Fotografía | Gustavo Martínez
22 de Abril de 2019
Por:
Margarita Vidal Garcés

El creador de la Fundación Gaia-Amazonas, que vela por conservar la selva y las comunidades indígenas nativas, habla sobre sus orígenes alemanes e irlandeses, sobre cómo terminó en Colombia y cómo ha sido su lucha por la Madre Tierra.

“Me aterró descubrir que la cultura de la cual yo venía perpetrara tantas barbaridades” Martin von Hildebrand

La Fundación, creada en 1990, para ayudar a las comunidades indígenas del Amazonas a recuperar sus territorios ancestrales, su autonomía y sus derechos, se llama GAIA-AMAZONAS. Viene del griego y significa Tierra Madre.

 

“La teoría de Gaia, del profesor británico James Lovelock, doctor, meteorólogo, ambientalista, ecologista y escritor, y uno de los más grandes científicos del siglo XX, comprueba que la Tierra es un sistema que se autorregula, un organismo en el que todo: plantas, animales, minerales, está articulado y que durante miles de años ha mantenido una temperatura adecuada para que no se extinga la vida. Por eso es tan importante el cambio climático, que algunos llaman calentamiento, pero que, en realidad, es el CAOS climático, porque se dañó el termostato de la Tierra y por eso tenemos lluvias brutales y épocas tremendas de sequía, tormentas desmadradas y huracanes apocalípticos”.

 

Lo dice sin aspavientos –iniciando una conversación que duró horas– su fundador, Martin von Hildebrand, en cuyas venas se atropellan sangres rebeldes de alemanes e irlandeses. Nació en Nueva York en 1943, llegó a Colombia con sus padres en 1948, tiene ocho hermanos, es sociólogo de la Universidad de Dublín y antropólogo de La Sorbona, en donde sacó un PhD en Etnología. De sus setenta y dos años, ha dedicado más de cuarenta a proteger las comunidades indígenas y los territorios del Amazonas colombiano, cuya “magia salvaje” se lo tragó para siempre, aunque sin devorarlo. Por el contrario, en vez del triste destino de Arturo Cova, el suyo le permitió ganar la partida, después de jugar duro durante décadas en defensa de los indígenas colombianos, con quienes trabajó muchos años escuchando las sabias palabras de sus chamanes y sus ancianos, viendo cómo sus hombres y sus mujeres enseñaban la tradición a sus hijos, oteando el cielo para predecir el clima, observando su respeto y su amor por la naturaleza, participando en sus rituales y aprendiendo de sus tradiciones, de su comida y de sus métodos de sanación. 

 

Según su récord, GAIA ha trabajado hombro a hombro con 17 comunidades indígenas (en total 23.000 personas que administran alrededor de 13 millones de hectáreas de selva en áreas protegidas del país), principalmente a través de Consolidación Amazónica (COAMA), un programa que propende por la autonomía de las comunidades indígenas a través de escuelas comunitarias, educación intercultural, sistemas de salud y gobernanza propia. 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Fotografía | Gustavo Martínez
 

Y en la última década, este hombrón atractivo, de piel curtida por el sol y el viento, nariz contundente, sonrientes ojos azules y un filoso “mamagallismo bogotano” –si se me permite el contrasentido– a flor de lengua, ha liderado también otros procesos de conservación ambiental como los del Parque Nacional Chiribiquete, o el de Yaigoje-Apaporis, en los que GAIA ha encabezado la batalla contra la minera canadiense Cosigo Resources, la cual –con muy poco menos que descaro y desprecio por la Ley– reclama un título minero dentro de los linderos del área protegida.

 

Usted es descendiente de alemanes que se opusieron a la brutalidad del nazismo, y también de irlandeses rebeldes. ¿Cómo llega su familia a Colombia?

Dietrich von Hildebrand, un filósofo y teólogo católico residente en Múnich, que se oponía a las teorías del nazismo y a Hitler, era mi abuelo. Él resaltaba y defendía precisamente aquellos valores del individuo que eran negados por el fascismo. Lo declararon traidor y lo condenaron a muerte en ausencia, junto con mi padre. Huyeron a París, donde trabajaron con la Resistencia Francesa, pero finalmente tuvieron que escapar de Europa y embarcarse para Nueva York, donde mi abuelo enseñaba filosofía.

 

Un buen día le dice a mi papá: “Tienes que conocer a un personaje de la universidad que tiene cara de bobo pero es inteligentísimo. Ponle atención porque está fraguando un locura: fundar una gran universidad en Bogotá”.

 

No me diga que era Mario Laserna.

El mismo. Mi papá lo describía en ese tiempo como un tipo mal educado porque en clase miraba por la ventana y a veces se ponía a silbar, pero cuando le hacían preguntas daba las respuestas correctas. Mario invitó a mi papá, que se llamaba Francis, a fundar la Universidad de los Andes y a los tres meses estábamos montados en el avión que nos trajo a Colombia.

 

Su mamá también era rebelde, e irlandesa por añadidura. Esos espíritus disidentes, por punta y punta, ¿lo marcaron?

Clarísimo. A mi mamá le tocó vivir la lucha de su padre –mi otro abuelo– contra la colonización británica, que duró 500 años en Irlanda. Los ingleses lo metían a la cárcel, pero les hacía huelga de hambre y tenían que soltarlo. Mamá era una luchadora por la cultura irlandesa y las minorías étnicas. Sí, todo eso me marcó a fuego. Y creo que al inicio quizá yo no era muy consciente de ello, pero, cuando miro cuarenta años atrás, me pregunto qué fue lo que me motivó y, sobre todo, qué me hizo perseverar en una lucha que no ha sido fácil.

 

¿Encontró la respuesta?

Sólo en parte, y es que quizá los alemanes me dieron la perseverancia, los irlandeses el espíritu y la testarudez para avanzar en los momentos difíciles y la selva colombiana me embrujó. (Risa)

¿Es cierto que, cuando su papá llega, lo primero que le advierte Laserna es que no son 1.000 pesos lo que le pagará (como le había prometido por carta), sino 100, y le pide perdón por ese pequeño “error tipográfico?”.

(Risa) Sí… Y cuando papá le dice “Mario: yo tengo cuatro hijos y un quinto en camino”, le contesta: “Francis, no te preocupes, el 90% de la población colombiana vive con menos de eso”. Luego nos lleva a la Plaza de Bolívar y nos mete a un hotel de una estrella, en un solo cuarto. Y como mi papá le pide averiguar si hay otro cuarto para los cuatro niños, le suelta esta perla: “¡Ah, Francis, si vas a vivir con tanto lujo, el sueldo no te alcanzará”. (Risa) Mario era muy amarrado, pero también era genial. Sin él, la universidad no habría existido.

 

¿Cómo era su vida entonces?

Vivíamos en una casa arriba de la universidad, donde teníamos gallinas, un burro llamado ‘Almendra’ y a ‘Séneca’, una cabra que pastaba por los riscos aledaños al famoso “campito”. Nosotros subíamos a jugar a los cerros de Monserrate y Guadalupe en total libertad y seguridad, y con toda la tranquilidad por parte de nuestros padres.

 

Con tan poca plata, ¿cómo lograron educar a los nueve hijos?

Mi papá se encontró un día con el Embajador de Francia en Bogotá. Escribió a su gobierno contando que se había encontrado con Francis von Hildebrand, que había trabajado en la Resistencia Francesa durante la ocupación nazi. Se le indicó procurarles educación gratuita a todos sus hijos y nos fuimos los nueve al Liceo Francés.

 

Usted se va a estudiar a Irlanda, pero regresa a Colombia. ¿Qué imán lo atrae esta vez?

Habíamos sido felices aquí y yo traía la idea romántica de investigar y explorar los territorios y las comunidades indígenas, especialmente los kogui, de la Sierra Nevada de Santa Marta. Ya conocía al eminente antropólogo, arqueólogo y profesor de Los Andes Gerardo Reichel-Dolmatoff, con cuya hija, Elizabeth, que también estudió Antropología, me casé después. Él me cambió la brújula y me recomendó ir a la selva amazónica a buscar a los tanimuka.

 

¿Dónde estaban?

Entre los ríos Apaporis y Paraná, en la frontera entre los departamentos de Vaupés y Amazonas. Me fui a remo durante cuatro meses, con la sola compañía de un indígena, a buscarlos.

 

¿Cómo fue el deslumbramiento?

Ellos no hablaban castellano ni yo sus lenguas, pero fui encontrando tribus que todavía usaban sus atuendos, pinturas e instrumentos tradicionales, y sentí que había vuelto al siglo XVI: a los tiempos de los grandes expedicionarios (un poco como se puede ver hoy en El abrazo de la serpiente). Lo único que lamentaba era no tener a mi lado a un familiar o a un amigo para compartir algo tan fantástico, porque es verdad que la selva me sedujo para siempre. (Risa)

 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
*Fotografía de Richard Evans Schultes, tomadas del libro Amazonía Perdida,
 de Wade Davis, publicado por Villegas Editores. 
 
 

Cuando llegó al Amazonas, ¿qué lado oscuro encontró?

Eran los años setenta y encontré que los indígenas seguían esclavizados por una chuchería, que se extinguía pero que todavía pataleaba, y que sus hijos estaban perdiendo su cultura porque los misioneros los llevaban por seis años a unos internados católicos, que se llamaban orfelinatos (como si no tuvieran padres), donde les enseñaban a no ser indígenas. Tampoco tenían ningún derecho sobre sus territorios, o sea que eran objeto de explotación física y espiritual, así que aunque como antropólogo mi misión era aprender de ellos, terminé comprometido con su causa.

 

¿Cómo se liberaron de esos yugos?

Se nos ocurrió competir con las tiendas comunitarias de los caucheros, que tuvieron que salir porque los indígenas lograron montarles competencia con sus propias tiendas, organizadas con una plata que nos

consiguió el presidente López Michelsen por gestión de Cecilia Iregui de Holguín, que trabajaba en Palacio.

 

¿Y qué encontró en materia de medio ambiente?

La terrible devastación ambiental sufrida por las comunidades y sus territorios debido al “boom” de la explotación cauchera y de la minería. Me aterró descubrir que la cultura de la cual yo venía estaba perpetrando tantas barbaridades con esas comunidades y decidí comprometerme en la defensa de sus derechos. De los curas se liberaron ellos mismos diciéndoles: “Ya no entrarán más a nuestras casas, ni enseñarán más a nuestros hijos”.

 

¿Cómo empezaron a pensar en reivindicar sus otros derechos?

En esa época empecé a ir con Patricio, mi hermano biólogo, y les decíamos que sacaran los papeles de propiedad con el Gobierno, porque esos territorios les pertenecían ancestralmente.

 

¿Ellos compartían esa certeza?

No, y lo bonito es que decían: “Esto no es nuestro, es de los animales, de los ríos, de las nubes y de la lluvia; de las serpientes, de los pájaros y del viento; nosotros somos hijos de la tierra y por eso le pertenecemos, pero ella no nos pertenece a nosotros”. “Sí –les decíamos– pero el pensamiento del blanco es diferente. Si ustedes no tienen papeles, nadie les respetará la tierra”. Al final me dijeron: “Martin, ¿y por qué no va usted y busca papelito?”. (Risa)

 

¿Y lo buscó?

Sí, un tiempo después logramos que el Incora visitara la zona y estudiara los Resguardos del Vaupés y del Mirití. Yo de una vez le dije a mi hermano: vamos por 20 millones de hectáreas, no nos vamos a conformar con un pedazo aquí y otro allá. Y así fue como comenzamos y luego fuimos obteniendo apoyos decisivos de muchos investigadores y apasionados del tema.

 

¿Qué presidentes han sido más sensibles al tema indígena y de minorías?

Con Alfonso López no trabajé en su campaña por la reelección –como me habían propuesto– porque no hago política, pero sí me comprometí a tomar las conclusiones de todos los foros y talleres que se habían hecho hasta ese momento sobre los pueblos indígenas en el país, organizarlas según sus prioridades y elaborar un documento. Así se hizo y, aunque López no cambió una coma, tampoco ganó y el documento se archivó.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*Fotografía de Richard Evans Schultes, tomadas del libro Amazonía Perdida, 
de Wade Davis, publicado por Villegas Editores. 

 

¿Y cuándo resucitó?

Unos años después, cuando entré a trabajar con Virgilio Barco, a quien le dije que la costumbre entre los indios era no solo hablar, sino también demostrar y que había 20 resguardos archivados. Él destrabó ese proceso y fue cuando en el Amazonas se protegieron inicialmente cuatro millones y medio de hectáreas, un triunfo total, y fuimos llegando paulatinamente a los casi 20 millones de hectáreas. Yo le presenté a Barco el documento preparado para López y le encantó. Cuando llegó a la Presidencia, me nombró en la Dirección Nacional de Asuntos Indígenas. Acepté porque yo había vivido con ellos, los conocía, tenía una agenda y sabía para dónde iba: detrás de dos cosas: una, los territorios, y dos, su manejo, o sea el gobierno indígena. El PNR, orientado por Rafael Pardo, no solo fue magnífico, sino decisivo en la parte social.

 

¿Qué tanto intervino usted en la negociación del convenio sobre los derechos indigenistas, en la OIT?

Representé a Colombia en todas las negociaciones internacionales. En ese Convenio, el 169 de la OIT, sobre Derechos Indígenas, desempeñé un papel importante porque yo era el único que había vivido con indígenas; y, aunque estaban presentes muchos gobiernos, sindicatos, empresarios y empleadores del

mundo entero, los indígenas no podían estar en esa negociación, por absurdo que parezca. En Colombia, se ratificó en 1990, y fue una gran plataforma para la Asamblea Nacional Constituyente que impulsó César Gaviria.

 

Hay muchas críticas al tema de las Consultas Previas por dilatorias y porque no pocas veces son aprovechadas por defensores fundamentalistas.

Eso no es cierto, lo que pasa es que cuando las cosas no se hacen bien, surgen los problemas. Si a los indígenas se les reconocen sus derechos, se les da una participación plena, se discuten sus planes de desarrollo y se les apoya, como manda la Constitución, podemos construir conjuntamente. Si no, las comunidades tienen derecho a manifestar acuerdo, o desacuerdo, con los proyectos que tocan sus territorios, porque para eso consagró la Constitución la Consulta Previa.

 

¿Cuál es la situación de los indígenas hoy en el Amazonas?

Hay avances enormes. Durante 15 años los hemos acompañado en la Mesa de Coordinación Interadministrativa, donde están sentadas las autoridades indígenas y las autoridades nacionales y departamentales. El Vaupés también va por esa ruta. El Guainía un poco menos, pero también viene por el camino. Como las distancias son enormes y no tenemos carreteras, todo el transporte se hace por los ríos y la conservación del medio ambiente es excelente. Sus valores culturales han sido no solo reconocidos, sino que ellos mismos han estado transmitiéndoselos a sus hijos a través de unos modelos de investigación propios muy interesantes, en que los jóvenes investigan a los viejos, hablan con ellos, los graban y los transcriben, hacen mapas y sacan libros. Hay que hacer ajustes en materia de educación y de salud, pero lo cierto es que hay una dinámica que ha contado con nuestro apoyo, el del Ministerio y el de la Unión Europea en particular.

 

¿No están esas culturas en vía de extinción?

Mi respuesta es sí, pero por causa de los blancos y del mundo nuestro, que los niega.

 

¿Qué pasará con esos resguardos y tribus en el llamado posconflicto?

Yo me atrevo a hablar del Amazonas, donde creo que el posconflicto se va a desarrollar en las áreas deforestadas, y veo con optimismo que se puede hacer un buen trabajo. Yo fui muchas veces al Caguán, con los indígenas, y estuvimos en conversaciones con el Gobierno y con el Secretariado de las Farc, donde hay quienes entienden perfectamente las estructuras comunitarias y la conveniencia de que se fortalezcan sus integrantes. En ese sentido, si se firman los acuerdos, a pesar de que no comparto en absoluto su sistema de hacer oposición, veo que hay una buena oportunidad para construir con esta gente. Sin embargo, temo que algunos no se integren al proceso de paz y que terminen en las tales “bacrim”, o buscando refugio en aquellas áreas donde no hay protección estatal. Por eso es fundamental fortalecer la gobernanza indígena, que es la única que hay en esos territorios, y estamos hablando de 26 millones de hectáreas. Para resumir, le diría que soy optimista, que sí creo que tenemos soluciones y que podremos avanzar para volver a construir Estado entre las partes. Indígenas y Gobierno son conscientes de que cada uno por su lado no puede hacerlo, y de que temas como la conservación, la educación, la salud y los programas de gran envergadura que vengan después, solo pueden construirse entre los diferentes actores. Para cerrar, le anoto que en los años setenta los indígenas eran esclavos, y que 40 años más tarde son dueños de sus territorios, los administran autónomamente, sus derechos están  reconocidos, ellos están sentados a la mesa con el Gobierno central construyendo Estado, y probablemente en el futuro inmediato podrán empezar a construir la paz. ◆

 

*Publicado en la edición impresa de abril de 2016.