Fotografía | Gustavo Martínez
15 de Marzo de 2019
Por:
Redacción Credencial

“Hasta ahora estoy conociendo mi voz”. La cantante de Monsieur Periné admite que está aprendiendo a cantar y a conocer más formalmente la música, a la que siempre se aproximó por intuición. A su edad, es una nómada que ha podido vencer, gracias a su banda, las presiones sociales.

Catalina García, a los 30 años

Quizás el recuerdo más lejano que Catalina García tenga de su encuentro con la música, es el de su abuelo materno enseñándole a trovar en la finca de Calarcá. Nacida en Cali en febrero de 1986, creció escuchando salsa de noche y de día, herencia de su familia paterna; pero cada fin de semana viajaba con su mamá a visitar al abuelo, que la embelesaba con música vieja de las montañas colombianas, pero también con música clásica, ópera, boleros y hasta flamenco.

 

“Crecí en Cali oyendo salsa en todas partes. Mis tíos, por el lado de mi papá, eran caleños totales, de escuchar salsa a todo volumen con la puerta abierta lavando el carro. Pero con mi abuelo, en Calarcá, escuché música de todas partes del mundo”.

 

De pronto por eso siempre se juntó con músicos desde que era una niña. Incluso, no era ni siquiera la más talentosa de la familia. “Tengo primos que lo eran mucho más que yo, entre ellos uno que es como si fuera mi hermano mayor, que ahora se dedica a curar a través de la música. Es como un monje. Ahora me veo y pienso que yo fui la que me destaqué en la música, pero era la que menos ha debido”.

 

El caso es que cantaba desde pequeña. Se iba de viaje con su mamá y ponían en el carro los casetes que les gustaban a ambas: a su mamá, la música latinoamericana encabezada por Mercedes Sosa; a Catalina, Pies descalzos, de Shakira, y Aterciopelados. Y a las dos toda la balada que se les ocurriera.

 

Poco a poco fue puliendo a su manera la voz con la que se haría famosa la banda Monsieur Periné, un grupo que empezó como una broma pero que se fue nutriendo de la pilera musical de sus integrantes hasta formar un conjunto que puede ser uno de los proyectos más juiciosos de los que abundan en Colombia. Por la exigencia que ellos mismos se ponen en la exploración de la música, pero también por la paciencia de no querer venderse al mejor postor, sino cultivar una carrera que se sostenga en el tiempo.

 

Tan serio es Monsieur Periné que Catalina abandonó su carrera de Antropología para apostarle todas sus fichas a la banda.

 

 

Cumplir 30 años debe ser distinto para un músico que para cualquier otro profesional. ¿Es así?

Empezando porque no tengo un título profesional. Yo dejé la universidad, no me gradué. Básicamente abandoné mi tesis de Antropología para meterle todo mi combustible a Periné. Pero yo no estudié música, ni estudié canto. Mi aproximación a la música apenas está comenzando a convertirse en algo formal, es decir de formación, de tener una maestra, de explorar mi voz desde ahí, de tener un trabajo guiado, orientado. Todo lo anterior fue improvisado.

 

¿Entonces la formación es reciente?

Sí, y también el intento de tocar algún instrumento, así sea lo básico, simplemente para aprender a afinar el oído en la composición y en la interpretación. Hasta ahora todo mi proceso con la música había sido absolutamente empírico, parada en el escenario dándole, enfrentando el miedo, etcétera.

 

Pero alguna vinculación con la música debía tener.

Mi abuelo materno fue el culpable de cultivar en mi familia el amor y la sensibilidad hacia las artes. Desde que se levantaba hasta que se acostaba, estaba nutriendo su espíritu con literatura, música, teatro, activando y educando su lado sensible. Tenía música de todas partes del mundo, incluida clásica y ópera, y siempre estaba enseñándonos: se ponía a cantar por la casa y nos ponía a cantar a nosotros. Como era quindiano, de Calarcá, me ponía a trovar con él.

 

Por otro lado, mis papás tuvieron una fuente de soda en Cali, con una colección de música tropical enorme. Así que en la casa siempre hubo música: ranchera, de Vicente Fernández, que le gustaba a mi papá; y canción latinoamericana: Mercedes Sosa, Víctor Heredia, Facundo Cabral, todos ellos, que le gustaban a mi mamá. Yo crecí escuchando esa música. De hecho mi primer concierto en la vida fue con canciones de Mercedes Sosa.

 

¿En qué momento empieza a cantar?

Mi abuelo nos enseñaba canciones y actuaba. En el colegio ingresé al grupo de teatro y después al coro. No era muy formal, era un espacio lúdico, pero sirvió para montar un grupo de rock de puras mujeres.

 

¿Inspiradas en quién?

En The Cranberries, No Doubt, Aterciopelados, todas esas viejas rebeldes: Alanis Morissette, Sinéad O’Connor… Duró muy poco. Las del grupo me regalaron la primera guitarra cuando cumplí 17. No es que sepa tocarla. Puedo coger el instrumento y hacer acordes, pero me sirve solo a mí.

 

¿Y qué pasó con la banda?

La banda se acabó y también acabé el colegio. Entonces me vine a Bogotá a estudiar Antropología en la Javeriana.

 

¿Y le gustaba la Antropología?

La cursé completa, me encantaba, quería dedicarme a eso, quería hacer un posgrado en Historia del arte o Antropología de la imagen, porque siempre me ha interesado mucho el tema de la representación de la imagen, de la identidad, de cómo se ve uno a sí mismo y cómo te ven los demás. La identidad es una herramienta que estamos todo el tiempo utilizando para posicionarnos, para existir. Todo ese tema era mi enfoque. Soñaba con eso: trabajar en curaduría en museos. Jamás imaginé que iba a dedicarme a cantar.

 

Y entonces, ¿qué pasó para que se dedicara a cantar?

Tenía amigos músicos. Siempre me he rodeado de gente que hace música. Una Semana Santa me fui a Villa de Leyva con unos amigos que tenían una banda que ya no existe. Terminamos por ahí cantando y me dijeron que lo hacía bien. Allá conocí a los músicos de mi banda: ellos sí se conocían desde antes: unos estudiaban en la misma academia juntos, otros en la universidad. Se reunían y tenían un grupo de estudio, y en ese grupo estaban aprendiendo a interpretar el gipsy swing, que aquí no lo enseñaban en ninguna parte. Nadie tocaba eso. Pero ellos se habían enviciado con esa música porque les gustaba mucho cómo sonaba la guitarra, que era una guitarra percutida. Tiene una técnica particular ese estilo.

 

Se dio la coincidencia de que yo estudié en un colegio francés (el Liceo Francés de Cali). Existían canciones de ese género pero con letra en francés. Entonces podíamos montarlas. Sin embargo, lo que primero tocamos fue bossa nova y cantaba en portugués porque me gustan los idiomas. En la universidad tenía un énfasis en Lenguas y estaba estudiando portugués. Empecé con Corcovado, Chega de Saudade, esas canciones.

 

No parece, pero el bossa nova es muy difícil de cantar. Hasta Astrud Gilberto desafina.

Sí, no es fácil porque tiene unas variaciones tonales muy sutiles. De pronto el carácter de mi voz tiene que ver con haberme puesto a escuchar música brasileña, porque tiene ese estilo que es como en la intimidad, como si estuvieras susurrando algo al oído. Estudiaba portugués y aprendía a pronunciar escuchando música. Yo no sabía nada de técnica de canto. Todavía no sé, apenas estoy empezando a aprender, a conocer mi voz. Lo chévere de la música es eso: no requiere, para desarrollar el talento, de una academia. Es una cuestión práctica, es más de conocerse a uno mismo.

 

¿Cómo se formalizó la banda?

El hermano de Santiago (Prieto, uno de los integrantes de la banda) vende flores desde muy pequeño, pero es un melómano. Una de sus frustraciones es no ser músico. La esposa de él hacía diseños florales en eventos. Y empezó a ofrecernos. El que primero nos contrató fue nuestro mánager, para un cumpleaños. Luego, un amigo de él… Y así. Tocamos en matrimonios y en celebraciones de toda la gente ‘dediparada’ de este país. Eso fue bueno porque nos permitió empezar a ahorrar.

 

¿Ya eran canciones propias?

No. Nuestro repertorio eran puros covers, pero que agrupaban muchas edades. Nos veían súper chiquitos tocando música vieja, como boleros, son, tango, y se sorprendían. Por tocar en esos eventos, también exploramos un repertorio latinoamericano y comenzamos a investigar a compositores, que uno canta pero no conoce, como Álvaro Carrillo (bolerista mexicano, autor de Sabor a mí). Eran géneros que no tenían nada que ver con el swing, pero experimentábamos a ver cómo sonaba en swing. El swing que se escuchaba en ese momento en Europa era el electro swing y el formato tradicional. No había ningún tipo de fusión. Entonces dijimos: ¿Y si mezclamos el vallenato con swing, y en vez de acordeón de vallenato usamos acordeón de norteño? Y empezamos a cambiar los instrumentos. Decidimos: vamos a tocar swing pero en ronroco, que es un instrumento boliviano, entonces va a sonar andino. Empezamos a ponerle el disfraz a las cosas. Así encontramos nuestro propio camino.

 

El swing se convirtió en la base de todo su trabajo.

Parte de nuestra identidad es poder conceptualizar desde nosotros mismos el sonido, poder decidir cómo es que vamos a sonar. Al principio fue intuitivo, pero ahora es un objetivo. Es una regla, aunque no tiene forma estricta.

 

¿En qué momento empiezan a componer?

Participamos en el circuito de jazz local y nos metimos a un concurso de jóvenes talentos de la Alianza Francesa. Tenía como requisito interpretar obras de compositores franceses. Era perfecto. Y creo que exigía una composición propia. El caso es que ya había una canción inventada y ganamos. Fue la primera vez que dijimos: esto tiene futuro. De hecho, nunca nos ha pasado algo que nos haga pensar en fracasar. La música siempre ha ido tirando de nosotros.

 

¿En qué momento se dispara Monsieur Periné?

En 2011 grabamos dos canciones: La muerte y Suin romanticón, porque íbamos a tocar en Estéreo Picnic. Nos habíamos ganado un concurso de Red Bull a nivel nacional, y en cuatro meses teníamos que tocar en ese festival. Yo venía con la necesidad de llevar un poquito más allá nuestro performance, quería que tuviéramos una puesta en escena contundente, que expresara todo lo que estábamos haciendo con la música, un experimento de muchos conceptos; Latinoamérica puesta en contexto con muchas otras partes del mundo, pero de una manera fantasiosa. Entonces trabajamos con la diseñadora Alejandra Rivas y decidimos crear un show para Estéreo Picnic. Creo que ese show fue clave.

 

¿Cómo fue esa presentación?

Nosotros no entramos a Estéreo Picnic por ‘rosca’, sino porque nos ganamos un concurso. Les tocó ponernos a abrir el festival mientras estaban conectando cables. No había nadie, solo periodistas, y me acuerdo que la persona encargada del escenario, la stage manager, era una grosera, un típico personaje con poder que nos despreció horrible. Y yo soy una persona que nunca agacha la cabeza. Durante el show me puse a decir cosas como que sin artistas no hay festival, que respetaran a los artistas. Y lo que pasó fue que nos bloquearon un año. Nos cerraron muchas puertas, pero por otro lado Radiónica nos abrió las suyas. La muerte fue la canción número uno del año; empezamos a tocar un montón por unos videos en vivo que se ‘viralizaron’; de Alemania nos contactaron para que publicáramos nuestro disco allá y luego nos armaron una gira con 33 fechas en dos meses en un verano, y nos fuimos para Europa, para Estados Unidos, para un montón de partes, por Latinoamérica, y ese disco de repente se convirtió en disco de oro. Una vaina muy rara.

 

Ese primer disco nos puso a girar, fue muy loco todo. Nosotros estábamos tocando una vaina que nadie tocaba aquí. Éramos un bicho raro, porque no tocábamos música tropical, ni rock, ni electrónica. Parecía un grupo de jazz, pero no era para quedarse sentado. Tampoco pensamos que iba a suceder nada. Nunca se nos pasó por la cabeza.

 

Debió de ser muy difícil para una cantante empírica como usted afrontar una gira tan exigente. ¿No le preocupaba la voz?

Cuando vas de gira no solo te preocupa la voz, sino la alimentación. Cuando cambias de país, cambias de cultura y uno acá está acostumbrado a comer muy bien. Empezamos tocando música gitana acá en Bogotá, desconociendo todo acerca de este oficio, y la música nos ha llevado a convertirnos en nómadas. Eso es lo que soy a los 30 años, una nómada. No estoy aferrada ni a mi casa, ni a mi país. Estoy aferrada a mi proyecto, a mi banda. En este momento ando liviana, tranquila.

 

¿Pero los 30 no significan sentar cabeza?

¡No hombre! ¿sentar cabeza para qué? ¿Para aburrirse? Obviamente esas preguntas vienen, por la naturaleza de la sociedad en que vivimos. Pero mi posición es tan desprendida de esas normas (comprar carro, apartamento, conseguir el mejor marido, y cómo se van a llamar los hijos, cuántos vamos a tener, dónde van a estudiar), que no, hombre. Para mí la música es una libertad que me permite no estar atada a esa presión social.

 

Por otro lado, es un anclaje al presente, porque en últimas este es un oficio que por más que uno tenga grandes sueños, grandes expectativas, y que funcione y se construya como cualquier otro proyecto… Uno no tiene ni idea de si el disco le va a gustar a la gente.

 

¿Es un oficio frágil?

Pues así como lo hemos vivido nosotros, de pronto sí. Si nosotros fuéramos de esas bandas que tienen un capital enorme ahí puesto y que tienen planes súper marcados para los próximos 15 años… Pero todavía no estamos así. Todavía no nos hemos puesto tanto el bozal.

 

¿Pero han madurado?

Claro, pero la madurez va más ligada al autoconocimiento.

 

¿A qué se refiere?

Como en términos del oficio. Sabemos qué tipo de artista queremos ser y proyectar en la gente, qué tipo de relación queremos construir con el público. Es una pregunta que me hago de forma constante, precisamente porque vivo en una industria de locos, de gente que a veces me hace sentir miedo. ¿Cómo es uno tan irresponsable para relacionarse con el público de manera tan ordinaria, sobre todo en esta sociedad donde hay tanta violencia, desigualdad, machismo… tanta mierda? Este proceso de viajar, de entenderme en un escenario, de entenderme en mi país, de descubrirme como mujer también ha servido para aprender a tomar una postura sobre lo que voy a construir.

 

¿Y cuál es esa postura?

Yo quiero vivir en un mundo más humano, un mundo menos violento, capaz de reformular mucho valores acerca de cómo somos, de cómo convivimos. Venimos siendo educados por una tradición que ni siquiera es nuestra y que se ocupa de pensar en el individuo. Eso es importante, pero tenemos que aprender a compartir. Y en esta industria uno ve mucha gente preocupada por llenarse; llenarse y ser único, ser el más, el uno, el modelo para todo el universo. Eso es muy fuerte, eso implanta muchos vacíos en las personas. No sé, hay ciertos artistas, ciertos géneros musicales para los que el punto no es la música sino lo que comunican. Y yo digo: no puede ser que teniendo la oportunidad de educarte, de tener un criterio frente al contexto en el que vives, estés alimentando el lado más venenoso.

 

¿De qué manera se refleja en ustedes esa postura en el escenario?

Nos preocupamos porque nuestra música esté siempre ligada a mensajes positivos, al respeto hacia el público, hacia la música; que tenga esencia, una esencia que se alimenta de verdad de nuestras culturas, en vez de despreciarlas. Porque el consumo cultural de los jóvenes está muy homogéneo. Todo suena igual, con los mismos filtros. ¿Por qué no hacernos a un lado de eso y tratar de aprovechar la diversidad? Chévere dejarse permear por la diversidad y arriesgarse a explorarla.

 

¿Se ha preguntado quién sería si no se hubiera dedicado a la música?

No creo que hubiera sido tan diferente.

 

Ahora que ha empezado a tomar clases de canto, ¿qué ha descubierto?

Que cometo demasiados errores. Tengo una cantidad de vicios corporales que no me permiten relajarme, que constriñen el ejercicio del canto. Estoy tratando de liberarme de esos vicios, que vienen del temor a que salga de mí un sonido que no tengo ni idea de cómo lo estoy emitiendo. Entonces, inconscientemente, el cuerpo se predispone y comienzas a tensionarte. Eso se nota en la expresión. Otra cosa es que, para mí, el escenario es un lugar donde yo soy otra persona, donde me convierto. Por eso la gente va a los conciertos, porque es una experiencia que te transforma: sales siendo otra cosa. Estar ahí te permite esa libertad, la de convertirte. Cantar de manera intuitiva ayuda a que haya una expresión real de eso que estás construyendo, pero acompañarlo con un entrenamiento técnico es maravilloso. Siento que tengo mucho por aprender. Lo bueno es que mi ‘profe’ de canto me dice que la voz de las mujeres madura realmente después de los 40. Tengo mucho tiempo.

 

La música permite, a diferencia de otras artes u oficios que tienen que ver con el cuerpo, que la carrera sea longeva. Cuando tenga 70 años me puedo parar en un escenario y seguir cantando. Una bailarina tal vez no. Lo que nosotros tratamos de construir, lo hacemos pensando en qué voy a estar cantando cuando tenga 50 años.

 

Es pura paciencia, sin acelerarse.

Sí, de mucha paciencia. Viendo cómo un pelado de 20 años se vuelve la estrella del mundo haciendo lo que hace y repartiendo tanta basura y llenándose de dinero; me pregunto: ¿por qué estoy haciendo esto tan complejo y tan difícil, por qué me estoy enredando la vida? Pero no me la estoy enredando. La estoy pasando buenísimo con lo poco que tengo. Vivo feliz.

 

 

Vea aquí el más reciente trabajo musical de Catalina García, La Sombra. 

 

*Publicado en la edición impresa de noviembre de 2016.