Fotografía | AFP
18 de Julio de 2020
Por:
Diego Montoya Chica

Los genios de nuestra era lograron que nos comunicáramos de manera inmediata con el mundo entero, que compatiéramos las fotos de nuestras mascotas y que sostuviéramos discusiones en 280 caracteres. Pero a Elon Musk lo mueve algo más grande: nos quiere llevar a  Marte.

La reivindicación de un nerd

EL COMMODORE VIC-20 no parece un computador. Se ve como una máquina de escribir de los años ochenta, o como una vieja caja registradora. Ni pantalla tiene. Cuando se usaba, se le debía conectar un televisor para, ahí sí, esperar a que sus 5 kilobytes de memoria RAM produjeran, con esfuerzo, su magia de ocho colores y primitivos caracteres digitales. Obsoleto, sí. Pero en 1980 el VIC20 era ‘el último grito de la moda’ en el universo de la computación, entonces incipiente. Cuando Elon Musk tenía diez años, se enamoró de uno de estos aparatos mientras paseaba por un centro comercial de Johannesburgo en compañía de Errol, su padre. Ante la insistencia del niño, el señor Musk se lo compró a regañadientes: aunque era ingeniero, no apostaba mucho por la informática, pero regresó a la casa familiar de Pretoria con su hijo y ese incomprensible artilugio norteamericano. Durante las siguientes semanas, Errol y su esposa, Maye, junto con los otros dos hijos de la pareja –Tosca y Kimbal– fueron testigos de cómo Elon se concentró obsesivamente en entender el lenguaje de su nuevo juguete. Lo hizo con la misma fijación que lo había hecho pasar por sordo cuando era un bebé: la gente le saltaba alrededor, incluso le gritaba al chico, pero él no desprendía sus ojos ni su mente de aquello que realmente captaba su atención. Dos años después, Elon vendió en 500 dólares –unos 1.500 de hoy– un videojuego programado por él mismo llamado Blastar. Tenía doce años y echaba a andar, así, la bola del emprendimiento digital.

De niño, Musk encajaba en un cruel estereotipo social: el del nerd, el del friki, el del geek. En su país natal, no era el apuesto multimillonario de hoy. Ese que, tras levantar dos imperios tecnológicos –uno automovilístico y otro aeroespacial–, inspiró el personaje de Iron Man en las adaptaciones cinematográficas que produjo Marvel Studios en la última década. Tampoco se trataba del playboy que, después de tener cinco hijos con la escritora canadiense Justine Wilson, salió con celebridades de Hollywood –Amber Heard y Talulah Riley– hasta dar con la excéntrica compositora y cantante de música electrónica Grimes, con quien hoy espera un nuevo hijo.

Es posible que, al verlo, uno hubiera podido imaginar que ese niño haría algo grande. ¿Quizás la desarrolladora web Zip2 que fundó con su hermano Kimbal a los 24 años y que, al poco tiempo, vendió a Compaq por 300 millones de dólares? ¿O de pronto PayPal, la firma de pagos electrónicos que cofundó utilizando el mencionado dinero y que también vendió luego, esta vez por 1.500 millones? Es más, incluso –aunque aún con dificultad–, habría podido pensarse que ese niño, inteligente y creativo, sería un inventor de carros eléctricos. Ese que, en noviembre pasado, ‘dio a luz’ a la horriblemente bella Cyber Truck de la mano de Tesla Inc., la empresa de investigación y desarrollo en la que invirtió una fortuna con dos objetivos consecutivos: primero, venderles convertibles de energía limpia a los banqueros y las celebridades, y segundo, usar el dinero producido para impulsar una marca que hoy comercializa 370.000 automóviles anuales a precios ya no desorbitados.

Sin embargo, lo que habría sido inverosímil de lleno es que ese chico fundara, de ceros, una compañía aeroespacial enfocada en hacer realidad una idea que a todos nos sigue pareciendo absurda, pero a él no: la de ofrecerle a la especie humana la posibilidad de migrar a Marte. Eso es lo que hace SpaceX: fabrica cohetes capaces de despegar, viajar por el espacio y aterrizar sin destruirse. Y los perfecciona todos los días porque, lo sabe Musk, serán los cruceros interespaciales en un futuro no tan lejano.

Existen genios que impactan a las sociedades con impresionantes soluciones para desafíos cotidianos: Steve Jobs y Bill Gates, por ejemplo, que junto con posteriores talentos lograron que el globo se comunicara de manera instantánea –y de paso, hicieron que la información y la cultura, las emociones y el reconocimiento fueran cosas desechables–. Pero otras son las ideas de Musk. “Mark Zuckerberg nos quiere ayudar a compartir las fotos de nuestros bebés; Musk aspira a… bueno… nada menos que salvar a la especie humana de la aniquilación”, afirmó Ashlee Vance, periodista del New York Times y Bloomberg, cuando escribía una biografía titulada Elon Musk, el empresario que anticipa el futuro.

“Si pudiéramos resolver el problema de la producción sostenible de energía y sentar las bases para convertirnos en una especie multiplanetaria, capaz de crear una civilización autosostenible en otro planeta, para hacer frente a la posibilidad de que ocurriera lo peor y la conciencia humana se extinguiera, entonces… eso sería fantástico”, le dijo el inventor a Vance. Y como este último no basaba su libro únicamente en datos, sino también en impresiones personales, anotó: “Muchas de las cosas que dice y hace Musk resultan absurdas porque hasta cierto punto lo son. Por ejemplo, aquel sentido discurso sobre la salvación de la humanidad lo había pronunciado mientras una gota del helado de galleta con toppings de colores, que le había traído su asistente, le colgaba del labio inferior”.

Entonces, si aún no se trataba del hito que sale en las portadas de revistas del corazón y de publicaciones científicas, ¿quién era Elon en Sudáfrica? Era un joven que, en compañía de sus pocos amigos, planeaba campañas de Dungeons & Dragons, el juego de rol que antes de internet era el preferido de los geeks sedientos de ocio creativo. Un joven socialmente torpe que, presa común de bullies –en una ocasión le dieron una paliza que lo dejó en el hospital–, se asilaba en la biblioteca pública de su barrio en Pretoria, Sudáfrica, hasta que, literalmente, ya no había más libros que leer: una vez, cuando se acabaron las opciones, se leyó de principio a fin la Encyclopedia Britannica. Y pasaba –frenético– de los cómics a las páginas de El señor de los anillos y la Guía para un viajero intergaláctico, porque la ciencia ficción le mostraba a él, como a todos nosotros, universos que parecen posibles cuando se entrelaza todo lo ya hemos creado como especie (la ciencia y nuestro comportamiento social) con aquello que aún ignoramos sobre el futuro y sobre nuestro entorno. En la ciencia ficción se ha fantaseado mil y una veces con un apocalipsis causado por alguna enfermedad que sale de un laboratorio, y mil y una veces se ha escrito, pintado y filmado sobre la vida en el espacio exterior. No obstante, han sido muy pocos los que se han aventado a hacer realidad esos relatos.

No habríamos creído que en ese niño vivía un genio, porque hoy en día somos excesivamente escépticos. ¿Cómo va a ser que seamos testigos, en tiempo real, y cuando parece que todo se ha inventado, de una mente tan brillante como la de Leonardo y otros ‘hombres del renacimiento’? No más decirlo cuesta. Además, la discusión sobre los genios está manoseada por coaches cuya visión del éxito y de la genialidad ha sido ligada al reconocimiento y al dinero. De todo eso hay en el caso de Musk. Pero la sustancia es más profunda: es posible que sobre él y sus inventos escuchemos suficiente como para que, en una nueva era, la fama y los triunfos económicos sean tan obsoletos como el Commodore VIC-20. ◆

*Publicado en la edición impresa de febrero de 2020.