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22 de Abril de 2019
Por:
Ricardo Silva Romero

Ricardo Silva cuenta su experiencia, a través de los años, en la Feria Internacional del Libro de Bogotá.

La feria de los personajes

De verdad quiero a la Feria Internacional del Libro de Bogotá –desde antes de que la llamaran como una mascota animada: Filbo– con la resignación con la que quiere uno las cosas que quiere aquí en Colombia, con la paciencia, mejor dicho, con la que puede uno quererse a uno mismo. Me gusta que siempre mejore. Me gusta que le guste tanto a todo el mundo. Soy consciente de que desde hace muchos años, desde hace décadas ya, ha sido organizada por hombres y por mujeres brillantes. Y soy testigo de que detrás de cada stand de cada pabellón hay un montón de personas extrañas que, contra todos los pronósticos, siguen creyendo en los libros. Sí… Estoy preparando el terreno para soltar un ‘pero’ con el que he vivido todos estos años. Y, sin embargo, quizás esté muy temprano, en este cuadro de costumbres, para soltarlo.

 

Mi primer recuerdo de la Feria del Libro de Bogotá, borroso e imposible de confirmar a estas alturas –acabo de perder media hora en llamadas inútiles–, es de comienzos de los años ochenta. La Feria empezó propiamente en 1988, yo lo sé, pero hubo una feria prehistórica, que nadie me la cree, en la que aprendí el placer de buscar unos cuantos libros entre mil libros y en la que mi papá me compró un cómic de El imperio contraataca que aún tengo a la mano, por si acaso. Mis siguientes recuerdos son de los años en los que fui encorbatado y con la gente de mi curso, en el caótico bus del colegio, a ver qué había por allá que no hubiera por estos lados: en abril de 1993, el año en el que me iba a graduar y finalmente me gradué de bachiller, tuve que ir de uniforme hasta Corferias a participar en un homenaje sentido e improvisado que se le organizó al recién fallecido Eduardo Caballero Calderón.

 

Sigue en mi memoria la época de la universidad, de libros raros, de libros de cine, de libros del siglo antepasado, que yo me la pasé pensando que mejor habría sido seguir en el colegio. Como estudié Literatura, reticente a todo lo que no fuera ficción, seguí yendo al pabellón seis a buscarme novelas que supieran lo que estaba pasando en este mundo y a visitar a mis amigos y a mis amigas que se volvían libreros durante un par de semanas. Tuve que ir más de la cuenta a la feria de 1997, que de invitado tuvo a Estados Unidos, porque tenía que estar pendiente de la editorial del colegio en el que daba clases: la trasescena de la lluviosísima feria, habitada por pasantes llenos de adrenalina y por vendedores exhaustos hasta las nueve de la noche, por editores comprometidos con la causa y por escritores de mi infancia, era conmovedora.

 

Dos años después, luego de graduarme de la universidad, de enfermarme por culpa de la pregunta “¿y ahora qué diablos voy a hacer?” y de ponerme a escribir mientras podía irme a estudiar cine, presenté mi primer libro en una feria.

 

La Feria Internacional del Libro de Bogotá cumplió treinta años el año pasado. Desde el principio fue organizada por la Cámara Colombiana del Libro. Desde el principio sucedió en Corferias. Y supo ser una exposición del trabajo de las mejores editoriales en español, una serie de salones para presentar las terquedades de los autores de todos los escritorios del país, y una feria, por supuesto, como un parque de diversiones para que las familias pasaran el domingo desde la mañana hasta la noche. Siempre logró reunir a las voces de los libros que se leían en los colegios: veía uno por ahí a Germán Espinosa, a Fernando Soto Aparicio, a Jairo Aníbal Niño, a Rogelio Echavarría. Siempre consiguió traer a escritores de todas partes del mundo. Pero fue en el 2007, me parece, cuando empezó a convertirse en uno de los eventos más serios de su género.

 

Hubo una sucesión de encargados que quisieron y supieron y lograron darle ese lugar: Guido Tamayo, Diana Rey, Juan David Correa, Adriana Martínez, Giuseppe Caputo. Hubo una renovación de los festivales culturales –apareció el Hay Festival, surgió el Carnaval de las Artes de Barranquilla, renació el Festival de Cartagena, creció bellamente la Fiesta del Libro y la Cultura de Medellín– que empujaron a la Filbo a convertirse también en un encuentro literario. Siguió siendo plan familiar, sede de simposios sobre el mundo editorial, escenario de lanzamientos de volúmenes sobre lo humano y sobre lo divino, oficina de negocios, coctel de lagartos, pero desde ese 2007, cuando Bogotá fue nombrada Capital Mundial del Libro por la Unesco, fue asimismo una plaza en la que sucedían “conversaciones que cambiarán su vida”.

           

Se ha vuelto común ver en la Filbo a algunos de los principales autores de estos tiempos. Ha sido usual que cada año se rompan los récords de asistencia, de ventas, de presentaciones. Ha sido claro que no solo los novelistas que vienen de afuera tienen lectores pendientes de sus suertes, sino también que, con el paso de las ediciones de la feria, los escritores colombianos de todas las generaciones han conseguido establecer encuentros cercanos del tercer tipo con sus propios públicos, con sus propios iguales. Se llenan a rabiar los eventos protagonizados por celebridades, por youtubers, por políticos. Pero también se colman las salas gigantescas –la sala José Asunción Silva, la sala Madre Josefa del Castillo, la sala Jorge Isaacs– en las que los narradores colombianos presentan sus libros más recientes.

           

Y, a pesar de las visiones fatalistas que cometen el error de comparar las cifras de los best sellers con las ganancias de las películas taquilleras, a pesar de los vaticinios absurdos que imaginan la debacle del mundo editorial en los tiempos de Netflix y reducen el asunto a los ‘preocupantes’ índices de lectura, siempre es increíble –pero es un milagro usual– que a estas alturas del supuesto Apocalipsis tanta gente siga viviendo para los libros, por los libros, de los libros.

 

 

Tengo tantos recuerdos de la feria, la Filbo aquí entre nos, que la única salida que se me ocurre es agolparlos.

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*Lea la historia completa en la edición impresa de abril de 2019.