28 de Diciembre de 2018
Por:
Diego Montoya Chica

El gigante latinoamericano elige a su siguiente mandatario en el momento más difícil de su última década. La que fuera una prometedora joya de nuestro continente es hoy una nación inmersa en escándalos de corrupción, desaceleración económica e incertidumbre política.

¿Brasil perdió el ritmo?

Es imposible no arrugar la cara mientras se observa el video, grabado el pasado 6 de septiembre durante un acto de campaña: cargado en hombros por una multitud de seguidores en el estado de Minas Gerais, el candidato de derecha, Jair Bolsonaro, recibe una cuchillada en el estómago. Adélio Bispo de Oliveira, el agresor, apenas alcanza a sacar la navaja del abdomen de la víctima cuando recibe los primeros golpes por parte de la turba. El hombre fue asegurado de inmediato por la Policía, pero tal vez estaba dispuesto a ser linchado desde el primer momento. Lo que no imaginó fue que su ataque, lejos de obstaculizar el camino del excapitán del Ejército hacia la Presidencia, le impulsaría durante las siguientes semanas hasta superar el 28% de intención de voto. “Ahora es la guerra”, dijo de inmediato Gustavo Bebianno, presidente del Partido Social Liberal, la colectividad del candidato, mientras otro alto miembro de su formación preveía: “Tal vez la gente con dudas ya no las tenga”.

 

La escena no es solo una anécdota en un país en el que las tasas de homicidio alcanzaron las 30,3 víctimas por cada 100.000 habitantes en 2016 –30 veces más que lo registrado en toda Europa– y cuyo más reciente índice de GINI (51,30) ubica a la nación dentro de las 10 más desiguales del mundo. No: el episodio de la cuchillada es, más bien, una muestra de cómo Brasil –así como les suele ocurrir a las sociedades en crisis– se polarizó hasta el extremo a lo largo de esta campaña presidencial, independientemente de cuál fuera su resultado.

 

Miremos la naturaleza de los implicados. Por un lado está Bolsonaro, ‘estrella’ mediática a lo largo de la contienda. Comparado con Donald Trump por su militarismo –es nostálgico de la dictadura que rigió a Brasil hasta 1985– y su antiambientalismo, ha levantado espina con un discurso machista y homofóbico: en una oportunidad, dijo preferir que un hijo suyo “muera en un accidente a que aparezca con un hombre con bigote” y, en otra, provocó indignación por haberle espetado a una diputada: “No te voy a violar porque no te lo mereces”. El político de 63 años cuenta con el apoyo de la bancada parlamentaria denominada en mofa como la ‘BBB’ –Bala, Buey y Biblia–, que defiende el derecho civil a portar armas libremente, así como la tala de la Amazonia en pro de la industria ganadera. Y que, claro, es cercana al ideario cristiano evangélico, que no contempla ampliar derechos civiles a minorías étnicas o sexuales. 

 

El prospecto de que este tipo de mentalidad alcanzara a la cabeza del Ejecutivo suscitó reacciones tanto democráticas como radicales. El ejemplo más impactante de las primeras fue la movilización nacional del 29 de septiembre, en la que cientos de miles de mujeres se volcaron a las calles de todo el país para expresar su directo rechazo a Bolsonaro bajo el lema ‘Ele não’ (Él no). Pero como las reacciones democráticas no son lo único que esperar en un escenario tan polarizado, es aquí donde entra el agresor del atentado, Oliveira, defensor del régimen venezolano y quien sostuvo que había sido Dios quien le había ordenado atacar. Un radical. En cualquier caso, si se deja de lado la violencia de su acto, este izquierdista de 40 años, quien según su defensa actuó de motu proprio, representa el miedo de la izquierda a los pasos grandes de la ultraderecha. Oliveira había sido visto defendiendo vehementemente al real protagonista de la historia brasileña de éxitos y fracasos: el expresidente Luiz Inácio ‘Lula’ Da Silva, que hoy cumple una pena de 12 años de cárcel por corrupción y quien –aún así– fue de nuevo candidato a la Presidencia hasta el pasado 12 de septiembre. Y no cualquier candidato: todas las encuestas, sin excepción, aún hoy le confieren amplia victoria en las urnas en el hipotético caso de que pudiera participar en la contienda.

 

 El camino recorrido 

“Durante su gestión entre 2003 y 2010, ‘Lula’, del Partido de los Trabajadores, aprovechó el dinero de un boom de los commodities para desarrollar programas sociales exitosos”, sostiene, desde Curitiba, Ivan Mizanzuk, analista político y locutor de uno de los podcasts más escuchados en Brasil, AntiCast. ‘Lula’ también supo cosechar el capital económico y político de su antecesor, Fernando Henrique Cardoso, para impulsar el desarrollo de su nación. Y es aquí cuando debemos recordar la famosa portada de The Economist en 2009, que mostraba a un Cristo Redentor convertido en cohete junto al titular “Despega Brasil”. Latinoamérica tenía la fe puesta en el país miembro de los BRIC –las más grandes economías emergentes del planeta– junto con Rusia, India, China y, posteriormente, Sudáfrica. 7,5% fue el crecimiento económico registrado en 2010 –récord en décadas– y se reportó que 28,6 millones de brasileños habrían salido de la pobreza entre 2004 y 2014. El país del bossa nova era un lugar común para todo lo ‘bueno’: en 2014, fue el orgulloso anfitrión de la Copa Mundial de Fútbol, así como luego lo fue para Juegos Olímpicos en 2016. ¿Qué pasó entonces para que todo se fuera al traste? Para que, en 2013, The Economist le dedicara de nuevo una portada al tema, pero esta vez con el cohete cayendo en picada junto al titular “¿Está Brasil estropeándolo todo?”

 

“Son varios elementos –resume Mizanzuk–. China compró menos. Luego, el precio del petróleo cayó dramáticamente. Y, además, Dilma Rousseff ejecutó una política de reducción de impuestos a grandes empresas con el propósito de que estas generaran más empleo, pero aquello no funcionó”. Las luchas financieras del gobierno fueron sentidas en carne propia por la clase media hacia 2013, y se desató entonces lo que algunos llamaron la ‘primavera brasileña’: en momentos en que se construían estadios de fútbol con estándares de la FIFA, cientos de miles de personas se volcaron a las calles para protestar porque los hospitales no contaran con lo mínimo, porque las tarifas del transporte público subieran demasiado o por la creciente inseguridad urbana. A este coctel debemos añadir dos cosas: por un lado la economía, que hoy crece demasiado discretamente –alrededor de un 1% después de tres años de una estrepitosa contracción– y cuyo PIB depende en un 80% del consumo interno, afectado gravemente por el desempleo que sufren 14 millones de personas. Y, por otro lado, el elemento que es hoy el verdadero protagonista de la agenda pública brasileña: la corrupción. La organización Transparencia Internacional registró un aumento en la percepción negativa de Brasil en el campo de la corrupción. Según el ente, Brasil obtiene 37 puntos en una evaluación en la que 100 es muy transparente y 0 es muy corrupto.

 

Las urnas de octubre

“La corrupción es el primer tema de campaña, seguida por la inseguridad y la economía”, sostiene en el comedor de su casa Julio César Gomes Dos Santos, quien fue miembro del servicio diplomático brasileño en varias naciones antes de ser embajador en Colombia entre 2005 y 2008. Lo destapado en la ‘Operación Lava Jato’, así como otros múltiples escándalos protagonizados por Odebrecht y Petrobras, tienen hastiados a los votantes. Gomes Dos Santos hace un llamado a la calma: “No me asusta que gane Bolsonaro, y no estoy de acuerdo con el catastrofismo de que, de ser así, se vería amenazada la democracia brasileña –sostiene–. Las instituciones de mi país son fortísimas”. Una muestra de ello, dice, es el hecho de que los jueces en Brasil hayan señalado, juzgado y condenado, como en ningún otro país del continente, casos de corrupción multimillonaria.

 

Y, ¿quién es el llamado a combatir a Bolsonaro en las urnas? El apoyo de ‘Lula’ al exalcalde de São Paulo, Fernando Haddad, del Partido de los Trabajadores, podría alcanzarle para dar una sorpresa, aun cuando el candidato no cuenta con el carisma de su mentor. “Es el Duque de ‘Lula’ ”, sonríe Gomes Dos Santos, refiriéndose al escenario político colombiano. Al cierre de esta edición, Haddad se encontraba a relativamente pocos puntos porcentuales en intención de voto, detrás del derechista. Pero los analistas no se lo atribuyen a él, sino a la polarización, al voto ‘en contra’: el militante del PT –que de hecho es el partido al que muchos jóvenes culpan de la situación actual de Brasil, puesto que ha ostentado el poder durante décadas– se posicionó, en la recta final, como quien podría obstaculizar al derechista.

 

Independientemente de quién gane la contienda –con todo lo que está en juego–, el auge de un discurso agresivo como el de Bolsonaro es racionalmente comprensible en el contexto geopolítico de hoy, cuando los populismos de derecha o izquierda calan con mayor fuerza que en el pasado. Así lo han demostrado en las urnas Estados Unidos, México, Hungría, Francia, Italia y Reino Unido, entre otros. ¿Están las mayorías castigando, con ello, a una política tradicional que les ha resultado insuficiente?

 

*Publicado en la edición impresa de octubre de 2018.