Ilustraciones | Juan Gaviria
Ilustraciones | Juan Gaviria
16 de Febrero de 2023
Por:
Andrés Ospina *

El 14 de febrero se celebra el que, dicen, es el día más romántico del año. ¿No será, más bien, una jornada extenuante en la que el amor justifica las más estridentes cursilerías? 

Confesiones de San Valentín

 
*Publicado en la edición impresa de febrero de 2020. 
 
SI SE TRATA de ser honestos –cuanto menos con respecto a mi generación en Colombia–, el llamado ‘día de San Valentín’ parecería ocupar sitio de privilegio en la lista de embelecos recientemente promovidos por las cámaras de comercio, la globalización y la mercadotecnia del amor.

Algo semejante ocurre con los huevos de pascua, el Oktoberfest, el Thanksgiving Day, el happy birthday to you, el Christmas Day, los black fridays y los descuentos cerveceros del St. Patrick’s Day. Supongo que algo similar experimentaron nuestros ancestros cuando el país se nos plagó de ‘Santa Clauses’, cuando los árboles navideños dieron al traste con el pesebre de siempre o cuando el ‘tricky-tricky halloween’ se impuso. “Cosmopolitismo”, dirían algunos. “Sincretismo”, replicarían otros.

Ahora… chovinismos aparte –y me refiero a quienes tienen mi edad–, nuestra infancia estuvo más asociada al festejo del amor y la amistad y al juego del amigo secreto, en el que tanto ricos como ‘vaciados’ rogábamos que la papeleta con el nombre de uno no cayera en las manos del tacaño del curso o del amarrado de la oficina.

El 14 de febrero, festividad legitimada por el santoral católico desde el II Concilio Vaticano de 1969, beneficia a floricultores, emprendedores de la industria ‘motelera’, desposeídos del afecto en pos de conquistas y reconquistas, además de algunos otros individuos comunes o comerciantes. Comoquiera, ante tanta novedad, existen dos caminos por tomar. El primero consiste en mantenernos anclados a nuestro anacronismo, a quejarnos de “esos ‘perendengues’ modernos” o a optar por permanecer indiferentes. El segundo, en abrazar el cambio.

Adecuarse a las demandas del romanticismo posmoderno no es del todo fácil para quienes crecimos convencidos de que una tarjeta de Timoteo, una esquela, una ochenterísima credencial, un vil acróstico, una tarjeta membretada de Kiut o un poema plagado de versos de aquellos que remataban cada línea con verbos terminados en ‘ar’ en ‘er’ y en ‘ir’ bastaban como ofrendas. Hoy la curva beneficio-costo e inversión-recompensa va tornándose cada vez más sinuosa.


 

En principio, porque –al tratarse de
una imposición cultural en la que los alcances adquisitivos del aspirante o de los ya consagrados novios, novias, maridos y ‘maridas’ juegan un rol crítico– los ilíquidos siempre jugarán en franca desventaja y con el árbitro en contra. Triste decirlo, pero existen diferencias insoslayables entre la expresión de la homenajeada –y hablo en masculino porque soy hombre y heterosexual– ante una caja de rosas de Don Eloy amarrada con fino listón de terciopelo, que ante la contemplación de una florecilla hurtada por algún hippie insolvente de un jardín cualquiera. También porque, por causa del incremento poblacional y de las veleidades demográficas, hoy la competencia en el momento de conquistar o de demostrar el afecto suele ser reñida y desleal. La ecuación implantada en el inconsciente del ‘regalado’ es bien simple: a mayor cuantía en la ofrenda, mucho más altas posibilidades de éxito, así como también una percepción más sólida de la pasión que enmarca el detalle y de la solidez financiera del candidato. Mientras mejor el ‘detallito’, más cariño y compromiso.

La historia del beato Valentín y su relación con asuntos románticos se remite a siglos remotos, aunque bien podría tratarse de lo que llamaríamos un caso clásico de ‘fake olds’. Cuenta la sabia Wikipedia que durante los años en que Claudio II proscribió el cristianismo, el santo en mención optó por revelarse ante tan poco romántico dictamen casando en forma ilegal a soldados retenidos en calidad de reos con sus respectivas amadas. Semejante atrevimiento fue de pésimo recibo por el soberano, lo que lo condujo a capturar al revoltoso sin miramientos y luego –aconsejado por los allegados del emperador– a ordenar su decapitación. Con todo y lo anterior, en medio de la espera para el descabezamiento, el heroico de don Valentín descubrió que el juez responsable de la condena tenía una hija ciega. Conmovido, el futuro beato dedicó sus días finales a elevar súplicas al Altísimo en las que le rogaba regalarle a la inocente joven aquel don del que carecía. De camino al cadalso, el mártir entregó un papel a la dama en mención y, para desconcierto de esta, la invitó a que lo leyera.



 
En principio la jovencita quizá supuso que la perspectiva de una muerte próxima debía haberle arrebatado la razón a don Valentín, dada su condición en teoría incurable de invidencia. Pero toda duda quedó disipada cuando al desplegar el papelillo sus ojos vieron la luz. “Tu Valentín” fue la frase inicial que alcanzó a descifrar la dama una vez su protector ‘perdió la cabeza’. Con los siglos, el catolicismo encumbró a San Valentín como el patrono de aquellos que se amaban y la fecha con su nombre terminó rotulada como todo un tributo a la fertilidad, dos aseveraciones históricas que bien podrían sustentarse a cuenta del inmenso número de criaturas de la especie humana concebidas en residencias, ‘desnucaderos’ y algunos otros establecimientos dedicados al ejercicio de las lides amatorias durante el día en cuestión. Todas llegan al mundo entre noviembre y diciembre. No obstante, resultaría injusto descartar la etimología misma del nombre Valentín, pues a juzgar de quien escribe estos párrafos es precisa una considerable dosis de arrojo para lanzarse a la aventura de dar un obsequio propicio con motivo de dicha conmemoración.

Lo digo por el reto que presupone encontrar una ofrenda a la altura de las expectativas de aquel o de aquella a quien pretendemos homenajear. También porque conozco el sinfín de ridículos en los que han caído muchísimos amigos bienintencionados a la hora de hacerse a los favores amorosos del objeto de sus delirios. Como el de cierto amigo cuyos ímpetus pasionales lo llevaron al exceso de perseguir a quien no lo correspondía con una estrella luminosa en mano de un extremo a otro de la ciudad, tan solo para recibir un insuficiente e incómodo ‘gracias’ sumado a un abrazo fraterno con ‘sobada compasiva de espalda’ de esos que tanto ofenden a quien va en pos de fines menos castos.

De hecho, y esta es una confesión hasta hoy guardada con celo, alguna vez incurrí en la indignidad de colarme a hurtadillas en el sótano del edificio de aquella por quien entonces suspiraba, con el propósito de adherirle un centenar de post-its que en conjunto conformaban un poema extenso estampado sobre su Chevrolet Sprint y que al final me dejaron como saldo en contra una imborrable fama de acosador y de demente al borde de ser castigado con una caución, en caso de insistir. 

 

Más allá de sexismos y de conquistas de género, justo es señalar que la cultura ‘sanvalentiniana’ sigue perpetuando falocracias y machismos. Aún se espera que sea el hombre quien “pague e invierta”. Lo anterior nos conduce de modo inevitable a aquello que en el fondo les “interesa a todos los interesados” en hacer lo propio durante el día de San Valentín sin incurrir en una estrepitosa cursilería o un desmán económico a crédito de esos que lesionan por igual autoestimas, cupos de tarjetas y bolsillos.

¿Cuál será, entonces, la manera ideal de proceder o el detalle perfecto cuando el imperativo radica en sobrellevar el San Valentín del modo más sensato y eficaz posible? Para comenzar, algunos consejos simples y no pedidos… Uno de índole presupuestal: supe de una joven cuyo principal motivo para prendarse de quien luego sería su exesposo fue el impresionante apartamento del que la familia de este último era propietaria en El Rodadero. La conclusión: “no hay dinero que pague lo que el amor por medios propios no consiga”. Indispensable una conducta ejemplar duradera venida del potencial conquistador. Y, todavía más importante, cabe dosificar con la debida racionalidad el monto destinado a impresionar de manera positiva a quien amamos. De poco o nada vale debutar con un regalo faraónico si a la vuelta de unos meses se tornará imposible mantener el ‘ritmo de dádivas’ con costos similares a aquel empleado en la fase del galanteo. Lo anterior suele acarrear, como es de suponerlo, los consabidos reclamos de: “una cosa eras tú cuando estabas cayéndome y otra bien distinta ahora que ya me tienes”. Así que… ¡cuidado!

Lo arriba manifestado implica que el facilismo es la peor de las vías. El esmero y el esfuerzo deben hacerse patentes y no siempre guardan relación de causalidad con cuánto esté dispuesto a desembolsillar el interesado. Si bien durante muchos años fui de quienes se oponían sin miramientos ni excepciones al bono de almacén de ropa o de spa, rey de la impersonalidad, los años y la experiencia me han conducido a contemplarlo como una alternativa viable y eficaz. Se me ocurrió alguna vez obsequiarle a mi amada Marcela un abrigo color amarillo fluorescente de Bettina Spitz, almacén cuyos diseños me gustan, pero que por el apellido de su propietaria tiende a evocarme escupitajos. Nunca se lo puso, después de argüir que esos no eran los colores de su predilección ni los que “iban con su piel”. Gracias a ello entendí el gran error en el que muchos incurrimos: al comprar regalos, solemos pensar en aquello que nos gustaría verle puesto al ser amado. No en su concepto personal de la estética.

La conclusión, aunque simple, es verídica: cada quien celebra lo que se le antoje y cómo se le antoje. Antes de marcharnos, otro tip venido de quien cuenta en su palmarés trece años de inestable aunque muy grata relación afectiva: nada como la creatividad cuando de organizar un San Valentín exitoso se trata. Así pues, interesados, comprometidos e indecisos: investiguen las predilecciones de su pareja antes de incurrir en obsequios contrarios al efecto deseado. Esmérense en la preproducción más que en la cuantía del detalle. Encomiéndense al valiente santo, contágiense de magia y de poesía y aprovechen todas las armas electrónicas de espionaje y compra que la modernidad ofrece. No vaya a ser que el ‘sorprendedor’ termine por ser el sorprendido con la sorpresa. Y lo más importante: cualquier fecha es oportuna para manifestar el amor, más allá de imposiciones y calendarios. Sin ser más me despido, Valentinos, Valentinas y Valentines. ◆

* Autor de ocho libros,
y entre ellos el divertido Bogotálogo:
usos y desusos abusivos del espa - ñol
hablado en Bogotá (2012); Ximénez (2013)
y Chapinero (2015).