Las alabadoras de Bojayá se presentaron en el acto de firma de la paz el 26 e septiembre de 2016 en Cartagena.
Foto Efraín Herrera | Cortesía Presidencia de la República
2 de Mayo de 2017
Por:
Ana Catalina Baldrich

Se cumplen 15 años de la masacre de Bojayá. A propósito, las mujeres de Colombia y de Ruanda comparten más que la raza. Aquí y allá usan sus voces y su ritmo para curar el alma y dejar atrás el dolor del conflicto con música tradicional. ¿Cómo lo hacen?

El compás de la paz

El 26 de septiembre, frente a mandatarios, guerrilleros, empresarios, periodistas e invitados especiales que asistieron a la firma del Acuerdo de Paz con las Farc, diez mujeres de Bojayá alzaron la voz hacia el cielo. Con sinceridad, desparpajo y ritmo, relataron la realidad de su municipio. Agradecieron la búsqueda de la paz, pidieron justicia. Y al final de su alabao preguntaron claramente: “Oiga señor Presidente, hágasenos para acá, y con esos otros grupos, díganos qué va a pasar”.

Máxima Asprilla era una de esas diez mujeres. Como sus compañeras, se vistió con pantalón negro y una blusa blanca adornada por una flor morada en la solapa. “El alabao es un canto fúnebre, religioso, de mucha tristeza”, dice Máxima.

Ancestralmente las mujeres del Pacífico colombiano han cantado. Han alabao a sus muertos para despedirlos, han acompañado el duelo con sus cantos. Sin embargo, el 2 de mayo de 2002 tomó vida un alabao que, además de fúnebre, se convirtió en denuncia.

Un cilindro bomba lanzado por las Farc a la iglesia de Bellavista, cabecera municipal, le arrebató la vida a 49 niños y 30 adultos que se resguardaban del fuego cruzado entre paramilitares e insurgentes.

Ese día, Máxima no se refugió en la iglesia sino en la casa de las hermanas agustinas. Por eso no murió. Por eso, junto a otros 49 supervivientes, formó el grupo. La mayoría son mujeres. Solo hay seis hombres. Sus edades oscilan entre los 13 y 80 años. Son ‘Las alabaoras de Bojayá’. “Como grupo, a través del canto empezamos a componer para demostrar la inconformidad y el dolor que sentíamos por lo que estaba pasando con nosotros. Bojayá era un municipio olvidado por el Gobierno Nacional. A través del canto empezamos a hacer denuncia y a publicar el municipio. La memoria no se puede olvidar”.

Máxima cuenta que sus alabaos de denuncia y resistencia sirven para contar los acontecimientos y para evitar que el Gobierno se olvide que la masacre ocurrió. Pero también dice que sus cantos liberan. “Puedo atreverme a decir con certeza que Bojayá es pionero de paz. Mire, un macabro hecho como el que ocurrió en Bojayá y sentarse uno a socializar con el municipio –somos más de 12.000 habitantes– y decir que nosotros estamos de acuerdo con perdonar, eso es algo muy grande”.

Algo grande que quedó demostrado en el plebiscito del 2 de octubre. El 95,78% de los votantes locales aprobaron el acuerdo entre el Gobierno y las Farc. Y es que el perdón, como dice Máxima, es un mandato. “El alabao nos indica que hay que hacerlo. Hay que hacerlo. Es una manera de poder ayudar. De hecho, a nosotros nos decía Iván Márquez un día cualquiera: ‘Ustedes nos han dado duro. Con esos alabaos están diciendo la realidad, que ya no quieren más la violencia’ ”.

 

 

Odile viajó desde Ruanda para participar en un seminario en Bogotá donde compartió su experiencia con Paola, que viajó desde Tumaco. Foto/Felipe Abondano

 

Ni hutus ni tutsis, tambores de ruanda

 

En Ruanda, los sonidos del tambor eran masculinos. Por siglos, su redoble estuvo destinado a darle ritmo a la cotidianidad del rey. Por siglos, fue un oficio exclusivo de unos pocos hombres elegidos para tocarlos. Por siglos, el instrumento tuvo un significado sexual: las baquetas eran el órgano masculino, el tambor era la parte femenina. Por siglos, el tambor significó poder. Por esto, las ruandesas nunca habían tocado los tambores, nunca habían tenido poder.

Así fue hasta 1994, cuando los hutus atacaron a los tutsis y desataron uno de los peores genocidios de los que se tenga registro. Casi un millón de personas fueron asesinadas a manos de sus vecinos, sus amigos, incluso sus familiares, por pertenecer al pueblo minoritario del país africano.

El genocidio dejó el país en manos femeninas. Tras los asesinatos y las respectivas capturas por los crímenes, las mujeres pasaron a ser el 74% de la población. Ocuparon todos los espacios: se convirtieron en cabezas de familias, en el sustento del hogar. Se convirtieron en el poder de Ruanda. El genocidio forzó el cambio. Listas o no, las mujeres debieron reconstruir el país.

Odile Gakire no presenció el genocidio. Sus padres son tutsi, lo cual los obligó a viajar al Congo. Allí nació ella. Allí ella y sus hermanos tendrían la oportunidad de estudiar sin rechazo, sin discriminación. El resto de la familia (abuelos, tíos, primos, también tutsis) no corrió con la misma suerte. Todos fueron asesinados. 

Cuando las condiciones se dieron, Odile y su familia regresaron. Con la idea de construir, Odile quiso darle vida a un proyecto social. Quería trabajar con profesionales. Por eso buscó en las universidades. Sin embargo, lo estudiantes, entre sus deberes diarios y exámenes, no tenían tiempo. 

“Yo necesitaba trabajar con gente que tuviera tiempo. Y miré a mi alrededor y vi mujeres que no fueron al colegio, que cuidan sus familias pero tienen mucho tiempo libre y no saben cómo emplearlo”. Les propuso la idea: emplear su tiempo libre en actividades poco usuales. No quería convocarlas para formar grupos de danza y canto. Quería que ellas formaran parte de actividades de las que siempre fueron excluidas: el cine, la escritura, los tambores.

“Cuando les dije que íbamos a tocar tambores, sintieron temor. Decían: ‘¿seré capaz de hacer eso?’, ‘eso es para los hombres’ ”. Para librarlas de sus miedos, invitó a un grupo femenino de percusión de Senegal. Les demostró que sí era posible.

Tras cuatro años de trabajo, mucho ruido y emoción, en 2004 nació Ingoma Nshya, un grupo de veinte mujeres que a diario desafían la memoria, el rencor y la tradición a ritmo de tambor. 

En el grupo hay mujeres hutus. En el grupo hay mujeres tutsi. En el grupo hay ruandesas. “Esa es la vida real para todos. Porque vivimos unos entre los otros. Luego del genocidio, teníamos dos opciones: seguir matándonos los unos a los otros o encontrar la forma de vivir juntos. Vivíamos en un círculo de violencia que teníamos que parar”. 

Odile dice que la música, como el fútbol o todas aquellas actividades que exigen un equipo, son importantes para reconciliar y perdonar; que las mujeres consiguen liberar el estrés y se divierten; que no importa que al regresar a casa continúen sus problemas. Lo que vale es que cuando tocan se sienten vivas.

Carmen Barbosa, coordinadora de la Maestría de Musicoterapia de la Universidad Nacional, explica que el que dos personas consideradas “enemigas” puedan compartir a través de la música se debe a que en ese momento el ser humano aplica un lenguaje diferente: “cuando estamos haciendo música no estamos juzgando. Estamos en una dimensión diferente, en un lenguaje emocional y simbólico que nos cambia. Logramos separarnos del conflicto y entramos en la dimensión social y valorativa. Por eso es posible que en esa liberación podamos estar junto a nuestro enemigo”.

En la Ruanda de hoy ya no hay divisiones. No se clasifica a las personas por su pueblo de origen. Ahora todos son ruandeses. Sobre los dolores del pasado, Odile asegura que las mujeres del grupo son capaces de dejar a un lado las diferencias y crear juntas. Al fin y al cabo, a la hora de quejarse de sus maridos, da igual quién tiene a un familiar en la cárcel o quién lo tiene en el cementerio, todas se quejan por lo mismo.

 

Cantar para resistir

 

Pasada la una de la tarde del 1º de febrero de 2012, Paola Navia apuró a su hermano. Tenía que pasar por la papelería. Los niños del curso recreacional que ella coordinaba no tardarían en llegar a la playa. Ese día en Tumaco se celebraría la fiesta de despedida de las vacaciones. Pero su hermano se demoró. Antes de encender la moto, entró al baño. Esa demora los salvó.

Cerca de las dos de la tarde encendieron la moto. No habían recorrido 20 metros cuando escucharon la explosión adelante. La moto perdió equilibrio. Tumaco se sacudió. Una nube blanca avanzó por la vía. Las Farc habían atentado contra la Estación de Policía. 

Paola reconoce que su municipio estaba acostumbrado al conflicto entre paramilitares y guerrilleros que operaban en la zona; que hasta perdió amistades importantes por cuenta del reclutamiento. Pero nunca pensó que el conflicto atacaría el corazón de Tumaco y se llevaría la vida de nueve personas y dejaría heridas a más de 70. Eso la marcó.

El conflicto dejó sus huellas en las calles, en la memoria, en las tradiciones. Ancestralmente la música ha acompañado la cotidianidad del Pacífico Sur colombiano. Ancestralmente, las cantadoras han relatado el cultivo del arroz, las jornadas de labores en los campos, las infidelidades de los hombres, los nacimientos y la muerte.

Paola cuenta que con el azote del conflicto, con la pérdida de los ríos por la minería ilegal y el quebrantamiento de la misma familia como máxima institución, la mujer tuvo que utilizar su voz, su canto, para paliar toda esa tristeza. La mujer comenzó a cantar no solo al dolor sino también a la alegría, para sopesar y resarcir. Así apareció la resistencia. 

“Quédese, defienda el territorio, no deje su casa, no se vaya desplazado a la ciudad. La solidaridad siempre ha permeado todos los espacios dentro del Pacífico. La gente viene a cantarle a la paz, a la tranquilidad, a la armonía del territorio para recobrar la espiritualidad que te da fuerza, te recupera y te sana”, dice.

Paola Navia decidió reunir a las cantadoras, a esas que cuentan la cotidianidad del pueblo, a esas acompañantes del sonido de la marimba de chonta. Fundó en 2006 la Red de Cantadoras del Pacífico Sur. Hoy cuenta con 280 integrantes. El 65% son mujeres: las sabedoras, de edades entre los 75 y 80 años; las cantadoras, entre 55 y 40 años; las aprendices, entre 30 y 20 años, y las renacientes, que son las más jóvenes.

En el Pacífico, los cantos tradicionales están inmersos en cualquier espacio y en todos los acontecimientos, desde el nacimiento hasta la muerte. Y todos estos espacios tienen contextos comunitarios. 

Según Federico Demmer, director del Conservatorio de la Universidad Nacional, este tipo de manifestaciones favorecen cualquier proceso de reparación colectiva: “Ellos tienen una ventaja y es que tienen lazos sociales. Son comunidad. La identidad es común, es social, es territorial. Esa identidad comunitaria facilita esos procesos”.

La reparación colectiva se evidencia en la solidaridad que describe Paola cuando relata cómo los cantos improvisados arropan a las madres que son forzadas a enterrar a sus hijos. “La solidaridad se extiende entre las mujeres y vienen estos alabados, que son cantos fúnebres, que tienen mucho sentimiento y espiritualidad. No sé cómo explicarlo: es entrar en una especie de trance para poder sanarnos, para poderle cantar al otro, para exteriorizar”.

De la misma forma, en Bojayá las alabaoras ayudan a los deudos en su duelo. Lo han hecho tradicionalmente. Cantan para exteriorizar el dolor y ayudar a curarlo. Por eso tienen una deuda pendiente con las víctimas de 2002: piden la exhumación. Las víctimas merecen cristiana sepultura, los sobrevivientes merecen hacer su duelo, pero sin alabao no es posible. Y es que, como dice Máxima: “el dolor se despide mejor con música”. 

 

 

*Publicado en la edición impresa de noviembre de 2016.