Archivo particular
16 de Diciembre de 2016
Por:
Carolina Sanín

En su primera temporada, la historia de Isabel II de Inglaterra y de cómo ascendió al trono. El episodio de la coronación vale oro.

The Crown

En este año de nuestro desengaño con respecto a la democracia, ha sido oportuno el lanzamiento de The Crown (Netflix), una serie que tiene un cariz tan ensayístico como dramático. The Crown cuenta la historia del reinado de Isabel II de Inglaterra y de la familia Windsor, pero sobre todo se ocupa de mostrar en qué consiste la monarquía. Su primera temporada, de diez episodios, relata acontecimientos de entre 1947 y 1955; va desde el matrimonio de Isabel hasta la decisión sobre el compromiso matrimonial de su hermana Margarita.

La serie, que en sus primeros capítulos avanza con la misma pompa tediosa y estereotípica de Downton Abbey ―pero sin la gran moda de esta, y sin prácticamente ningún suspenso, pues cuenta una historia conocida― va ganando en tensión y profundidad hasta coronarse en el quinto episodio, que es el de la coronación de Isabel. Este episodio se narra de dos maneras paralelas: el televidente asiste a la ceremonia de coronación e intermitentemente asiste también a la transmisión de la ceremonia por televisión en el salón de Eduardo VIII, por cuya abdicación Isabel es heredera al trono. Las actuaciones del rey que no fue y de la reina que será confluyen en un clímax emocional con el que se consigue que, en adelante, el espectador entienda que el drama está en la reconfiguración de la identidad de una joven que se transforma en reina mientras se mira en el espejo invertido de su tío, el rey que se transformó en mortal.

La información que se da acerca de la monarquía a través de la serie sugiere al espectador preguntas acerca de la representación política; por ejemplo, cómo alguien no elegido sino ungido por derecho dinástico puede encarnar la voluntad popular, y cuál es el poder real que ejerce una figura aparentemente ornamental: ¿es el poder de dignificar a una nación y actualizar su historia?, ¿o es el de organizar la narrativa de la vida de un imperio?, ¿o es el de unificar espiritualmente a una colectividad y darle esperanza?

 

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La lectura que la serie hace de la monarquía también suscita reflexiones sobre la temporalidad y la identidad. La institución monárquica, que según el lugar común “desafía el tiempo”, efectivamente desmiente el paso del tiempo: la contemplación de la permanencia de la corona ―que es la misma sobre distintas cabezas mortales― y de la identidad del rey ―que nunca muere y es siempre el mismo aunque tenga distinto nombre y distinto sexo― da a los humanos la oportunidad de reflejarse en la inmortalidad y de entender que esa oportunidad depende de su integración y su sujeción.

Disfruté de ver a Claire Foy interpretar a la reina lacónica. Recordé que el de soberano es el papel trágico por excelencia y que debe de ser el más difícil para un actor, ya que el soberano es un personaje que a la vez está siendo interpretado por otro actor (la persona coronada) a cuya personalidad no se tiene acceso. Me interesó, además, ver a la familia real como un grupo de rehenes, de personas que no pueden seguir su deseo y que están sometidas, con mayor rigor que los demás, a una serie de reglas. Fue novedoso para mí imaginar a los príncipes como jugadores (puesto que quienes solo se dedican a cumplir reglas se dedican a jugar) y, simultáneamente, como fichas. Me impactó cómo se representaba la ignorancia de la reina, o su peculiar educación sin contenidos. Quisiera que en la próxima temporada, como dijo mi hermano, mostraran más perros y hablaran más sobre perros, que es de lo que más nos interesa de la reina y, por lo visto, de lo que más le interesa a ella. 

 

 

*Publicado en la edición impresa de diciembre de 2016.