1 de Mayo de 2017
Por:
Ana Catalina Baldrich

Se cumple un año de la intervención de una de las zonas más peligrosas de Bogotá. ¿Qué han hecho otras ciudades con sus respectivos Bronx? ¿Y cuál fue la propuesta en Colombia para que sectores tan deprimidos y terroríficos como ese no se volvieran a replicar?

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Bronx: Zona de candela

A sus sesenta años, Eusebio llevaba seis meses viviendo prácticamente en el Bronx. Asegura que las autoridades lo rescataron del infierno de las drogas.

Eusebio Díaz estaba fumando en una habitación de un hotel cuando escuchó el primer bombazo. ‘Bum’, se estremeció la estructura. ‘Bum’, se desprendieron trozos del techo. ‘Bum, bum’, pensó que a sus 60 años perdería la vida. Aterrado, se asomó a la ventana. Entre una espesa capa de humo, logró ver a un hombre que colgaba de la cuerda de un helicóptero. Vestía boina roja y armadura. Con un rifle, disparaba balas de salva. Se defendía del fuego que llegaba desde las aceras y los tejados de las casas, producido por los “sayas”, las autoridades delincuenciales del Bronx.

El temor de Eusebio no era infundado. Ni las detonaciones ni las balas ni el humo eran producto de la paranoia propia de su adicción al bazuco. Los 2.500 uniformados que se tomaron el Bronx por asalto eran reales. Su accionar amenazaba, por primera vez, con poner fin a una zona que no tiene par en el mundo. Secuestro, drogas, desarraigo, terror, sexo. Todo en un mismo paquete de manufactura colombiana.

María Consuelo Araújo, secretaria de Integración Social del Distrito, cuenta que para recuperar la zona, también conocida como ‘L’, se analizaron ejemplos de otros países, entre estos Brasil y México. Pero ni Tepito, en Ciudad de México, ni Cracolandia, en São Paulo, agrupan en un mismo lugar los males del caso bogotano. El Bronx es un caso aparte.

Tepito: 

“A esta zona viene la policía, pero no hace nada”

A ocho calles del centro de Ciudad de México, desde la época prehispánica hasta nuestros días, se ubica Tepito o “barrio bravo”. Es una zona en la que, según Alfonso Hernández –director del Centro de Estudios Tepiteños–, se ha luchado contra el estigma delincuencial a punta de carisma y formas propias de trabajo.

El llamado ropero de los pobres –por ofrecer productos de buena calidad a muy bajos precios– ha sido combatido por las autoridades por su economía informal. Gran parte de los 50.000 habitantes del barrio se especializa en la venta de objetos. Algunos nuevos, de manufactura local; otros, usados y reciclados; otros, importados por comerciantes conocidos como ‘los Marco Polo mexicanos’, que viajan a China; y otros tantos, robados.

Las calles del barrio han especializado su oferta: relojes, lentes, perfumes, ropa y zapatos. De todo para las miles de personas que a diario acuden a sus comercios en busca de precios cómodos. Costos que no se limitan a la mercancía “convencional”. Los pocos billetes también alcanzan para visitar las calles en donde la especialidad es la droga: marihuana, cocaína y crack. Ya no se vende heroína, su baja calidad estaba matando a los consumidores. 

El narcotráfico en Tepito ha dejado más de 2.000 muertos. Todos son recordados. “El muro de los ausentes” –una pared de 20 metros de largo– los retrata, y una cruz de madera registra sus apodos. Pero el barrio, dice Alfonso, ha sido abandonado a su suerte. “A esta zona viene la policía, pero no hace nada”.

Pese a estas cifras y al estigma social de que Tepito es el barrio bravo de México, en cinco años –según Alfonso– pasaron de tener tres muertes por día a tres por mes. A punta de empoderamiento social, el barrio ha limpiado las calles de prostitutas, indigentes, drogadictos y delincuentes. Hoy, las zonas oscuras se restringen a donde opera el narcomenudeo.

“Es un barrio muy intenso y festivo. Cuando se juntan chavos a fumar marihuana, los que venden discos piratas ponen a un alto volumen música que los saca de onda. Prueban con ritmos de santería, afrocubanos, salsa. Luego ven la reacción y, si funciona, los siguen poniendo”, cuenta Alfonso.

Lo mismo pasó con los habitantes de calle. En su mayoría alcohólicos que morían en lo que llamaban “el cementerio de los elefantes”, en alusión a los pies inflamados por la cirrosis. “La gente empezó a salir de sus vecindarios y a ocupar el frente de su domicilio para ponerse a vender cosas”.

Además, los tepiteños reivindicaron el poder de las mujeres como seres incorruptibles, dignos y defensores de la familia. El movimiento “Las 7 cabronas invisibles de Tepito” es conformado por todas aquellas madres y esposas que defienden la dignidad de su barrio, su familia y su entorno. “En Tepito los hombres llevan los pantalones solo a la tintorería”, reconoce Alfonso.

La fuerza social los llevó a crear el colectivo “Obstinado Tepito”, con el que buscan articular expresiones artísticas que plasman en las calles, grafitis con los que recuerdan a los habitantes el valor de su barrio y que en una época se confundieron con las advertencias de los vigilantes a los delincuentes.

Tepito tiene su propio cuerpo de vigilancia. Cobra 2,7 dólares semanales a cada puesto de comercio para mantener la seguridad en el sector, conformada por jóvenes que viven en la calle que custodian, y están habilitados con equipos de radio para cuidar a la clientela y a los vendedores. Se sabe que los vigilantes atrapan a los ladrones y los reprenden. Los llevan ante las autoridades policiales, si hay parte acusadora, o a un cuarto en donde los golpes les recuerdan que en la zona no se puede robar.

 

Mario vivió por diez años en el bronx. Ahora quiere recuperarse de su adicción al bazuco. calcula que en dos años estará listo para reencontrarse con su familia.

 

El ‘campanero’ sorprendido

En Bogotá, Mario Alfonso Segura no entiende qué pasó con su vida. Una vez el diablo entró en su hogar, todo se desbarató muy rápido. Cuando se dio cuenta no tenía esposa. No tenía hijos. Estaba en la calle. Dejó de ser el triunfador que levitaba impulsado por la vanidad como asesor comercial, para arrastrar su humanidad desaliñada jalonada por la adicción.

Con la voz maltratada por el exceso de humo, y mañosa por impostar autoridad, Mario cuenta que su consumo comenzó con pistolos –cigarrillos de bazuco–, y que los “dominaba” al punto de que su mujer no se daba cuenta. 

“Pero conocí la pipa y paila. Es una copa, como un cilindro, que se rellena con ceniza y bazuco puro. Eso es un golpe tenaz. Es agradable la sensación mientras consumes, pero el sentimiento es paila y el cuerpo pide más”. Comenzó a faltar al trabajo. Su genio cambió. Su cuerpo desmejoró. Su aseo desapareció.

“Mi esposa me dijo que se estaba enamorando de otra persona. Fue durísimo, pero es bueno recordar. Me fui para la calle. Llegué al Bronx”. Mario tenía familia en “la L”. Sus primos manejaban ‘ollas’. Pero no pidió ayuda, aunque se la ofrecieron; él pagaba por su droga.

En los 10 años que permaneció en ‘la olla’, Mario dice que evolucionó. Tuvo piojos, pulgas y garrapatas. Se convirtió en ladrón. Recuperó su deseo de bienes-tar físico. Intercambió droga por ropa nueva. Ofreció sus servicios de guía para los nuevos consumidores. Formó clientela y captó la atención de los sayayines, el cuerpo de seguridad armado del Bronx. Se convirtió en ‘campanero’. Daba aviso de la presencia policial, los infiltrados y los reporteros. Y se convirtió en jefe de los vigilantes. Con 31 años, se movía como pez en el agua. Pero la experiencia no lo alertó el pasado 28 de mayo.

Mario terminó su turno en la valla que marcaba el inicio del Bronx. Quería fumar. En esas estaba cuando un sonido llamó su atención. ‘Pum, pum, pum’. Pensó: “nos mataron”. Eran los uniformados disparando sus balas de caucho a diestra y siniestra. Nadie podía correr. Solo obedecer. Junto a los demás, el ‘campanero’ se tiró al suelo.

 

Cracolandia, el paraíso del crack

En 2010 la Policía Civil de Brasil ingresó a Cracolandia. Se ponía en marcha el Proyecto Nueva Luz, un programa para evacuar a los adictos al crack, que se tomaron los hoteles abandonados años atrás después del cierre de una gran terminal de autobuses, en la zona céntrica de Sao Pãulo.

Los edificios fueron derrumbados; los adictos, evacuados. Algunos fueron a parar a la comisaría. Otros, a los hospitales, dizque a desintoxicarse. Pero, días después, regresaron. Ante la ausencia de edificios, montaron sus carpas en las vías. 

Dos años más tarde le tocó el turno a la Policía Militar. Los adictos, nuevamente, fueron evacuados, pero, nuevamente, los evacuados volvieron. 

En 2016, Cracolandia es visitada en el día por 500 personas. En la noche, por 1.000. Los fines de semana no alcanzan las cuentas. Todos buscan lo mismo: droga. Tras 30 años de funcionamiento de la zona –que ha migrado por los operativos a calles aledañas a la original– poco se vende marihuana, hachís o alcohol. El fuerte es la piedra, el crack. Es tan barato que en un mes se alcanzan a transar hasta cien kilos.

Las cuentas las tiene claras el coronel Álvaro Batista Camilo, excomandante de la Policía Militar del estado de São Paulo. Él patrulló las calles de Cracolandia en la década de los ochenta. En 2007 y 2008 fue comandante de la región. Promovió acciones en conjunto con la Alcaldía, llevando a la zona personal policial, de sanidad y asistencia social. Conoce su funcionamiento. Con autoridad, asegura que el problema no solo es policial. 

“Cuando se retira a la fuerza a alguien para tratamiento, muchos se oponen. Entonces, hace falta un trabajo muy fuerte para que la sociedad acepte eso, para que la prensa colabore con que el problema sea resuelto y que todos los órganos del Estado (Ministerio Público, Justicia, Defensoría, Sanidad, Asistencia Social y Policía) trabajen coordinadamente para que, cuando se retire una persona, haya encaminamiento, para que esa persona pueda continuar”.

Camilo reconoce que este tipo de medidas suelen ser impopulares y que por esta razón en su país los políticos no quieren sanar una herida que les quitará votos. “Es más una cuestión política, que falta de estructura o medios para actuar”. 

 

Después de la toma del bronx

En Bogotá, según cifras del Dane de 2011, hay 10.000 habitantes de calle, una cifra que las autoridades locales esperan corroborar con el censo que se realizará el próximo año ante la sensación ciudadana de que este número se ha incrementado.

En el Bronx, según información de la Policía, la población flotante era de alrededor de 2.500 personas. De hecho, el día que las autoridades entraron a la zona, el pasado 28 de mayo, 1.900 personas afirmaron –de acuerdo con los registros de los centros de acogida– provenir del Bronx.

María Consuelo Araújo asegura que la meta de la administración durante su gestión es recuperar un 15% de los habitantes de calle e impedir que –como en el pasado– la fábrica de adictos y crimen se traslade a otra zona de la ciudad.

La estrategia contempla tres frentes: seguridad: el Distrito trabajará con Policía y Fiscalía en operativos permanentes para interrumpir la comercialización de droga; renovación urbana: para recuperar los bienes de interés cultural y generar un espacio público recreativo, e intervención social: para prevenir el trabajo y la explotación infantil y acompañar a los habitantes de calle en su recuperación.

“Lo que necesitamos es un trabajo en equipo que les devuelva a los seres humanos su dignidad. El deterioro que había en el Bronx era intolerable. Ahí tenemos un nivel de corresponsabilidad”.

 

Mejorar la vida no es obligatorio

Recuperar a un adicto no es una tarea fácil. El día del operativo, Mario y Eusebio ingresaron a unos de los siete centros de acogida que funcionan en Bogotá. Luego, ambos salieron y regresaron a una de las llamadas ‘ollas’. Eusebio cuenta que estuvo a punto de consumir, pero al ver el estado de los demás, con sus pipas en la mano, desistió. Mario reconoce que consumió, pero asegura que lo controló. 

“Ellos entran y salen muchas veces. Usan los servicios y vuelven a salir. No hay manera de garantizar la permanencia en la ruta de recuperación debido a dos sentencias de la Corte Constitucional que establecen que las personas que están en situación de habitabilidad de calle no pueden ser forzadas a ir ni permanecer en los centros”, explica la secretaria de Integración.

Con un presupuesto de 140.000 millones de pesos para la atención de habitantes de calle, los centros de acogida tienen las puertas abiertas a quienes quieran entrar. Aunque hay reglas. Todos deben entregar sus pertenencias al ingresar. Todos deben bañarse. A cambio, reciben ropa nueva y comida caliente. Cuentan con acompañamiento sicosocial. Se les dictan talleres. Se les capacita para su reinclusión social y laboral. 

Después de su visita a la ‘olla’, Eusebio y Mario regresaron al centro de acogida. Mario cree que en dos años estará listo para recuperar a sus hijos. Eusebio ya se vio con su familia. Jura que no volverá a caer: “Dios mandó a un equipo de ángeles para rescatarnos. De no ser por ellos, no sé cómo habría acabado mi vida”.

 

 

*Publicado en la edición impresa de julio de 2016.