Segunda Guerra Mundial. 

A raíz de la primavera árabe, en marzo de 2011, las manifestaciones por la apertura democrática fueron reprimidas brutalmente por el Gobierno sirio. Como consecuencia, la oposición decide armarse. Así, lo que comenzó siendo una protesta pacífica, deriva en una insurgencia y luego en una guerra civil abierta.

En ese contexto, el régimen escala la represión, mientras crece –durante la primera parte de la guerra– la expectativa de una intervención occidental. La intención del Gobierno es radicalizar a la oposición, de tal manera que esta se comporte peor que el ejército y, en consecuencia, los países occidentales duden apoyarla. Para lograrlo, genera una represión masiva y libera a una serie de islamistas muy radicales, que son parcialmente los que terminan organizando en Siria el Estado Islámico.

La abstención de Occidente de intervenir, ha reducido a la oposición a su mínima expresión. Como alternativa, lo que hay son una serie de grupos islamistas radicales enfrentados al Gobierno, que a su vez propició la creación de milicias sobre la base de estructuras criminales. Esas milicias han cometido una parte importante de las violaciones a los derechos humanos.