Fotografía: Alejandra Vega
5 de Julio de 2013
Por:

Salcedo, quien con una de sus crónicas acaba de ganar el premio Ortega y Gasset en la categoría de periodismo impreso, le confiesa más de un secreto a Margarita Vidal. “Soy un costeño que no sabe nadar”. 

Por Margarita Vidal

Alberto Salcedo Ramos: “Nací para contar historias”

Nací en Barranquilla en 1963. Tenía cuatro años cuando mis padres se separaron y mi mamá se quedó sola en Bogotá. Mi abuelo, que ya tenía diez hijos con mi abuela, me dijo que me fuera con mi hermana para Arenal a pasar unas vacaciones que duraron 13 años. Arenal queda frente a Soplaviento, en el norte de Bolívar, a una hora de Cartagena. Se madrugaba y a las diez ya había gente borracha, jugando billar, disputando partidas de dominó, o charlando y gesticulando vivamente en el parque y en el mercado. 

El chisme era señor y dueño de las esquinas y había una señora tan acreditada en el tema, que todavía no habían embarazado a fulana y ya ella había contado quién, cómo y dónde. 

En la costa nos falta perrenque. Somos indolentes, pero eso sí, a la voz de parranda, ¡tenga! De las palabras que pronunciamos, las tres primeras suenan a diálogo, la cuarta es música y a la quinta ya hay que meterle maracas. Y sin embargo, somos los más tristes. Me contaba Pedro Mir, el poeta dominicano, que una vez vio en Arizona la foto de un indiecito mexicano, sentado en cuclillas, tapado con un sombrero de charro, que llevaba cuatro siglos ahogándose y llorando ahí debajo. Y decía que, por el contrario, el negro no llora a pesar de que haber sufrido más que el indio, porque no se dejó meter nunca bajo un sombrero. El negro andaba con su desnudez al aire y siempre con el tambor a la mano. La cultura negra es la que hace que en la costa nos envalentonemos un poco y finjamos que nada nos duele. (Foto: Camilo Rozo)

Yo jugaba fútbol descalzo en la calle y bajaba frutos de los almendros y tamarindos. Pero nunca aprendí a nadar porque a mi abuelo le daba pánico que me ahogara. Cuando quise aprender, ya estaba grande y loro viejo no da la pata. De manera que soy un caribe que no sabe nadar. Mi abuelo era un ganadero, seco y hosco. Un hombre muy vertical. En el fondo era tierno. Un día fuimos a una calle, en medio de gran misterio. Quería mostrarme a un muchacho que echaba espumarajos por la boca y que caminaba de una esquina a otra, preso de movimientos espasmódicos. No dijo una sola palabra. Cuando regresamos comentó: “Todo el que consume drogas termina así. Cuando usted crezca lo van a tentar. A ese muchacho le dijeron: ‘No seas pendejo, ¡pruébala!’. Y él, por pendejo, la probó”. Mi abuelo no necesitó decir más. Me mostró en carne viva lo que la droga era capaz de hacerme. 

Los primeros libros que leí no estaban escritos. Eran los diálogos de los campesinos y jornaleros, las conversaciones de las comadres, los cuentos de miedo mientras mirábamos arder la leña de los fogones. Yo oía. Esa era mi forma de leer y de aprender, porque no teníamos textos, ni en el pueblo había biblioteca. 

La relación con mi madre fue seria porque ella también lo era. Y amorosa y sufrida. Muy responsable. No le gustaban las tareas a medias y a diferencia de mi abuelo, al que le gustaba pegar, ella era argumentativa. En cuestión de amores era muy estricta y me exigía respeto por las mujeres. Murió a los 58 años de un cáncer de páncreas. Con mi padre no tuve vínculos hasta muy tarde.

El oficio 

Muchas veces me preguntan cuándo daré el salto a la ficción. No lo sé, digo. La paso tan bien conociendo gente y contando historias, que no sé si llegará ese día. Lo que más me gusta del oficio de cronista es que me permite conocerme a mí mismo y ejercer la compasión. Este trabajo consiste no tanto en informar, sino en entender. En saber que eso que nos parece malo en el otro, quizás está en nosotros también. Julio Villanueva Chan, fundador de la revista Etiqueta Negra, tiene una frase que me encanta: “Nadie visto de cerca es normal”. Eso lo tengo como un dogma, porque cuando a uno se le acercan mucho y le aplican la lupa, queda expuesto y se le ven las taras, las neuras, los traumas, todo lo que uno quiere esconder. Con los personajes pasa lo mismo. Ellos no saben cómo son las reglas del juego y son realmente inocentes, cándidos. Uno no puede atropellar eso. 

Hace unos días me escribió en Facebook una mujer que dice admirarme mucho. Al final me decía: “Soy un hombre atrapado en un cuerpo de mujer”. Enseguida se me activó el periodista: “¿Cómo es eso? Cuéntame”. La historia era truculenta y ahí se quedó. Pero yo tenía necesidad de saber, por eso estudié periodismo. No nací para guardar secretos, sino para contar historias y por eso no me gusta que me cuenten algo que no pueda contar. 

Mi primer trabajo fue en El Universal, de Cartagena. Lo primero fue una entrevista con Karen Whitman, una reina de belleza. Mientras conversábamos, a ella le pusieron un plato de verduras insulsas y a mí un sancocho grande y lleno de grasa. A lo largo del almuerzo, ella miraba mi plato con interés y yo miraba el suyo con desdén. Entonces sentí que mientras yo era libre, ella estaba presa de su belleza. Y así lo escribí. 

Hay un tipo de periodista ortodoxo al que no le gustan las crónicas: ve al cronista como alguien que poda flores mientras los otros pegan ladrillos y sudan chorros. Nos ven como una suerte de poetas frustrados y bohemios que llegamos al periodismo porque no teníamos las agallas para ser novelistas. 

Cero bohemia. La puedo pasar bien sin trago. Lo que me gusta es la tertulia, la conversación saboreada, la charla. Tuve el vicio del cigarrillo, pero lo dejé. 

Soy viajero. No me gustan los museos pero voy, para mirarlos en tono zumbón. De la misma manera que leo columnistas que no me gustan, tal vez por esa veta de perversión que tenemos los seres humanos. Me gusta ver que otro es el que está dando el salto al vacío. 

También me gusta la poesía. Leerla es aprender precisión en el uso del lenguaje. Rulfo y Gabo son dos grandes poetas. A García Márquez lo veo como un caribe típico y como un caribe atípico. Lo típico son su gracia, la música de su prosa, el universo que ha construido. Y lo atípico es su disciplina feroz. Su tenacidad. Su afán de no dejar nada a medias. Lo dice la historia de cómo escribió Cien años de soledad, o cómo trabajó en su ático de París, durante un invierno feroz, tratando de que hiciera calor en una de sus novelas. Cuentan que una vez iban él y su hermano Jaime con sus esposas, paseando en coche por Cartagena. Vieron venir a una mujer bellísima y Gabo le dijo a Mercedes: “Me vas a perdonar, pero necesito decirle un piropo a esa mujer”. Bajó del coche, pero cuando pisó la calle, ella había desparecido como por encantamiento. “Cuando cuento cosas así, la gente cree que deliro”, dijo, y arrancó a imaginarse destinos para la bella. Un día, Jaime la encontró. Exultante, lo llamó a México: “¡Gabito, te tengo la noticia del siglo!: la encontré, anota el número”. “¡No seas pendejo, te me acabas de tirar el cuento!”, fue la respuesta. Esa es la reacción de un artista para quien el misterio de la creación está por encima, incluso, de la mujer más bella del universo. 

En Colombia hay mejores periodistas que medios. Habrá algunos menos buenos, o malos, como en todas partes, pero hay periodistas que narran, que denuncian, que opinan con brillo, valientes que se juegan la vida denunciando.
En cuanto a las redes sociales, alguien dijo que Facebook es un servicio inteligente en manos de gente frívola y Twitter un servicio frívolo en manos de gente inteligente. Yo digo que Twitter es una red histérica donde todo el mundo se cree Oscar Wilde. Es impresionante ver cómo en esa autopista virtual se reproduce el modelo de país que tenemos. Hay quienes creen que Twitter fomenta el diálogo. No, fomenta nuestro eterno monólogo. Una prueba del histerismo de Twitter es Álvaro Uribe. No es que le tenga bronca, pero no me gusta porque me parece tramposo. Un político de los que gana con cara, gana con sello, y gana si la moneda se le va por la alcantarilla. Me parece que su manera de pensar le hace mucho daño al país. 

¿Por qué hice una crónica sobre Diomedes Díaz? Porque, para bien y para mal, él ha marcado parte de los años que a mí me ha tocado vivir. Era nuestro Rock Star. Un hombre que salió de la nada, que cambiaba canciones por café cuando era niño, que fue espantapájaros en una finca y que, para no aburrirse en medio de la inmensidad del cultivo, empezó a cantar. Diomedes nos representa en lo bueno y en lo malo. Yo quería buscar los vasos comunicantes entre él y Colombia. A Diomedes en su época de esplendor le llegaban personas con millones de pesos en maletines para que las mencionara en sus canciones. Eso es muy colombiano y, aunque suene duro decirlo, forma parte de nuestra cultura narca. La escena con la que comencé esa crónica refleja el país: Diomedes llevaba un año huyendo por el caso de Doris Adriana Niño. Había burlado a la Justicia y estaba escondido en una finca, protegido por paramilitares. Una noche sintió urgencia de volver a sentir la adoración del público y se fue para el Festival del Arroz, en Badillo. Borracho, se subió a la tarima y empezó a cantar. La Policía, en vez de capturarlo, lo cuidaba y le prohibía a la gente que lo grabara, mientras acompañaba con palmas su canto. Pero lo descubrieron. Esa escena refleja a Colombia, un país que puede ser violento en el gozo, en el drama y en la tristeza. Diomedes ha sido el rostro esplendoroso y trágico de esa parranda viciada colombiana, y eso es lo que quise mostrar.

He escrito muchas crónicas en mi vida. Escogí el tema de la que ganó el Premio Ortega y Gasset, sobre un niño del Chocó, porque es el departamento más pobre de Colombia, y porque a lo mejor mi crónica podría serle útil a una comunidad segregada, que necesita que pongamos los ojos en ella. Wikdi es un niño muy bello, despierto y vivaz, que tiene que caminar cinco horas para ir y volver de la escuela. Visto desde afuera su drama es grande, pero lo más conmovedor es que él no tiene conciencia de vivirlo. Quiere estudiar para volver a su vereda a enseñar a otros niños que no tienen maestros.

Volviendo a mi vida, en Bogotá trabajé en noticieros, programas de televisión, crónicas en los barrios. Empecé a escribir en El Malpensante y en Soho, lo que me costó la cátedra en La Sabana, una universidad del Opus Dei. La verdad, no me sorprendió porque en la biblioteca no había un solo libro de García Márquez. Allí Gabo es, o era, un autor vetado. 

Ahora estoy masticando una crónica sobre un enfermo que tiene que enfrentarse al aparato de la salud en Colombia: su 'tramitología', su sistema opresivo, diseñado para empequeñecer al ser humano. 

No hay recetas para escribir una buena crónica. No se puede enseñar, pero sí se puede aprender. Como es muy subjetiva, se necesita tener una gran capacidad de interpretación. Un ejemplo: cuando a Maradona lo expulsaron del Mundial de Fútbol de Estados Unidos porque dio positivo, Eduardo Galeano escribió una crónica con un lead magistral: “Jugó, venció, meó, perdió”. Como dice Cristian Alarcón, la crónica es la versión inesperada de los hechos que uno ve en la primera página de los periódicos. 

¿Cómo logro que un personaje se abra? Aplicando la recomendación de Kapucinsky: siendo buena persona, no ‘haciéndome’ la buena persona. Mostrando respeto y un genuino interés por su vida. Algo que no he contado públicamente: le hice una crónica a William Pérez, el enfermero que le daba con cucharita la comida a Ingrid Betancur cuando estaba en la selva. Un año después de la Operación Jaque tuve varios encuentros con él, sin hacerle una sola pregunta. Nos veíamos y conversábamos. Un día me dijo: “¿Sabes por qué me caes bien?”. “No, ¿por qué?”. “Porque no me has preguntado si me acosté con Ingrid”. “¿Te preguntan mucho eso?”. “Sí, todo el mundo”. 

Y aquí vuelvo a lo que ya dije: uno tiene que escuchar a los personajes, verles el interior, tratarlos con la delicadeza que se merecen. Pero a veces simplemente queremos que vomiten respuestas, sin querer enterarnos de qué dicen cuando no les estamos haciendo preguntas.