Foto: Getty Images
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26 de Marzo de 2024
Por:
Emilio Sanmiguel: emiliosan1955@gmail.com

El deceso de un personaje en el relato requiere de maestría en la composición, la interpretación instrumental y el desempeño actoral. 

Morir cantando

 

LOS MALQUERIENTES de la ópera, que se cuentan por miles, se divierten burlándose de ella. Por lo que sea. Por ejemplo, que los compositores —todos, los grandes y los que no lo son— concedan tanta importancia al momento supremo de la muerte.

 

Los ‘operómanos’, que desde el siglo XVII se cuentan por millones, se conmueven profundamente cuando ello ocurre. Al fin y al cabo, entienden que el compositor no se toma ese momento a la ligera y pone todo de su parte para sacudir a los espectadores.

 

No es este el lugar idóneo para entrar en honduras filosóficas ni religiosas, y menos aún legales, sobre el asunto. Simple y llanamente es un tema cotidiano del drama lírico y aparece en la escena en múltiples facetas.

SUICIDIO

Con seguridad, el más impactante es el de la Gioconda (1876), protagonista de la ópera homónima de Amilcare Ponchielli, porque antes de perpetrarlo, lo anuncia en una de las arias más intensas de la historia del melodrama. Luego, espera paciente la llegada de Barnaba, el espía de la inquisición que aspira a poseerla: “¿Quieres mi cuerpo? ¡Te lo entrego!” Y enseguida, se clava un puñal. Barnaba enloquece mientras le dice al cadáver que viene de asesinar a su madre. La música de todo ese final es espeluznante.

En cierta medida, la obra de Giuseppe Verdi está enmarcada entre dos suicidios: el de Abigaille de Nabucco (1842) —su tercera ópera, la que lo hizo famoso—, quien por remordimiento se envenena, y el de Otello (1877), la penúltima: el moro celoso asesina a su esposa Desdémona, pero cuando se entera de que ha sido víctima de las mentiras de Yago, se entierra el puñal: la muerte de Otello es un momento de inefable sutileza que le hace justicia al drama original de Shakespeare.

Verdadero experto en la materia, Giacomo Puccini compuso algunos de los más memorables. Tosca (1900), acosada por los esbirros de Scarpia, a quien asesina luego de presenciar la tortura de su amante y aterrada al ver su ejecu- ción, se lanza al vacío desde la terraza del castell Sant’angelo de Roma. Cio-Cio San, la protagonista de Madama Butterfly (1904), sumisa, accede a entregar su hijo al norteamericano Pinkerton, su marido que la abandonó y ha regresado con su esposa estadounidense. Canta su aria y enseguida hace de su muerte un ritual: venda los ojos del niño, siguiendo la tradición, y ejemplo de su padre, se entierra la daga de honor que ha heredado de él.

Cuando Pinkerton entra a la habitación queda espantado y solo atina a recoger al niño y salir. Puccini murió en 1924 en medio de un tratamiento para el cáncer y haciendo un esfuerzo sobrehumano para concluir su última ópera, Turandot. No lo logró, pero lo último que escribió fue el aria de Liù, la esclava, que toma el puñal de uno de los guardias imperiales y se suicida. Un discípulo suyo terminó la ópera que dos años más tarde se estrenó en Milán.

Este recuento, incompleto de por sí, lo sería aún más si no se menciona al más célebre suicida de la literatura, Werther de Goethe, protagonista de Werther (1892) de Jules Massenet, que se apartó del original para hacerle cantar durante toda una escena, acompañado de Charlotte, su amor imposible, mientras en la distancia se oye la algarabía de los niños celebrando la Navidad.

POR EJECUCIÓN

Aquí el asunto se pone difícil, porque abundan en todas las épocas. Gaetano Donizetti se encarga de dejar para la posteridad dos de las más logradas del bel canto. En Anna Bolena (1830), la segunda mujer de Enrique VIII primero enloquece y en la más pura usanza de la época, canta una “escena de la locura” que pone a prueba el buen juicio de la soprano. Cuando se oye el cañonazo, la mujer recobra la cordura, luego se desmaya e inerte es llevada al cadalso. Cinco años más tarde, en una nueva ejecución, la de María Estuardo (1835), la inspiración de Donizetti se elevó a alturas inimaginables con la plegaria que precede el cañonazo, que advierte la inminencia de la ejecución de la reina escocesa por orden de su prima Isabel I.

A la izquierda, el personaje de Cio-Cio-San, de Madama Butterfly, es interpretado por la soprano Barno Ismatullaeva. Arriba, la muerte de Carmen en una puesta en escena de 1900. Foto: Getty Images 

Ejecución memorable, desde todo punto de vista, la de Andrea Chénier (1896) de Umberto Giordano. El célebre poeta es condenado a la guillotina, durante el régimen de Robespierre; Maddalena, su amante, ha sobornado a un guardia y consigue llegar a la celda del poeta, con el propósito de ir con él a la guillotina. Luego de un precioso dueto de amor, son llamados para abordar la carreta, a la que ingresan jubilosos: “¡Viva la muerte! ¡Juntos!”, exclaman, en un pasaje que por su exaltación fastidia a quienes ignoran que ese tipo de arrebatos fueron muy frecuentes durante los sangrientos años de la revolución francesa.

"El compositor pone todo de su parte para conmover a los espectadores". 

FRATRICIDIOS, FEMINICIDIOS, INFANTICIDIOS

Tres maneras terribles de ver la muerte en la ópera, presentes dos en una de las obras más truculentas de todos los tiempos: El trovador (1853) de Giuseppe Verdi. Para no enredar las cosas con uno de los argumentos más complicados de la historia del melodrama, Azucena “la gitana”, en venganza, rapta al hijo del viejo conde de Luna para lanzarlo a la hoguera, pero pierde el juicio, lanza su propio hijo a las llamas y resuelve criar al raptado, bajo el nombre de Manrico, el trovador.

Enceguecido por los celos, el joven conde de Luna, al final de la ópera, ante el suicidio por envenenamiento de Leonora, manda ejecutar a Manrico, ignorante de quién es. Azucena, entre triunfante y espantada, se lo dice: “¡Ese era tu hermano! ¡Madre, estás vengada!” En cuanto a feminicidios, seguramente a la cabeza de todos el de Carmen (1875) de Georges Bizet: Don José, cuando corrobora que la gitana no será más su mujer porque esta prefiere al torero Escamillo, en la puerta de la plaza de toros de Sevilla, le implora y se humilla para que no lo abandone. Carmen, exasperada, se saca del dedo el anillo, se lo lanza a la cara y decide entrar a la plaza, pero José la apu- ñala mientras al fondo se oyen los gritos en los tendidos por el triunfo del torero.

La mujer no alcanza siquiera a oír las ovaciones y muere en cuestión de segundos.

Se termina el espacio, insuficiente para registrar las muertes por enfermedad, como las de Violetta de La Traviata (1853) de Verdi, y Mimí de La bohème (1896) de Puccini, ambas por tuberculosis. O las que no sabemos realmente el porqué de su final en este mundo, como Isolda de Tristán e Isolda (1865) de Wagner, quien más que morir trasciende. Y la más extraña de todas: la de Mélisande de Pelléas et Mélisande (1902) de Claude Debussy, de quien apenas sabemos que ha dado a luz a su hija, pero nada más. En realidad, no sabemos nada de la misteriosa protagonista de la ópera más misteriosa de todos los tiempos...