17 de Abril de 2023
Por:
Diego Montoya Chica

La familia Gaona saltó a la fama desde Chipaque, Cundinamarca, gracias a un canal de Youtube que hoy supera el medio millón de suscriptores. Su caso nos obliga a mirar de cerca la lucha eterna del campesinado colombiano: la del clamor por existir. 

Lo que representan los campesinos youtubers

*Artículo publicado en la edición impresa de julio de 2020.

ES TENTADOR escribir únicamente sobre lo bello, porque de eso hay mucho. Por ejemplo, acerca del combo naranja de gallinas que corretea detrás de Alejandro, el menor de los hijos de Nubia. Todos los días, plumas y botas de caucho vuelan por este pedacito empinado de montaña, como anunciando un carnaval. Y, frecuentemente, los ‘carrerones’ del niño terminan a los pies de su madre, quien abre sus brazos y se engancha en tal sincronía con él que parecen uno solo.

Bello también es David, el mayor de los dos, un adolescente que es una paradoja viva: por un lado, parece más inocente que los jóvenes de 14 años en la ciudad, a veces tan sobrados y cínicos. Sin embargo, él les lleva tal ventaja en la capa esencial de la vida, la de la lucha por las condiciones básicas de bienestar, que se los llevaría a todos por delante en uno de esos desafíos televisados de supervivencia. Por ejemplo, fue él quien destinó sus más recientes vacaciones a enmallar un sembrado de arándanos, fumigar papa, cosechar cilantro y sembrar maíz en predios ajenos, todo para poder pagar la conexión a Internet del lote donde están las casas de su tía y de su madre. Fue él quien pensó que sería una buena idea abrir el famoso canal de YouTube que hoy tiene a su familia en todos los medios de comunicación. Lo hizo porque, dice, “no había nada sobre el campo campo, el campo de verdad”. Y fue él, también, quien entendió que fruncir el ceño era legítimo – incluso apropiado– cuando, hace pocas semanas, las autoridades departamentales conectaron la energía eléctrica en su casita, por fin, después de 10 años de noches a punta de vela. No hay derecho: lo hicieron solo cuando vieron que su canal reunió 100.000 suscriptores en un solo día, una meta que no alcanza, ni en meses, un típico youtuber urbano de retos escatológicos y pelo verde.

 

Y bella también es Nubia, quien a pesar de haber quedado viuda hace dos años en un entorno social y económico machista; de haber tenido que retirarse del bachillerato hace casi los mismos años que tiene su hija mayor –ya también madre y lejos de la casa–; de haber sobrevivido al derrumbe que destruyó su primera casita, allí en ese mismo lote; e incluso a pesar de experimentar, desde que tenía 10 años, momentos de verdadero miedo por la vida –como aquella vez que soldados del ejército reprendieron a su familia por haberle servido un tinto obligado a un convoy guerrillero– la mujer insiste en que la pobreza es, si acaso,
para quien “no se pueda mover, ni tenga salud”. Porque, dice, “esto es un paraíso”.

 

Y sí que lo es. Por la forma en que el pasto alto y las copas de los alisos, los raques, sietecueros, helechos y encenillos se agitan con el viento. Por la casita de la mujer, que está encaramada en un rincón de la vereda Potrero Grande en el municipio de Chipaque, Cundinamarca, desde donde se puede ver montaña tras montaña, todas ellas de laderas tan empinadas que parecen las paredes verdes de un cañón. Por eso, por todo lo bello, el canal que lanzó la familia Gaona el pasado 29 de abril con la ayuda técnica de sus buenos vecinos –el ingeniero Sigifredo y su esposa, Juliana– ya no cuenta con 100.000 suscriptores, sino con 548.000, y sumando.

 

Otro ángulo 

Concentrarse en la cobertura dulce de la historia es perder una oportunidad para ver la difícil realidad del grupo social colombiano al que Nubia pertenece. Hija y nieta de labriegos, esta mujer de 36 años no aparece en las estadísticas nacionales como campesina. En la gran mayoría de cuentas del dane, los poco más de once millones de colombianos que habitan zonas rurales (tan solo el 22,9% de la población nacional, pues 77,1% vive en cabeceras municipales) están clasificados como productores agrícolas, pequeños o grandes. O, sencillamente, en la casilla de ‘otros’, al lado de indígenas o afrocolombianos, cuando se trata de autoidentificación cultural. 

 

Eso no es lo peor. Nubia no es reconocida en la Constitución Política de 1991 como sujeto campesino, pues esa palabra, “campesino”, no aparece sino una única vez en la Carta Magna. Está en su Artículo 64, en el que unos 400 vagos caracteres dicen que el estado debe “promover” el acceso a servicios sociales básicos para esta población. ¿Qué ocurrió para que la Asamblea Nacional Constituyente de 1991, tan inclusiva y celebrada, omitiera a estas personas que hacen parte fundamental de nuestra realidad como nación, pues no solamente son quienes preservan el modo de vida de la mayoría de nuestros antepasados, sino que son también los que ponen alimentos en nuestros platos y neveras?

La historia

Ana Jimena Bautista, coordinadora de Tierras y Campesinado de la ong Dejusticia, explica lo ocurrido en 1991 con tres hechos: “El primero es que organizaciones como la anuc (Asociación Nacional de Usuarios Campesinos de Colombia), por ejemplo, trataron de llegar en ese momento con vocería propia, pero tuvieron un problema con las firmas en la Registraduría. Como resultado, tuvieron que participar a través de otros que no necesariamente se reconocían como sujetos campesinos”. A esos otros, Luis A. Jiménez, presidente de la ANUC, se ha referido como ‘voces prestadas’. “En segundo lugar –dice Bautista– la Constituyente coincidió con el bombardeo a Casa Verde. El profesor Darío Fajardo ha planteado que esto envió a un sector del campesinado un mensaje simbólico muy fuerte de no reconocimiento y de cierre de espacios de participación. Y el tercer punto es que, a inicios de los noventa, estaban irrumpiendo con mucha fuerza los discursos del multiculturalismo que, en ese momento, se referían más a los sujetos étnicamente diferenciados y no tanto a los culturalmente diferenciados”.

Solo hasta la década del 2000, dice la abogada, esta población sería mencionada por la Corte Constitucional como un “sujeto de especial protección constitucional”. Rodrigo Uprimny, director de Dejusticia, explica en un vídeo publicado por esa ONG que tal clasificación tuvo lugar por tres factores. Primero, por la desigualdad estructural en la que ha vivido el campesinado: teniendo en cuenta, por ejemplo, la altísima concentración de la propiedad de la tierra, esta puede llegar –dice el abogado– a un índice de GINI de 0,9 en el campo (siendo 0 la igualdad absoluta y 1 la desigualdad absoluta). Segundo, por la brecha de pobreza entre lo rural y lo urbano, que él ejemplifica con un dato: “El acceso al alcantarillado llega al 97% en lo urbano y en lo rural difícilmente llega al 60%”. Y tercero, lo que denomina una “brecha de reconocimiento”.


Con esto último se refería a la ausencia de campesinado en la redacción de la Constitución. Pero hay un dato complementario que es tan real como inverosímil: hasta hace poco, ni estado, ni gobiernos, ni organizaciones de la sociedad civil, tuvieron a la mano una única definición del concepto de campesino. Es decir: nunca nos habíamos puesto de acuerdo en quiénes son. Allí, en el jardín de Nubia, esto parece un absurdo. “Yo sí soy 100% campesina, y quisiera apoyar a mis hijos para que sigan con la tradición del campo”, dice ella en Potrero Grande. Cuando se le pregunta qué es lo que más le gusta de vivir allí, dice: “Aquí siento la paz y el amor de Dios. Y hay otra cosa que me gusta mucho: aquí puedo hablar con mis plantas. Les digo: ‘Hola, mis señoritas, nos vemos en la tarde que me voy a hacer el resto de mis cosas”.

La pelea

La organización dirigida por Uprimny acompañó una acción de tutela interpuesta por cerca de 1.800 campesinos para que el estado les reconociera como sujeto de derechos. Pero con especial foco en uno de esos derechos: el de la igualdad material, referida en el Artículo 13 de la Constitución Política. En febrero de 2018, la Corte Suprema de Justicia falló a favor de este recurso, que no ha sido el único, sino el más reciente de una tanda de acciones adelantadas desde la década de los noventa y que no solo han incluido tutelas y demás apelaciones jurídicas, sino también movilizaciones y paros. Largos, sufridos y disruptivos paros, como aquel de 2013, que el expresidente Santos menospreció al decir: “el tal paro agrario no existe”. Con el fallo, explica Bautista, la Corte Suprema “exhorta a las instituciones a que se conceptualice y se caracterice a la población campesina”. Y lo hace con un propósito: “La formulación de políticas públicas, planes y proyectos que permitan proteger su derecho a la igualdad material”.

¿Cómo han respondido las autoridades? En primer lugar, una comisión de expertos elaboró la siguiente definición del campesino: “Sujeto intercultural que se identifica como tal, involucrado vitalmente en el trabajo directo con la tierra y la naturaleza; inmerso en formas de organización social basadas en el trabajo familiar y comunitario no remunerado y/o en la venta de su esfuerzo de trabajo”. Segundo, el dane incluyó e incluirá preguntas precisas sobre el campesinado en tres encuestas: la Encuesta de Cultura Política, cuyos resultados se publicaron el pasado 24 de marzo, justo cuando se decretó la cuarentena; la Encuesta Nacional Agropecuaria de 2019 (ena), publicada pocas semanas después, y la Gran Encuesta de Hogares, aún pendiente por realizarse. Y tercero, para responder al ‘mandato’ de la formulación de la política pública, el Ministerio del Interior creó el Grupo de Asuntos Campesinos, pero los avances en este frente han sido muy pocos.

Los resultados conseguidos en los dos primeros frentes son muy dicientes, y particularmente en el plano estadístico. Por nombrar un solo ejemplo –y pese al deterioro del campesinado colombiano por múltiples factores como la guerra y la pobreza–, las primeras encuestas registraron un fuerte orgullo de identidad. “En la ena salió altísima la autopercepción campesina: supera el 90%”, dice Juan Guillermo Ferro, profesor asociado de la facultad de Estudios Ambientales y Rurales de la Universidad Javeriana y quien ha hecho un seguimiento detallado a todo este proceso. Tiene razón: incluso en la ciudad de Bogotá – según la Encuesta de Cultura Política– 10% de los encuestados se identificó como campesino. “Hay indígenas y afros que se reconocen como campesinos, además de cómo indígenas y afros. Quizás, entonces, la matriz campesina es más incluyente”, afirmó Ferro.

Escoger la perspectiva

Otra fuente de autoridad consultada, líder en una organización dedicada al tema de las tierras –un asunto tan delicado en Colombia que esta persona pidió no ser identificada– argumentó que, si bien el reconocimiento del sujeto campesino es clave para la garantía de sus derechos políticos, los planes y programas oficiales no se deberían diseñar, únicamente, con un criterio poblacional – es decir para afros, para indígenas, etcétera–, sino territorial: teniendo en cuenta dimensiones adicionales a la población, como por ejemplo la ambiental. “El Acuerdo de Paz se hizo con enfoque territorial, justamente, para superar el enfoque poblacional, que puede ser excluyente”, sostuvo. Pero para el profesor Ferro, de la Universidad Javeriana, “eso es un falso dilema, pues una perspectiva no elimina a la otra”. Con él coincide Ana Judith Blanco, investigadora de la ong de salud pública Sinergias y quien ha trabajado durante décadas con comunidades vulnerables: “Incluso a nivel microrregional hay diferencias importantes que no se pueden olvidar a la hora de diseñar una política pública. Una política para el Cauca, por ejemplo, no puede dejar de lado apartados especiales para indígenas, y otros para su campesinado”, dice.

La promesa

En un análisis publicado en El Espectador el pasado 8 de junio, el abogado y sociólogo Alejandro Reyes vaticinó que “la próxima crisis será alimentaria” y que, pese a que Colombia no tiene “ventajas tecnológicas ni industriales”, sí tiene otras muy competitivas en el mundo rural, gracias tanto a nuestros abundantes recursos naturales – agua, bosques, suelo, área, distintos pisos térmicos, etcétera– como a nuestra población campesina. El punto central del artículo es que Colombia, para aprovechar ese potencial, debería optar por un modelo de desarrollo enfocado en lo agrario, teniendo en cuenta variables de sostenibilidad social y ambiental. Pero su texto también dice: “El país debe diseñar una estrategia de salida a la crisis social y económica que comenzó a desplegarse, con efectos acumulativos y progresivos, y debe lograr una mejor inserción a la economía global. El problema de la desigualdad se vuelve más acuciante y debe pensarse un desarrollo inclusivo que reactive la demanda con mayor ingreso en la base de la población”.

Crisis sociales como la que menciona Reyes se replican en muchas latitudes, como un monstruo de mil caras. Cuando un policía mató a un afroamericano indefenso el 25 de mayo en Estados Unidos, algunas de las manifestaciones sociales resultantes se tornaron violentas. El conductor del programa The Daily Show, Trevor Noah, reflexionó sobre esa situación con una mirada particular: ese asesinato, así como otros maltratos a la comunidad afro, suponen una ruptura del ‘contrato social’ que todos firmamos cuando decidimos vivir en sociedad, ruptura que puede desencadenar grandes problemas. Por eso, a las personas como Nubia –que aportan su trabajo desde el campo para producir nuestros alimentos y que cuidan los ecosistemas, pese a la precariedad del mundo que les ofrecemos–, debemos cumplirles en ese contrato.

“A mí me gustaría poder estudiar sistemas, me llama mucho la atención un computador”, dice Nubia, y reflexiona sobre su canal: “En realidad, nunca pensamos que fuera a ser semejante éxito: solo queríamos llevar nuestra risa y alegría a la gente que no puede salir, sobre todo ahorita durante la pandemia”. La mujer nota que uno de los perritos de su hermana anda por ahí con una chancla en el hocico, y le dice a David entre risas: “Démele, démele, papito”, pero el niño solo toma la chancla y se la lleva, dejando impune al perro. A David no le interesan los computadores, sino la arquitectura, “para volver al campo y ayudarle a la gente”. Alejandro todavía tiene mucho tiempo para decidir a qué se quiere dedicar en la vida. Ojalá no le fallemos a ninguno de ellos.