Fotografía | Gustavo Martínez
28 de Diciembre de 2018
Por:
Catalina Barrera

A propósito del quinto aniversario de la muerte del escritor Álvaro Mutis, su hijo Santiago Mutis Durán revela cómo era su padre en la intimidad.

Mutis por Mutis

El último deseo de Álvaro Mutis, el navegante, fue que sus cenizas fueran esparcidas sobre la corriente del río Coello, ese que queda en el departamento del Tolima y al que el ganador del Premio Príncipe de Asturias de las Letras le debe lo que los académicos aseguran fue su mayor talento: la rima, la poesía.

Mutis fue Maqroll en la literatura, pero antes fue poeta; y también fue hijo de Carolina Jaramillo y Santiago Mutis; amigo de muchos, pero entrañable de Gabriel García Márquez; padre de cuatro hijos y esposo de tres mujeres. Fue un exiliado debido a la dictadura del general Gustavo Rojas Pinilla. Fue un viajero solitario. Pero nunca fue, según él mismo lo solía decir, un escritor profesional. Mutis fue muchas cosas que se conocen y otras tantas que no.

 

El conocido como el navegante, por cuenta de su capacidad de saltar de oficio en oficio como de puerto en puerto, fue letras para sus lectores, pero narrativa para sus hijos. Tal vez por eso es que todavía hoy el segundo de ellos, Santiago Mutis Durán, al hablar de él confunde el tiempo pasado y el tiempo presente como si la gramática no importara; al fin de cuentas, para él, su papá no está muerto.

 

Santiago habla como si estuviera declamando alguno de sus poemas, pausado. No le basta un café para hablar de su padre, ni una larga conversación. Pide un expreso y, a falta de una, lo hace dos veces. Tres, si pudiera. Siempre que termina una frase salta a su mente otro recuerdo y lo cuenta, más bien, lo declama. Dice que es un lector lento, que necesita masticar las palabras para apropiarse de las ideas, tal vez por eso sus respuestas más que espontáneas parecen pensadas, al parecer, repite el proceso. Santiago también escribe, y aunque asegura que la de su padre no fue su influencia para hacer lo que hace ahora, es imposible hablar con él sin dejar de pensar que sus raíces son las de las letras.

 

Debió estar usted muy pequeño cuando su padre emigró a México. ¿Cómo fue su infancia con él?

 

Fue muy buena porque tuve un ángel de la guarda enorme, precioso, que era mi madre, Mireya. Mi papá se fue de Colombia cuando yo debía tener unos cuatro años. Tengo lindos recuerdos, pero son pocos, y es en ellos donde realmente se funda mi persona. En ese tiempo mi madre viajó para intentar ayudarlo por lo de Lecumberri y después vino por nosotros. Cuando viajamos a México, mi padre ya estaba en la cárcel. Yo voy a conocerlo realmente allí los domingos. Esa ausencia es fuerte porque él se va, mi madre tiene que deshacerse de la casa, la biblioteca, los cuadros, el perro, todo aquí en Bogotá. Yo permanezco un tiempo con mi abuela, otro tiempo con unos tíos y quedo sin saber qué pasó con mi papá y, además, sin mamá. Hay una alarmante orfandad que después se convierte en una alarmante felicidad porque los recupero a los dos. Fue azarosamente hermoso eso. Pensaba que cuando mi papá se había ido, tal vez había muerto y que no me lo decían. Y después encontrarlo fue insólito, extraordinario.

 

¿Cómo recuerda a su padre en ese lugar? ¿Cree que El diario de Lecumberri le hace justicia a lo que usted vio?

 

Muy bien. Es que, claro, es injusto decirlo porque mi recuerdo es el de un niño y seguramente él también pasaba cosas muy malas, pero para mí era una felicidad verlo. Claro, cuando iba a visitarlo los domingos la cárcel era una fiesta. Tal vez por eso no recuerdo nada malo. Y la celda donde estaba mi padre la recuerdo como una linda habitación: tenía un recorte de una exposición de Eduardo Ramírez Villamizar y un dibujo que yo le había hecho de unos barcos. Para mí era lindo. Yo lo viví muy bien. Después, leyendo su diario, las cosas, las cartas, claro, me di cuenta de que era tremendo. Que era una época de castigo dura. Nunca he visto a nadie que haya querido leer El diario de Lecumberri como debe ser leído. Para mí, El diario de Lecumberri es un libro muy importante, pero mi padre lo ha disminuido mucho, lo ha apartado y creo que lo ha hecho con una injusticia enorme. Es un libro extraordinario.

 

¿Y cómo se debería leer?

 

Con pasión por los demás y por él mismo. Ni siquiera mi padre quiso leerlo así. Eso es lo que tiene de tesoro ese libro. Saber ver, saber descender hacia lo oscuro y no entregarse a eso. Sino que toda la compasión que se siente por la condición humana te da un tesoro. Es eso. 

 

¿Cuándo leyó El diario de Lecumberri?

 

Yo leí el diario mucho después, porque ese diario se publica en 1960, en Veracruz, México. En esa época yo era un niño. Lo vi como literatura. Pero el libro, a pesar de cruzar por un lugar difícil del hombre, es un libro que ayuda. Él no pasa ninguna experiencia cruda, lo que cuenta es cómo se enfrenta a esa situación. Pero la literatura misma, la belleza de lo que está pasando ahí en la escritura, en la manera de ver las cosas, ayuda a sobrevivir. Es como si tuvieras que cruzar un camino de piedras incandescentes en caldera viva, pero alguien te levanta un poquito y lo pasas sin peligro. Esa es la literatura de él. Él conjura la cárcel. Entonces la cárcel no lo hiere. Sí la nombra, con todo lo que pueda tener de desolador, pero la experiencia no lo maltrata, lo hace más fuerte, porque tiene el lenguaje para vivirlo. Entonces, cuando leí el libro siendo adulto, me di cuenta de que es admirable cómo él consiguió sacar de esa experiencia cruda, fría, triste, una lección humana tan bella.

 

¿Cómo fue la relación de padre e hijo después de la cárcel?

 

Mi papá se mudó a un apartamento pequeño al que yo iba a quedarme algunas veces, porque se había separado de mi madre. Disfrutaba mucho ir allá. Recuerdo un día en el que yo dormía en el nido y mi papá estaba sobre la cama vestido, leyendo. Y había puesto un disco en el que la música se interrumpía, era rara y hablaban dos hombres. Y a mí me inquietó mucho. Entonces le pregunté: “Papá, ¿quién habla?” Me dijo: “El diablo”, y resultó ser la Historia del soldado, de Ígor Stravinsky, en donde el diablo y el soldado están negociando el violín. Papá no se tomó la menor molestia en decirme nada, simplemente me dijo: “El diablo”. Y con esa voz tan bella, tan expresiva, tan tremenda, yo pensé que aquella persona en la condición humana sí existía y se llamaba efectivamente “El diablo”. No me explicaba muchas cosas. Yo tenía 10 años y estaba conociendo a Stravinsky en casa de mi padre sin saberlo realmente. Y desde entonces me gusta.

Cuando regresa usted a Colombia y se separa de su papá, ¿qué pasa?

Cuando nosotros regresamos a Colombia, yo tenía once años. Él no podía entrar al país, y cuando ya pudo hacerlo estaba casado y acababa de tener una niña. Lo vi una vez en Venezuela con mi hermana. Fuimos a San Antonio de Táchira y nos encontramos en la frontera. Lo veía poco, pero su presencia era tan fuerte que no hacía falta más. Yo era muy atento a las cosas que escribía en la prensa, no solo por él sino muy atento a ciertas cosas de escritores, y ahí sí me comportaba como cualquier lector que lo quiere: atento. Su poesía no la entendía mucho. La vine a entender ya viejo, y vine a admirar profundamente lo que hay ahí escondido porque sí tiene mucha clave secreta. No es un poeta explícito, nunca.

Generalmente se recuerda a los padres por sus lecciones, prohibiciones, regaños. ¿Mutis era de esos?

 

Nunca me dio ninguna prohibición. Eso no quiere decir que dejara que me llevara la corriente. Pero no era esa su manera, nunca. Y hay cosas difíciles de considerar que fueron parte de la educación. Una vez estábamos en el centro de la ciudad, cerca al parque La Alameda y sonaron unas sirenas, había una alarma tremenda porque habían asaltado un banco. Estaba la Policía. Y mi papá me miró y me dijo: “A mí me da una alegría enorme cuando roban un banco”. Entenderás, así eran sus lecciones. Otra vez, debajo del apartamento de él, en el primer piso, había un restaurante. Algo compramos y mi papá guardó el dinero en el bolsillo, y le dije: “Papá, ¿usted no cuenta las vueltas?”, a lo que me respondió: “Los 20 pesos que se robó el hijueputa (sic) de la caja los pago por no contarlas”. También recuerdo que tenía en esa época un Ford viejo; regresábamos de Tepoztlán, y por la carretera había un grupo de padres jóvenes. Su bus estaba parado a la orilla de la carretera y los padres estaban cruzando la vía levantándose las enaguas y corriendo. Entonces, mi papá aceleró un poquito, bajó la ventana y dijo: “A volar chulos”. Así eran sus lecciones.

 

¿Era muy bromista?

 

Tenía un lindo humor. La realidad no lo maltrataba. Tenía una manera de ver la vida, y de asumirla, muy hermosa. Era un festivo, un gocetas. Se preocupaba por el bienestar de quien estaba allí, con él. Era una persona que se volcaba a dar lo que el otro quería. Tenía una manera muy bonita de vivir con los demás.

En su poesía es un escritor grave, trascendental, que enfrenta la condición humana. Pero creo que él sabía que la condición humana es tan tremenda que había que vivirla entre la gente que quería vivirla mejor y de una manera bella. Él era gentil con todos. Ya estando yo viejo, una vez hizo un corto circuito al grabar unos casetes, hubo una humareda espantosa. Bajamos, desconectamos la luz, y al día siguiente vino el electricista y estuvo revisando la conexión. Todo estaba hecho un desastre. Entonces le dijo el electricista a mi papá: “Perdóneme don, ¿quién hizo todas esas conexiones?”, y mi papá respondía con cosas como: “Aquí su servilleta” (risas). Él era así con todos. Para él nada era trágico. Todo tenía solución. En la escritura no. En la escritura está el otro, tremendo, al que le están pasando unos acontecimientos graves.

 

Sin duda, uno de los lugares más significativos de un escritor es su biblioteca. ¿Cómo era la de su padre?

 

Él perdió sus bibliotecas varias veces. Entonces, la que formó en México arrancó de cero. Porque la que tenía en Colombia, que fue en la que él se formó como escritor y como lector, se perdió. La biblioteca se la repartió la familia y desapareció. Ahí se fueron todas sus lecturas en español, en francés, de la poesía, de la Historia. Él comienza a hacer una biblioteca nueva y distinta en México, y el estudio de él debió tenerlo cuando pasó a su casa. Antes era una biblioteca en el apartamento, que era sabroso, cálido, pero en el que no había un sitio especial donde trabajar o donde leer. Pero cuando ya tiene el estudio en la primera casa, era solo biblioteca. Él tenía su clóset de la ropa, su baño, donde se bañaba casi que cantando, la biblioteca llena, deliciosa y el sofá donde yo dormía, y su escritorio y un sillón de lectura. De ahí, el cuadro de cosas entrañables que tenía. Tenía un Picasso lindo, comprado en Bogotá. Y de resto, amorosas chucherías que formaban parte de esos objetos que se vuelven un poco como talismanes.

 

Dice que cantaba en la ducha, ¿qué música le gustaba?

Desde niño escuchaba música clásica. Recuerdo que una vez saqué de su biblioteca una música española antigua. El compositor era Diego Ortiz. Resultó ser música para viola de gamba, y me encantó. Y cuando ya me iba a regresar a Bogotá, él me metió el disco en la maleta. Todavía lo tengo y todavía lo escucho. También le gustaba mucho el jazz, recuerdo artistas como Miles Davis. Y Beethoven, y todo lo que sé de música hoy lo sé por él. Hace poco estuvo en Bogotá Carlos Prieto, un violonchelista mexicano. Él tiene una pequeña página en la que publica cosas, y recuerdo que una vez escribió que le sorprendía el conocimiento que Mutis tenía de la música clásica y, sobre todo, de la música rusa. Lo que yo tengo de Stravinsky y de Bach es por él. 

 

Lo vio escribir, ¿cómo eran esos días?

 

Nunca lo vi escribiendo. Sí sabía dónde estaba la máquina, una máquina eléctrica que era de hierro, grande, pesada, pero no lo vi escribir. Cuando regresé a Colombia él me mandaba cartas. Las cartas son todas a máquina en papeles amarillo, azul y uno medio transparente. Siempre escribía a máquina. Él nunca entró a un computador, le parecía detestable. Y como a su amigo Gabo le gustaba mucho el computador, un día le pidió que le mostrara cómo funcionaba. El día que Gabo le explicó, ese día Mutis confirmó que no le interesaba. Cambiaba de máquina de escribir, pero no tenía nunca una ritualización en la escritura. Cuando le tocaba sentarse a escribir, él se sentaba a escribir, pero no era una persona con una imposición de trabajo, de horario permanente. Tal vez, después le pasó cuando empezó con las novelas.

Ahora que menciona a Gabriel García Márquez, el primer manuscrito de Cien años de Soledad fue leído por Mutis, e incluso en El general en su laberinto el Nobel escribió: “Para Álvaro Mutis, que me regaló la idea de escribir este libro”. ¿Cómo era esa amistad?

Ejemplarizante. Creo que es una cosa que nosotros hemos considerado un poco trivial. Dos personas que son capaces de mantener la fe, la confianza, la amistad en el otro, es porque se han portado de tal manera que no han traicionado nunca los principios que los sustentan como personas. Es decir, esa amistad es heroica. Quise escribir un poco sobre eso, no por escribir sobre la amistad entre ellos sino por cómo se funda un mundo vivible en un mundo invivible. Pero me detuve porque encontré en la bibliografía de Gabo lo que escribió sobre mi papá. Y puso: “una amistad en tiempos canallas”. Ahí ya estaba dicho todo. Los escuché un par de veces, cuando se referían a otras personas, decir: “En una novela de Julio Verne se detiene en el personaje del barco que le da rueda a la válvula del aire para el buzo que está abajo caminando en el mar en toda la escafandra”. Y concluían: “¿Tú le soltarías la manivela del aire a fulano?”, a lo que siempre respondían: “No”.

Su padre sentía cierta aberración por la política, ¿cómo era la relación con García Márquez en torno a esto?

Nosotros entendemos la política de una manera muy pobre, muy mal, muy triste, que es formar partido político. Que es una manera de excluir, de salir a las buenas o a las malas con sus propias ideas. Él no ve eso así, él ve eso simplemente como una corriente histórica y no tiene en eso prejuicios. Lo que a él le interesa es el hombre puesto a prueba en su propia historia. Entonces, la historia inmediata él piensa que es apenas el asomarse de una brizna de un hombre muy viejo que viene siendo canalla, terrible y maravilloso desde siempre y que solamente viendo la historia se puede medir qué honduras tiene. Y el presente le parece en eso apenas un muy pálido reflejo del hombre. Lo que sí le interesa es en qué momento el hombre es tan responsable o se quiere sentir tan responsable del destino de los demás que considera ese demás público, ese nosotros como la única zona sagrada. Y creo que por eso no hablaba con Gabo de esos temas ni nada, porque inmediatez le parece fatal, una trampa, un engaño. La política trafica votos, eso es todo. 

En eso, aunque no es la palabra adecuada, eran opuestos. Pero lo que interesa no es el periodismo del uno ni el no periodismo del otro sino dónde se juntan, y se juntan en la ética que hay sosteniendo esa labor. Nunca conversaron de política. A él le parece que la política actual es negociación de intereses y que es mezquina. Que realmente no se ocupa ni del ser humano ni de la persona, ni mucho menos de lo que debían ocuparse, que es de la cultura y del destino de su propia alma. 

¿Alguna vez coincidió con García Márquez en la casa de su padre?

No. Pero cuando escribí un libro de relatos para niños, que se llama Relámpagos de la ciudad, se lo dejé a mí papá. Como un año después me dijo que Gabo había ido a la casa. Gabo estaba muy pendiente de los escritores jóvenes colombianos, leía todo, mi papá también, no tanto como Gabo, pero lo hacía. Entonces me dijo que Gabo lo vio y le había pedido que si se lo podía llevar. Cuando se lo devolvió le dijo: “ese carajo se inventó una manera para poder contar sus vainas”. Pero así era como se hablaba de eso. Para mí es extraordinario porque pienso: aguantó una lectura seria pero la respuesta siempre era: “Son sus cosas”. Ninguno nunca halagó o criticó nada. Era una conversación dicha entre dos personas que tienen que decirse algo pero sin elogiar, sin dañar. Esa zona de ellos me gustaba mucho, y sobre todo ahora que no existe la valoro mucho.

¿Qué influencia hay de su padre en su oficio de escritor?

Él nunca me cuidó a mí como escritor, ni pensaba eso. Que cada quien cumpliera con sus duendes. Nunca pensaba que yo debía leer o que debía escribir. Libros que me haya regalado, muy pocos, sí. Uno que se llama Memorias de un revolucionario, de Víctor Serge, eso por ejemplo con una dedicatoria que dice “después de no sé qué, encontrarse con un libro tan esperanzador tal vez como este”, fue una cosa muy hermosa sobre el libro.

El personaje más representativo en la literatura de Álvaro Mutis es Maqroll ‘el Gaviero’. ¿Qué hay de Maqroll en Mutis?

 

La persona menos apropiada para hablar de un padre es un hijo, porque creo que hay mucho de la vida que uno no comparte porque no la ve, porque la están viviendo los adultos. No se les cuenta a los chicos todo, o más bien, no se les cuenta nada. Entonces, yo no sé mucho, pero como lector sí hago mis propias deducciones. Así las cosas, claro que Maqroll tiene mucho de Álvaro Mutis. Claro que es Álvaro Mutis. No podría tener uno un personaje desde su juventud hasta su vejez si no tuviera con él muy buenas vías. Que Maqroll extrema algunas cosas, seguramente, pero que es él, claro que es él.

 

Y en la vida real, ¿cómo peleaba Mutis con el sistema?

 

Es una pelea en la que él asegura que es un mundo equívoco y miserable. Que no vale la pena ser vivido. Entonces, hace con eso el trato normal que tienes que hacer sin ponerle a eso interés ni nada distinto. Es una trampa, piensa él. Y no respeta para nada eso, pero tampoco sale a la calle a gritarlo sino que escribe un libro. Para él, eso es la literatura. Es una especie de mitología con sus dioses y todo, pero es en ese lugar en donde sucede una realización interior que necesitamos. Y a medida que perdemos esa realización interior, y esa mitología, y esa literatura, y esa ficción y todo eso, empezamos a intentar realizar la vida aquí. 

 

Suena una tarea muy solitaria, ¿su padre era solitario?

 

Sí, era un hombre solitario pero no un hombre silencioso, ni uno triste, ni uno encerrado en sí. Sí era solitario porque las fuentes que lo sostenían eran fuentes lejanas para los demás. Era su propia infancia. Decía que era un águila solitaria. Sí era solitario, pero de una manera un poco distinta de lo que concebimos como solitario. Nunca pensó que la vida de él o la vida de una persona debían cargarse sobre otra. El tiempo de estar juntos era un tiempo para ser bueno, para construir lo bueno, no para cargar. Entonces, era un solitario que resolvía solo sus pesadillas. Y el tiempo de vivir, el tiempo de compartir era otro. Era un solitario estupendo. 

 

Después de la cárcel, Mutis empezó a ganar premios y a ser reconocido, ¿cuándo notó usted que su padre era famoso?

 

Él no decía que era famoso, solo decía: “Lo que pasa es que yo tengo muchos amigos”. Pero eso sucede con las novelas. Los libros de antes: La mansión de Araucaíma, El diario de Lecumberri, La muerte del estratega, los libros de poesía, uno por uno, no. Esos libros tenían un destino discreto, digámoslo así, y sobre todo entre escritores. Pero con la primera novela sí sucedió una cosa distinta, con un público distinto, una atención mayor. Le dan el primer premio en Francia, y ya en ese momento yo soy viejo, pero me di cuenta de que él era escritor muy tarde porque él no hacía vida de escritor. Escribía sus libros como quien escribe una carta. Como una cosa personal, íntima, muy seria pero sin nada que ver ni con premios, ni con público, ni con publicidad, ni con nada. Entonces esa vida no perturbaba la vida entre nosotros. Era como pintar en silencio. Después sí. Después ya uno se da cuenta, y a mí eso me espantó un poco.

 

 

¿Por qué?

Porque interviene entre la relación. Él me mandaba pasajes para mí y para mi mujer, por si queríamos ir a alguna entrega de un Cervantes o esas cosas. No quise ir nunca porque no quería verlo a él en una situación solemne. Nunca fui. 

 

Resulta curioso que a lo largo de esta entrevista usted ha hablado de su padre en tiempo presente. ¿Por qué?

Es que para mí, él no ha muerto.

 

*Publicado en la edición impresa de septiembre de 2018.