Fotografía | AFP
15 de Enero de 2020
Por:
Diego Montoya Chica

El exsecretario de Seguridad de Bogotá, Daniel Mejía, habla sobre la compleja relación entre la violencia asociada a las manifestaciones y la reacción de la fuerza pública.

“Los más interesados en que no haya vandalismo son los convocantes a las protestas”: Daniel Mejía

EN LAS NOCHES del 21, 22 y 23 de noviembre, el presidente Iván Duque no fue el único que poco durmió, o que lo hizo con un ojo abierto. En su orilla, la angustia era de carácter político: a él y a su gabinete se les había ‘encaramado’ en un par de tardes –y a fuerza de multitudes y arengas, de pedradas y disparos con trágicos destinos– la mayor crisis que ha tenido que enfrentar desde que llegó a la Casa de Nariño. Pero otro era el caso en la capa ciudadana: millones de colombianos de a pie experimentaron en carne propia la euforia del cacerolazo, así como las consecuencias negativas de lo que es, también, la protesta en la calle: los bloqueos, los desmanes de los ‘capuchos’ y las reacciones de la fuerza pública. Y particularmente el miedo, que se propagó con el combustible de redes sociales y medios de comunicación. 
 
Los dos universos, el ciudadano y el político, se encontraron con especial contundencia en la tarde del 23 cuando, en la calle 19 de Bogotá, Dylan Cruz fue herido –de muerte– por un agente del Escuadrón Móvil Antidisturbios (esmad). Y se encontraron porque, de ahí en adelante, la imagen del joven simbolizó uno de los puntos más agudos de la discusión pública: ¿Cómo debe responder la fuerza pública a los paros y las manifestaciones? Y, de hecho, ¿cómo deberían ser las protestas, si es que cabe imaginarles un orden? 
Sobre ello hablamos con Daniel Mejía, que antes de ser secretario de Seguridad en la alcaldía de Enrique Peñalosa era profesor asociado y director del Centro de Estudios sobre Seguridad y Drogas (cesed) de la Universidad de los Andes. Después de su paso por el gabinete, este doctor en economía trabajó en un puesto estratégico de la Fiscalía General. Mejía, quien regresó a la academia hace poco, sostiene que la violencia podría reducirse con el fortalecimiento de la intermediación entre partes.
 
  • Las denuncias por uso excesivo o inoportuno de la fuerza por parte del Esmad alimentaron voces que piden eliminar ese organismo, y hay voceros de partidos que solicitan regularlo o reemplazarlo. ¿Cuál es su opinión al respecto?
Hay que tener mucho cuidado. La propuesta de acabar el Esmad pone en riesgo a la población porque la alternativa para controlar el orden público en la eventualidad de disturbios asociados a manifestaciones sería la Policía de vigilancia, que utiliza armas mucho más letales. Mire, la cosa funciona así: en una protesta pacífica, el Esmad está replegado y quienes están al frente son Personería y Gestores de Convivencia. Ellos hacen una intermediación inicial –que hacen admirablemente bien– para que las cosas no se salgan de control. En el momento en que estos últimos ven que se han agotado las instancias de diálogo y persisten las afectaciones graves e injustificadas a un sector grande de la población, entra el Esmad para recuperar el orden público, la movilidad y restablecer los derechos de otras personas. Este organismo tiene unos protocolos de actuación que son puramente operativos –la orden de que salga no la da el secretario de Seguridad, sino la Policía– y que están concebidos según normas internacionales y nacionales. Y solo debería intervenir cuando una protesta violenta pone en riesgo a otras personas o a la infraestructura pública. De otra forma no debería hacerlo y eso no está en discusión. Pero hay que tener en cuenta que la fuerza pública no solo tiene la obligación de garantizar el derecho a la protesta y de acompañarla, sino también la de proteger la vida y la integridad de todos los ciudadanos. Ahora, cuando uno compara el escuadrón antidisturbios colombiano con los de otros países, el nuestro está mucho más restringido. Naturalmente que eso no significa que estemos bien de manera automática, pues puede ser que los otros países estén muy mal, pero es para tener en cuenta.
                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                     
  • En una resolución de 2017, la Policía ratificó el uso de lo que denomina armamento de “letalidad reducida”. Este incluye tanto la escopeta calibre 12 del caso Dylan como la munición tipo Bean Bag que lo mató. ¿Por qué poner armas más o menos letales en manos de agentes que pueden cometer errores?
Mi posición siempre ha sido que los protocolos deben ser revisados permanentemente y que si hay que sacar algunas armas de uso, eso se puede discutir. En el caso de Dylan Cruz, un agente del Esmad disparó un arma, al parecer de uso convencional –la investigación lo esclarecerá–, pero le dio al muchacho en la sien y lo mató. Eso es gravísimo. Ahí hay una responsabilidad individual en torno a unos protocolos que dicen cómo se debe disparar, a quién y cómo. Pero, a mi juicio, ha habido tantas protestas, que tanto del lado de la fuerza pública como de los manifestantes se han ‘calentado’ mucho las cosas.
 
  • La gente tiene la idea de que se dan conflictos entre manifestantes y fuerza pública, pero usted menciona a un tercer actor: los mediadores. ¿Cómo evalúa usted el papel desempeñado por ellos?
Es admirable, pero podría recibir mayor apoyo. Es importante aumentar el acompañamiento de la Personería –y destaco especialmente a su Grupo gaepvd–, así como de los gestores de convivencia de la Secretaría de Seguridad, de organizaciones de derechos humanos y de Defensoría. Ellos se le paran duro al Esmad, les revisan el armamento a los agentes antes de salir, se aseguran de que tengan las insignias y que cumplan los protocolos. Ya en la protesta, tratan de enfriar las cosas, de intermediar para que no escalen tanto. En el modelo Cure violence de Chicago estos son los llamados ‘interruptores’ de violencia, y debe haber más. Lo único que tengo por ellos es respeto. Recuerde que a Ascanio Tapias, de la Defensoría, casi le abren la cabeza de una pedrada hace tres años, cuando mediaba en un conflicto de estos. Pero la solución no es acabar con el Esmad. Cuando la cosa se ‘calienta’ mucho, las autoridades tienen la obligación legal de restablecer el orden público y pueden hacer un uso legítimo de la fuerza.
 
 
  • Hablemos de la propagación del miedo registrada en las noches del 21 y del 22 de noviembre en Cali y en Bogotá. ¿Cómo ve usted el tema de la responsabilidad informativa, en redes sociales, por parte de líderes y ciudadanos? ¿Se trata de un tema de pedagogía para la autorregulación, o usted le ve tonos penales?
Penalmente, solo si uno puede individualizar personas que claramente tienen una intención de generar pánico y que, con ello, afectan gravemente el orden público o la vida e integridad de las personas. Pero es extremadamente difícil: usted tendría que tener acceso a grupos de WhatsApp, demostrar la intención... Sin embargo, yo sí creo que necesitamos mucha más autorregulación. Y una de las grandes cosas que sale de estas jornadas de protesta es, a mi juicio, la unión del país en torno a la irresponsabilidad de Gustavo Petro en ese sentido. Incluso hay sectores de izquierda que están molestos con él por ponerse a convocar niños de colegio a que vayan a la protesta, etcétera. Esto va dejando lecciones: una cosa es la protesta pacífica y legítima, esa que las entidades públicas tienen que acompañar, garantizando derechos. Y otra cosa es llamar casi a que se incumpla un toque de queda, a incumplir las normas legales, a sacar niños de colegio a las calles… eso, a mi juicio, es demasiado grave e irresponsable.
 
  • Se rumora frecuentemente que habría infiltraciones de la fuerza pública en la protesta para desacreditarla. ¿Usted tuvo alguna información sobre este fenómeno cuando era secretario de Seguridad?
Muchas veces indagué por denuncias formales al respecto, pero no había ni denuncias ni evidencia de que eso fuera cierto. No sé si usted vio el tweet de Carlos Cortés, el de la Silla Vacía, donde se hacía una acusación al respecto. Luego él tuvo que retractarse: incluso la ponderada periodista Luz María Sierra estuvo entre quienes le respondieron a Cortés que debía presentar por lo menos una evidencia de la acusación que hacía, que era muy grave.
 
 
  • Llama la atención que en un artículo que usted escribió para Semana sugiriera que los actos vandálicos podrían obedecer a una estrategia organizada, e incluso financiada. ¿Por qué lo dijo?
Porque yo, como secretario, tuve acceso a información de inteligencia en donde había evidencias de que grupos criminales financiaban células de anarquistas dentro de las universidades. También vi un video de cámaras de seguridad y del helicóptero de la Policía en el que un grupo que se llama a-k (Al Kombate) hacía formación casi militar aquí, en la Universidad Pedagógica, en la calle 72. Todos de negro, solo los ojos descubiertos, formando con una disciplina extrema: son así quienes –como ya se vio– suben al techo de la universidad con bazucas artesanales y disparan artefactos explosivos. Y eso cuesta plata. En mi artículo también me refiero al caso de esos cuatro ‘pelaos’ que estaban manipulando explosivos en un salón de una universidad pública. Ese mismo día, alguien de la Personería me dijo que esos muchachos tenían la intención de ‘bajarse’ a un policía, de matarlo. A los quince minutos me llamó la misma persona y me dijo: “les explotó eso dentro del salón y hay varios heridos”. La onda explosiva salió porque había una pared de drywall, de lo contrario habría habido un par de muertos. Imagínese la tragedia.
 
 
  • También llama usted a conversar con los rectores de las universidades públicas para abrir la posibilidad a que, en casos extremos, la fuerza pública entre a sus campus. ¿Cómo le fue a usted, cuando era secretario, discutiendo el tema de la autonomía universitaria con los rectores?
Mal. Un día, me convocó la ministra de Educación de entonces, Yaneth Giha. Nos sentamos con el rector de la Pedagógica, al otro día de la explosión en ese salón. Le dije: “mire lo que pasó en su campus. ¿Por qué no nos ayuda a que esto no pase?, a usted todo esto no le conviene”. Pero él se oponía, e insistía en que nunca iba a dejar entrar a la fuerza pública. Sin embargo, toca aclarar que las universidades no son embajadas, no son territorios vedados de la ley colombiana. Entonces le dije que la próxima vez que nosotros supiéramos, por información de inteligencia o denuncias, acerca de personas que manipularan explosivos para atentar contra la población civil, íbamos a entrar. Él se molestó mucho pero entendió que yo tenía un rol que jugar ahí. Porque imagínese que el secretario de Seguridad y el comandante de la Policía Metropolitana tengan conocimiento de diez muchachos que se van a meter mañana a una universidad a manipular explosivos para una protesta: ocurre una tragedia y, luego, ¿de quién era la responsabilidad de garantizar la integridad de los ciudadanos? No, la autonomía universitaria es otra cosa: es libertad de cátedra, es libertad de que la Policía no se meta en un momento común y corriente a hacer requisas y a sacar inteligencia, eso está bien. Pero no significa que se puedan manipular explosivos para hacer atentados: la Policía debería entrar, capturar y judicializar a estas personas, con lo cual, justamente, se protegería a la comunidad universitaria.
 
 
  • Dejusticia hizo un manual jurídico previo a las protestas de noviembre en el que explicaba algunos derechos y deberes de los manifestantes. Y según el manual, cubrirse la cara es constitucionalmente protegido. ¿Cómo ve usted el dilema de la capucha?
Vea, yo creo que los más interesados en que no haya vandalismo son los mismos convocantes a las protestas. Entiendo perfectamente lo que dice Dejusticia, pues prohibir que la gente vaya con la cara cubierta no es una opción porque están en juego libertades individuales. Pero insisto: les serviría mucho tanto a las autoridades como a los movimientos sociales que no haya ese vandalismo. Eso afecta a quienes marchan de forma pacífica... lo que dije en Semana: hay que distinguir muy bien entre aquellas personas que cumplieron, que hicieron protocolos, que coordinaron con las autoridades, que hicieron sus manifestaciones y cacerolazos, de esas pocas personas que salen a hacer destrozos. ◆
 
*Publicado en la edición impresa de diciembre de 2019.