Imagen intervenida por Marta Ayerbe
21 de Febrero de 2018
Por:
Ibsen Martínez*

Era criollo y aristócrata, pero Simón Bolívar ha sido vendido por Chávez y Maduro como el símbolo del socialismo del siglo XXI. ¿De dónde salió tan descabellada idea?

¿Bolívar de izquierda?

1. Teología bolivariana

Buena parte de la historia patria ‘destilada’ en los manuales escolares venezolanos está hecha de lo que un desaparecido historiador de las ideas, caraqueño, Luis Castro Leiva, llamó “teología bolivariana”.

La teología bolivariana fue, desde su concepción, allá por 1870, bajo la dictadura del general Antonio Guzmán Blanco, no solo una engañifa autoritaria y militarista, sino también un misticismo moral que ha envenenado durante más de un siglo nuestra idea de la república, de la política y del ciudadano.

Castro Leiva mostró cómo la biografía ejemplar de Simón Bolívar ha sido la única filosofía política que los venezolanos hemos sido capaces de discurrir en casi dos siglos de vida independiente. Esa ‘filosofía’ solo ha servido para alentar el uso político del pasado.

Para ilustrar esto último basta un ejemplo: la fallida política de sustitución de importaciones, propugnada por el gobierno venezolano a comienzos de la década de los sesenta. Las escuelas de todo el país se vieron empapeladas con afiches plagiarios del famoso aviso reclutador del Tío Sam.

Un Simón Bolívar de metro ochenta de estatura, en uniforme de generalísimo, ceñudo e imperioso, con un puño sobre sus mapas, nos increpaba a todos los escolares con el índice de la otra mano. La leyenda al pie rezaba: “Yo la hice libre. Hazla tú próspera. ¡Consume productos venezolanos!”. Ciertamente, aquel no podía ser el verdadero rostro de Bolívar, pero, entonces, ¿cuál?

2. Pinacoteca

Como buena teología, la bolivariana ha generado un culto que, a su vez, ha desplegado sus imágenes. A decir verdad, estas no suscitaron nunca controversia alguna. Si acaso, tan solo ha habido discusión acerca de cuál retrato se le parece más al Pequeño Gran Hombre.

La hermana mayor del prócer, María Antonia, atestiguó, poco antes de morir, que el retrato de Bolívar realizado por José Gil de Castro, en Lima, en 1825, era el más fiel de todos cuantos tenía noticia. Es el mismo al que Bolívar tuvo como vera efigies suya, tanto que se animó a dar fe de ello por escrito.

Las descripciones que han dejado muchos contemporáneos que lo conocieron y trataron en el curso de la vida pública del Libertador, suelen ajustarse a los retratos de cada época, pero sin duda hay uno que, ya en pleno siglo XX, habría de cobrar suma relevancia. El motivo no es otro que la necesidad que las izquierdas de Venezuela y Colombia tuvieron de un Bolívar demótico en cuya faz pudiesen reconocerlo “los de abajo” como uno de los suyos y no como la deidad de un culto conservador y, en muchos sentidos, aristocratizante.

Se trata del retrato que en Bogotá, en algún momento entre 1826 y 1830, hiciese el colombiano José María Espinosa. En él vemos a Bolívar vistiendo una casaca de campaña y tocado con un sombrero que, a todas luces, es de jipijapa. Cansancio y gravedad definen ese rostro, cuyo perfil es el tópico aquilino de todas sus efigies, pero el artista logró imprimirle al conjunto un aire por completo ajeno a la marcialidad con que suelen presentarnos a los militares del procerato independentista. El de Espinosa, ¡es un Bolívar vestido de “andar por casa”!

Sin duda la efigie más reconocible de Bolívar es la que nos legó François Roulin: es la que figura en las monedas, billetes de banco, condecoraciones y sellos postales de Venezuela, Colombia, Ecuador, Bolivia y Perú. Captada, según se afirma, del natural, tampoco fue recusado su parecido por ningún contemporáneo.

De todos estos retratos, y de los realizados por otros artistas, cabe decir que consensuadamente guardan parecido con el modelo viviente, y que este mostraba rasgos que se han tenido por lo de un blanco criollo, de ancestro vasco. ¿De dónde emana, entonces, la imagen de un Bolívar mestizo de labios gruesos? ¿De dónde sacó Hugo Chávez su Bolívar afrodescendiente?

La pregunta entronca con el superlativo problema que encontró la izquierda latinoamericana en su afán de hacer suya una figura como la de Bolívar, secular objeto de culto de la derecha conservadora y militarista.

Antes de intentar elucidarlo, detengámonos en otro retrato, en este caso el moral, que hizo un mentor insoslayable de la izquierda mundial: Karl Marx.

 

3. Bolívar por Marx

En 1848, el periodista y editor estadounidense Charles Dana cubría para el New York Daily Tribune la revolución europea, y fue entonces, en Colonia, cuando conoció a Karl Marx, quien le causó viva impresión. Tanta, que en 1851 contrató a Marx como corresponsal europeo del Tribune.

Karl Kraus afirmó en un aforismo que “no tener una idea y poder expresarla es lo que hace al periodista”. Nunca fue esto más verdadero que cuando Karl Marx recibió en 1857 el encargo de un artículo sobre Simón Bolívar para la New American Cyclopaedia, dirigida por Dana en aquellos días.

La enciclopedia aspiraba a que Marx le enviase decenas de biografías de grandes figuras de la época, entre estas la de Bolívar. Pero al recibir el texto marxiano, Dana no pudo sino alarmarse por el tono racista y la enfática animadversión que muestra Marx hacia el Libertador. En consecuencia, escribió a Marx enérgicos reparos a un texto que se aparta sin disimulo de la convencional imparcialidad que imposta el lenguaje de las enciclopedias.

En su correspondencia con Engels, Marx admite con sorna que se le pasó ‘algo’ la mano al salirse del ecuánime registro adjetival que exige el tono enciclopédico, “pero ─añade─ habría sido también pasarse de la raya presentar como un Napoleón I al canalla más cobarde, brutal y miserable (sic). Bolívar es el verdadero Soulouque”.

¿Quién fue el Soulouque con quien compara Marx a Bolívar? Pues nada menos que un ‘emperador’ de Haití. Antiguo esclavo analfabeto, Faustine Élie Soulouque se alzó presidente de aquel país en 1847, y en 1849 se declaró emperador. Su corrupto y sanguinario reinado duró diez años; su corte fue una dantesca caricatura de la de Napoleón I. Soulouque dispuso una malhadada invasión a Santo Domingo, solo para que su férreo y brutal ‘imperio’ terminase con una revolución encabezada por Nicholas Fabre Geffrard.

Casi olvido contarles que, en su artículo sobre Bolívar, Marx nos fulmina, ¿por una vez con puntería?, a los venezolanos en general cuando dice: “como la mayoría de sus compatriotas, era [Bolívar] incapaz de todo esfuerzo de largo aliento”.

Karl Marx, pues, retrata al héroe como un palurdo, un hipócrita, un chambón mujeriego, un inconstante, un botarate, un aristócrata con ínfulas republicanas, un ambicioso mendaz cuyos contados éxitos militares se deben solo al tren de asesores militares irlandeses y hannoverianos que ha reclutado como mercenarios, comprometiendo con ello la futura factura cafetera del país.

Si no bastase el aborrecimiento que en Marx infunde la sola mención de Bolívar, la izquierda tuvo ante sí otro problema formidable: la derecha vio primero a Bolívar y se apoderó de él por completo. Lo quiso y lo tuvo ella sola, muchísimo antes que la izquierda, y quizá por demasiado tiempo.

¿Cómo discurrió la ardua operación ‘intelectual’ con que la izquierda latinoamericana (y con esta, Hugo Chávez) pudo apropiarse de Bolívar para su arsenal simbólico?

 

4. Bolívar, soviético

Es notorio que, desde mediados del siglo pasado, las izquierdas venezolanas y colombianas extremaron esfuerzos para tender y estirar líneas de parentesco con un pasado americano validador de sus designios políticos.

Es fácil advertir en esos esfuerzos la necesidad de salirle al paso a la acusación de que sus ideas eran extrañas y “ajenas a nuestras tradiciones”.

Para atenuar la noción de ser agentes de una proterva potencia extranjera ─la URSS─, en los años sesenta se bautizaba a los erráticos frentes guerrilleros venezolanos de la década del sesenta con el nombre de igualmente erráticos esclavos cimarrones del siglo XVIII o de algún caudillo de montonera del XIX.

Dicho todo así, es posible que esté yo haciendo lucir demasiado fácil algo en verdad bastante más complejo. Lo cierto es que la izquierda venezolana ─y hablando en general, la de nuestros países andinos─ se vio forzada a expropiar la “tradición bolivariana”, originalmente conservadora y de derechas.

Toda expropiación es un acto de violencia, aunque se ejerza en el universo simbólico. Y para poder hacerse del “padre Bolívar”, la izquierda latinoamericana tuvo que ejercer violencia contra su propio padre: Marx.

Desde que, en los años treinta del siglo pasado, Aníbal Ponce, marxista y trotamundos argentino, rescató para la lengua castellana el texto en que Karl Marx pone verde a Simón Bolívar, la izquierda latinoamericana adhirió inmediatamente a la visión marxista del prócer suramericano y, dogmáticamente, congeló el tema: “el Caraqueño Mayor era lo que Karl Marx dijo que había sido y sanseacabó”.

Ponce se hallaba en 1935 en Moscú, contribuyendo a la edición castellana de las obras completas de Marx y Engels. Por aquel tiempo, un marxista latinoamericano no se permitía ningún esguince revisionista. Y es que un marxista latinoamericano fue casi siempre, en el mejor de los casos, apenas un concesionario autorizado de la casa matriz: la Academia de Ciencias Sociales y Políticas de Moscú.

Desde luego, hubo marxistas como el cubano Julio Antonio Mella, quien ya en 1923 invocaba al Libertador como inspirador de las luchas redentoras del continente. Para conjurar el riesgo de excomunión, tanto Mella como el peruano José Carlos Mariátegui se apresuraban a dejar muy claro que Bolívar fue un ejemplar superlativamente genial de la casta criolla blanca, pero que sólo había llegado hasta donde lo dejaron llegar la superestructura ideológica correspondiente a su clase social, “en el respectivo nivel de desarrollo de las fuerzas productivas presentes en la Venezuela de comienzos de siglo XIX”, y una falsa conciencia aristocrática de la realidad de la que el Libertador no tenía la culpa porque no había podido leer a Marx.

Gilberto Vieira, eterno secretario general del Partido Comunista colombiano, también quiso rescatar a Bolívar para la izquierda en un libro titulado Sobre la estela del Libertador. Vieira aborda explícitamente el espinoso asunto del artículo de Marx sobre Bolívar, pero no sale airoso cuando blasfema al decir que lo de Marx era “sólo una opinión” y que un marxista verdadero no funda su criterio en ‘opiniones’.

Con el final de la Segunda Guerra, el inicio de la descolonización del llamado Tercer Mundo y la aparición de los movimientos de “liberación nacional” en el contexto de la Guerra Fría, la desaparecida Unión Soviética tuvo interés en revisar el dogma marxista (elaborado por dinosaurios como Vladimir Miroshevski) sobre las figuras llamadas “popular-nacionales”, como Bolívar.

El tímido revisionismo que acompañó la mentida ‘desestalinización’ que siguió al controvertido XX Congreso del PCUS fue decisivo en esta mudanza de parecer. La Academia de Ciencias de la URSS decidió, a finales de los cincuenta, darle una oportunidad a los ‘revisionistas’, como Anatoli Shulgovski, quienes resolvieron el problema con un expediente de admirable desparpajo, pues trae consigo la implicación de que Marx, siempre infalible en todo, la embarró únicamente en el caso de Bolívar, y ello se explica, dice Shulgovski, porque las fuentes consultadas por Marx eran secundarias y sesgadas.

Con lo cual no se afectaba sensiblemente el elevado promedio de juicios acertados de Karl Marx y se abría el camino de una larga lista de despropósitos. El cubano Francisco Pividal pudo así ganarse, en 1977, el Premio Casa de las Américas con su Bolívar: pensamiento precursor del antimperialismo, y la guerrilla del M-19 robarse en Bogotá, en abril del 74, la espada de Bolívar para afirmar en su proclama que luchaba por una Colombia socialista y “contra los amos nacionales y extranjeros que deformaron las ideas del Libertador”.

Es característica la improbidad intelectual con que la izquierda latinoamericana se ha cebado en una carta, más bien adulona, que el Libertador envió en agosto de 1829 al coronel Patricio Campbell, encargado de negocios de la corona inglesa. Me refiero a esa frase que, maliciosamente citada fuera de contexto, ha ilustrado en nuestro continente millones de afiches universitarios: “Los EE. UU. parecen destinados por la Providencia para plagar la América de miserias a nombre de la libertad”.

Era solo cuestión de tiempo para que en el país de la teología bolivariana, inaugurada por el autócrata Guzmán Blanco, y sobreelaborada por los áulicos del sátrapa Juan Vicente Gómez, un teniente coronel demagogo y populista, apoyado por la izquierda militarista ─¿habrá habido alguna izquierda en América Latina que no haya sido militarista?─, educado en una academia militar que, como la venezolana, siempre fue templo de la teología bolivariana más ‘integrista’, terminase por cambiarle el nombre a la República de Venezuela.

 

5. El Bolívar negro de Hugo Chávez

Imbuido quizá de las ortodoxias que animan los departamentos de estudios ‘multiculturales’ en algunas universidades gringas, Hugo Chávez en persona dio hace tiempo en propalar la vergonzosa verdad que desde las ramas laterales de la familia Bolívar –quien benévolamente nos eximió de descendientes directos– hasta el mismísimo John Lynch, autor de una celebrada biografía, pretendieron ocultar sin éxito, como si de un culebrón de Félix B. Caignet se tratase: Simón Bolívar, incrédulos del mundo, era negro. Bolívar fue el hijo de una esclava.

De allí la ‘conexión’ emocional ─la de Chávez, se entiende; el Bolívar redivivo─ con los demás negros, mulatos, zambos, cuarterones y, en general, con toda la “gente de quebrado color” que ya en tiempos de la Capitanía General de Venezuela se vio excluida como ‘pardos’ y hoy nutre gran parte del electorado chavista.

Para mejor anclar la superchería, se ha designado oficiosamente a la pequeña población de Capaya, en la costa de Barlovento, como su lugar de nacimiento. Durante el siglo XVIII, Barlovento fue región cacaotera y está hoy habitada por descendientes de la antigua población esclava.

La leyenda ha prendido en una hacienda cercana, otrora propiedad de los Bolívar: allí nació, de madre negra, el Libertador.

Formulada solo como posibilidad, la especie se ha colado ya en algunos textos escolares. Pero las vallas que dan la bienvenida al turista al lar natal de Bolívar flanquean ya la carretera que conduce a Capaya.

Me ocurre pensar que William Ospina ha debido comenzar en Capaya su búsqueda de Bolívar.

La novela El parque Gorki, del estadounidense Martin Cruz-Smith, sitúa en la antigua Unión Soviética las aventuras del investigador Arkady Renko. Para esclarecer unos asesinatos, Renko pide a un excéntrico antropólogo forense que reconstruya los rostros desollados de tres cadáveres que el deshielo ha dejado al descubierto en el parque Gorki de Moscú.

Cruz-Smith podría haberse inspirado en el trabajo del antropólogo ruso Mijáil Gerásimov, padre de la llamada “escultura forense”. Juntando disciplinas como la estadística demográfica, la paleontología forense y la antropometría, Gerásimov recuperó, a partir de su calavera, el rostro del emperador Iván el Terrible por orden de Stalin.

Hugo Chávez halló su Gerásimov en Philippe Froesch, artista francoalemán que se dedica a reconstruir el rostro de figuras históricas.

En entrevista concedida por Froesch a la periodista venezolana Valentina Lárez y publicada en El Tiempo de Bogotá, en 2012, Froesch narra haber sido contratado por Chávez para obtener, con tecnología digna de la serie CSI: Cyber el “verdadero rostro” de Simón Bolívar, a partir de tomografías de su osamenta.

Un video, disponible en Youtube, registra la exhumación de los restos del Libertador, requeridos por Froesch para su trabajo. Es un grotesco documento de la demencial necrofilia que anima el culto a la personalidad de Chávez.

Un equipo de patólogos forenses, embutidos en trajes blancos que evocan a los astronautas de 2001, Odisea en el espacio, de Stanley Kubrick, abren un sarcófago y exponen el esqueleto de Bolívar, quien murió en 1830 y yacía en el Panteón Nacional desde 1876. La banda sonora de esta operación encaminada al análisis de ADN y la imagenología es el himno nacional de Venezuela. Chávez mostró, muy ufano, el tétrico videoclip en su programa Aló, presidente.

El propósito de Chávez era verificar que los restos exhumados fuesen, en verdad, los de Bolívar y, de ser así, corroborar o invalidar la hipótesis de que el Padre de la Patria no murió tuberculoso, como me enseñaron en la escuela, sino que fue envenenado. El autor intelectual del magnicidio habría sido el prócer independentista neogranadino Francisco de Paula Santander, rival vitalicio de Bolívar y, según Chávez, diabólica prefiguración de Álvaro Uribe Vélez.

El espectrógrafo de masas, sin embargo, no mostró trazas de arsénico.

Bolívar fue, nadie lo duda, aristócrata y rico: un gran cacao, un blanco criollo descendiente directo de vascos llegados a Venezuela en el siglo XVII. En 1825, como ya hemos dicho, posó en Lima para el retratista Gil de Castro y dictaminó que el resultado era “de la mayor exactitud”. En ese retrato, las peninsulares facciones del héroe son el cruce perfecto entre un José María Aznar, narigudo, con bigotazo, y un Imanol Arias, chaparrito y de incipiente calva.

Sorprendentemente, el Bolívar de Froesch muestra pronunciados arcos superciliares y labios gruesos, afroantillanos: un Bolívar zambo, palabra esta que, me apresuro a decir, no entraña desdén de castas ni racismo. Designa, llanamente, al mestizo de negro e indio que somos casi todos en Venezuela. Chávez incluido.

El retrato ‘oficial’ de Bolívar que Henry Ramos Allup, expresidente de la Asamblea Nacional, desalojó del Capitolio Nacional en enero de 2016, para indignación de Nicolás Maduro, guarda tan protochavista parecido con Chávez que solo se echa de menos la verruga en la frente.

¿Cómo era el rostro de Bolívar? La verdad, no lo sé. Y a los venezolanos que hoy hacen fila para comprar comida y medicamentos inexistentes, o retirar de la morgue el cadáver de un ser querido, asesinado por el hampa, tampoco parece importarles un carajo.

 

* Escritor venezolano, columnista del diario El País, de España, autor de Simpatía por King Kong, El señor Marx no está en casa, La Venezuela de Chávez: una segunda opinión.

@ibsenmartinez