14 de Septiembre de 2016
Por:
Carolina Sanín

Con un grupo de niños heroicos por protagonistas, la serie de moda de Netflix repasa astutamente el trauma de la generación de los ochentas.

Stranger Things

Es común que una generación que ha vivido un gran cambio político represente los miedos de la generación anterior (de 30 años antes, aproximadamente) en obras que se construyen desde el punto de vista de los niños. Es natural y honesto que así sea, por la obvia razón de que los autores de las obras que tratan sobre la generación anterior fueron niños durante el período que quieren representar. El caso es frecuente en la literatura y el cine españoles del último tercio del siglo XX, que a menudo abordan la Guerra Civil y la dictadura de Franco con historias protagonizadas por niños. Un buen ejemplo de lo que digo es la gran película El espíritu de la colmena (1973) de Víctor Erice, en la que la imaginación de una niña, recién terminada la guerra civil, convierte en una fantasía sobrenatural (un monstro cinematográfico, Frankenstein) el terror físico que vive la sociedad de la que forma parte.

Quienes éramos niños en los años 80 vivimos los miedos de la guerra fría de un modo que mezclaba la fantasía y la realidad, como es propio de los niños. Éramos constantemente conscientes (nos lo recordaban muchos productos culturales, desde Rocky IV hasta los juegos olímpicos, boicoteados en 1980 por Estados Unidos y en 1984 por la URSS) de la tensión entre las dos potencias mundiales, que podía desembocar en una guerra nuclear, o, más concretamente, en el acto de “apretar el botón”, que asolaría la Tierra. La energía atómica era un acicate para imaginaciones macabras. La electricidad misma conllevaba una amenaza. La CIA era una entidad medio extraterrestre, incognoscible y omnipotente. Los espías cundían y eran la encarnación misma de lo misterioso, pues eran personas que decían ser lo contrario de lo que en realidad eran. El mundo estaba al borde de una destrucción que sería repentina y total y, por incomprensible y secreta, tenía tintes sobrenaturales. La inventiva de otros mundos estaba ligada a la posibilidad del fin del mundo: el programa de defensa con misiles que Ronald Reagan anunció en 1983 recibió el apodo de “Star Wars”, como la película que obsesionaba a los niños de entonces con una galaxia imaginaria.

Quizás la comprensión del mecanismo de representar los miedos de la generación anterior por medio de los temores infantiles, sumada al recuerdo de la vaga ilusión que se tenía en los años 80 de que los niños, conscientes del absurdo de la destrucción, salvarían el mundo en el futuro, sean las principales virtudes de Stranger Things. Con un grupo de niños heroicos por protagonistas, la serie de moda de Netflix repasa astutamente el trauma de mi generación. Es una serie entretenida, con buen ritmo, con suspenso, adictiva y fácil de ver, en parte porque recurre a fórmulas archiconocidas, lo cual hace que el espectador se sienta incluido, tenido en cuenta. En la trama se destaca, como más cuidadosa que los otros giros, la representación de mundos paralelos, heredada de la mejor televisión de la época (Zafiro y Acero). Es notable la actuación de Millie Bobby Brown en el papel de Eleven, una niña que tiene poderes especiales y que ha crecido aislada del mundo, en cuya afortunada caracterización hay, sin embargo, ciertas inconsistencias (¿cómo se explica que conozca las palabras que conoce y no conozca las que no conoce?).

 

 

Aunque los elementos narrativos de la serie (el laboratorio enigmático, el gobierno conspirador, el monstruo, el malvado adulto experimentador, la electricidad como medio de comunicación de lo sobrenatural, la aparición de juegos complicados que llenan la fantasía de personajes y narrativas predeterminadas, como Dungeons and Dragons o los juegos de video) son escogidos con precisión para reconstruir el imaginario y la identidad de un período histórico, se incorporan en el guión con descuido. No se percibe una estética ni un estilo en la serie, como no sean los de la nostalgia por la moda pasada de moda. El tributo a Stephen King, a Steven Spielberg (sobre todo a ET), a Poltergeist y a las películas de romances adolescentes de los ochenta resulta  superficial, unívoco, remedón.

Las alusiones al pasado parecen atender más a un interés de coleccionista de artículos y escenas vintage que a la interpretación de la época que se recrea. En una escena, un niño le pregunta a su amiguito qué tiene en su morral, y el primero responde con una lista de marcas de golosinas de los 80 (Smarties, Bazooka, Pez, etc.), cuando la verosimilitud del diálogo exigiría que dijera “dulces” o “esto” o que mostrara lo que contiene el morral en lugar de enunciarlo como en un comercial. En general, los diálogos y los ademanes de los niños son dolorosamente acartonados, como de sesión solemne. Es grato ver a Winona Ryder (acertada y obvia escogencia para un homenaje a los 80), pero su actuación cansa al espectador y su papel es también inverosímil: no es posible que un personaje tenga exactamente el mismo estado de ánimo, expresado con los mismos gestos, en todas las escenas. Los diálogos son formulaicos, y los personajes, planos. Lo único original que, a mi juicio, tiene la serie, es que es hecha hoy pero parece hecha hace treinta años. En otras palabras, su originalidad reside paradójicamente en la precisión y el alcance de su imitación. En su afán de reproducir con condescendencia me recuerda a la prontamente olvidada película El artista (2008). La banda sonora difícilmente podría no ser excelente, viniendo de cuando viene, y le gustará a todo el mundo.

 

*Publicado en la edición impresa de septiembre de 2016.