Archivo Particular
16 de Febrero de 2018
Por:
Carolina Sanín

La serie, que se emitió semanalmente durante ocho años, no parece tener un solo episodio que no sea chocante, hilarante, conmovedor y sorprendente.

'House M.D.', un clásico incorrecto

En las recién pasadas vacaciones traté de ver algunas de las nuevas series de Netflix. De la mayoría no pasé del primer episodio y, aunque sé que la parte no es suficiente para juzgar el todo, tal vez la primera entrega sí sea suficiente para descartar un producto que aspira a enganchar a sus consumidores. No pude con los diálogos acartonados de Mind Hunters ni con su pretenciosidad previsible. La serie francesa La Mantis tiene un guion inverosímil, y giros argumentales a la vez torpes y traídos de los cabellos. La alemana Dark no sustenta su exceso dramático con una narrativa sólida, y parece una mala imitación de Stranger Things. La cuarta temporada de Black Mirror es aún más pobre que la tercera: una especie de fantasía paranoica para adultos infantilizados, con guiones insulsos, historias moralistas con castigo, una estética que mezcla el anuncio publicitario con el videojuego, y una problemática que trata de parecer novedosa para aquellos que no saben que, desde siempre en nuestra tradición literaria, el tema de las realidades paralelas se ha explotado continua y genialmente.

Me puse un día, entonces, a ver House, M.D. en Netflix, donde están disponibles las siete temporadas de la serie, que terminó de emitirse en 2012. En el pasado la había visto esporádicamente y la había disfrutado, pero no la había seguido con fidelidad. El mes pasado, después de ver cualquier capítulo al azar, ya no pude despegarme. De la gran cantidad de series de televisión por entregas independientes (es decir, que tienen una trama que se resuelve en cada capítulo, y no una trama continua que se resuelve al final de cada temporada), que han quedado relegadas al cable básico, la mayoría ‒con la conspicua excepción de Law and Order: SVU, que lleva diecinueve temporadas‒ son mediocres, cuando no muy malas. Series como Criminal Minds, Chicago Fire, NCIS, Chicago P.D. y todas las variantes de CSI suelen tener personajes poco emocionantes e intrigas diseñadas para matar el tiempo. House M.D., que se emitió semanalmente durante ocho años, no parece tener un solo episodio que no sea chocante, hilarante, conmovedor y sorprendente. La historia tiene una estructura recurrente, y la estrategia del desenlace es repetitiva. Pero siempre es buena.

Ya todos deben de saber de qué se trata: el doctor House se especializa en diagnosticar enfermedades a partir de síntomas extraños, múltiples y contradictorios en sus pacientes. Creado según el modelo de Sherlock Holmes, es un lector talentoso de claves y personalidades. Es un detective, pero con una variación astuta: no solo puede adivinar la causa del daño que la víctima (en este caso el paciente) ha sufrido, sino que, a diferencia del detective, puede evitar la muerte y sanar. El doctor House (que resucita a más de un muerto y, al final de la última temporada, se resucita a sí mismo) es una versión de Jesús: sabio, excéntrico, serio y duro. Hace el bien, pero no por bondad ni por alcanzar una recompensa, sino por un genuino interés en el misterio, en el ser humano y en el saber. Antepone la curiosidad a la ética convencional, y la valentía al consenso. No es simpático. No es feliz. Es caprichoso, pero no frívolo. Es un dios y a la vez un genio, una combinación rarísima en nuestro imaginario.

Ver al doctor House, encarnado por el concentrado y atinado Hugh Laurie, aporta adicionalmente cierta frescura por estos días. Su eficacia excusa sus yerros, sus ofensas y sus incorrecciones. Su clarividencia y su incapacidad tanto para la bondad como para la maldad hacen que no sea sancionable ‒ni por su jefa, ni por sus subalternas, ni por la televidente‒ su constante e incómoda incorrección política. Es un personaje no heroico ‒sino más que heroico: divino‒ que puede servir como un caso interesante para observar en medio de la actual fiebre de sanción moral.

 

 

*Publicado en la edición impresa de febrero de 2018*