Cortesía ICBF | Cortesía Random House (Yolanda Reyes)
24 de Abril de 2017
Por:
Ana Catalina Baldrich

La novela de una de las invitadas a la FILBo 2017 Yolanda Reyes, Qué raro que me llame Federico, aborda el dilema de un adoptado alrededor de conocer o no a los padres biológicos. ¿Cómo les ha ido a quienes han pasado por esas? 

De dónde vengo yo

 

Cuando era estudiante se enfrentó al papel en blanco por cuenta de una tarea universitaria. Su profesor de crónica y reportaje le había encomendado desarrollar un tema que la identificara. Después de que pasaron muchas ideas por su mente, en la pantalla de su computador aparecieron las primeras palabras. Las primeras oraciones. Las primeras preguntas: ¿tenemos los mismos ojos?, ¿sufres con tu peso como yo?, ¿te da alergia el frío?

El tema elegido estaba claro. Había llegado la hora de escribir una carta a su madre. No estaría dirigida a Elizabeth, la mujer que vio sus primeros pasos, cuidó sus gripes, le dio sus teteros, cambió sus pañales y le enseñó a decir mamá; sino a su madre biológica, una mujer de la que no tiene imagen, ni información, una mujer que desconoce su apariencia actual, alguien que ni siquiera sabe su nombre.

“No sé cuántos días estuvimos juntas. A lo mejor fueron pocas horas, tampoco sé si alcanzaste a ponerme un nombre. Así que me presento: soy Liliana”. Liliana Escobar fue bautizada por Elizabeth, la enfermera jefe de la Fundación para la Asistencia de la Niñez Abandonada (FANA), el mismo día que llegó en brazos de una señora, que la llevaba envuelta en una preciosa manta y se marchó sin firmar el consentimiento de adopción.

 

La inspiración de una novela

La idea de escribir una novela sobre adopción asaltó la mente de Yolanda Reyes hace siete años. Algunas veces el concepto aparecía, otras se desvanecía. Sin embargo, era tan potente que su cabeza se convirtió en un radar que detectaba y atraía historias, testimonios e imágenes; como la de un francés de cuna colombiana que un día tocó a su puerta.

“Yo le había contado a Pilar Reyes, mi editora de ese entonces, que me interesaba el tema de la adopción. Ella me comentó que había un francés que vino a Colombia a buscar a su familia biológica, que quería hacer un voluntariado en el país en bibliotecas y que quería hablar conmigo”.

La entrevista dio pie a la amistad. La relación llevó a largas conversaciones. Las charlas trajeron emociones. “Su familia biológica era de los Llanos. Tenía el expediente y encontró amigos y primos llaneros. Él tenía los rasgos, los gestos, pero cuando hablaba, era extranjero. Lo cuidaban el doble. No era un igual. No era de un lado ni del otro. Esa es la búsqueda de la identidad”, narra Yolanda.

Las emociones, los sentimientos y las preguntas que la escritora vio en su nuevo amigo eran una réplica de las decenas de casos que conocía en torno a la adopción. Con el tiempo esa amalgama dio vida a la novela Qué raro que me llame Federico.

“Escribí un libro de ficción. Es literatura, cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia”. Pese a su advertencia, la historia de Federico –un niño adoptado en Bogotá que regresa a su patria para encontrar respuestas– y Belén –una española que trabaja como editora de libros infantiles y adopta un niño en Latinoamérica–, no contradice la realidad. En la actualidad, el ICBF tiene activas alrededor de 300 solicitudes de búsqueda de orígenes.

 

El hostal de los orígenes

Anders Emil Svensson siempre lo tuvo en mente. Su rostro no se parece al de Eva, su mamá. No se parece al de su papá, Bengt. No luce como el de nadie en Suecia. Lógico: aunque su pasaporte lo registra como sueco, ni su rostro, ni su sangre, ni su ADN son escandinavos. Su origen estaba en un país lejano: Colombia.

“Siempre supe que era adoptado, pero a pesar de que mis padres y yo somos diferentes, nunca me sentí diferente. Siempre me hablaron de Colombia. Me decían que era un país bonito, pero peligroso. No puedo culparlos, lo único que se escribía sobre Colombia era eso”.

La información y las fotografías que sus padres le enseñaban no fueron suficientes. Al contrario de lo que Eva y Bengt pensaron, Anders quería viajar a Colombia. Quería conocer el país, la gente, la música, las costumbres. La oportunidad le llegó en el año 2000, cuando conoció a un compatriota que estudiaba en Suecia.

“Nos hicimos amigos. Él se dio cuenta de que yo no era sueco. Le dije que quería ir a Colombia. Me contó que viajaría y que si yo quería podía ir con él”. No lo dudó. Habló con sus padres, que comprendieron su curiosidad, y emprendió viaje. Cuenta que no tenía expectativas. Que realmente no tenía idea de qué esperar. Recuerda que esas dos semanas fueron suficientes para descubrir una nueva necesidad: para conocer Colombia debía aprender el idioma. “Me gustó. No sé qué es exactamente. Tal vez porque nací allí. No importa. Sentí en cierta forma que era mi lugar. Pero también soy de Suecia. En Colombia lo que me hacía sentir extraño era el idioma. Por eso pensé: ‘tengo que aprender español’ ”.

Al llegar a Estocolmo, comunicó a sus padres su decisión. Regresaría a Bogotá para estudiar castellano. Bengt asocia ese momento con terror: “Catástrofe. El mismo día había leído malas noticias de Colombia. Mi miedo era la guerra”. Pero igual, no se lo impidió. Su hijo regresó a Bogotá en 2002.

Tras tres meses en una escuela de idiomas en su ciudad de origen, Anders aprendió a comunicarse en su lengua materna. “Aprender un idioma nunca es fácil, pero puede ser que en el fondo llevamos la lengua materna desde que nacemos”.

El tiempo pasó. El curso terminó. Pero su curiosidad no cesó. Sus padres nunca le ocultaron nada. Dice que, por una cuestión de identidad, por esos días decidió cambiar su nombre. “Del Emil viene Emilio. Del apellido de mi familia colombiana viene Cuesta”. Una familia que buscó durante cinco años.

En 2005, con la idea de permanecer en Colombia y conocerla de punta a punta, abrió un hostal. Sus clientes eran colombianos que, como él, habían crecido en otros países tras ser adoptados por extranjeros y que querían descubrir su país. Otros, además, buscaban sus raíces: su familia biológica.

“Entre todos ellos llegó un noruego que había sido adoptado en el mismo orfanato que yo. Por lo que decidí acompañarlo y ver mi historial”. Ese día, el sueco supo que había sido remitido del Departamento Administrativo de Bienestar Social. Visitó la entidad y comenzó a tirar de la cuerda. “Encontré una entrevista que le hicieron a mi padre biológico, en la que habla de lugares y personas clave”. Siguió las pistas, investigó, preguntó. Supo que su madre había abandonado a su padre cuando él era un bebé. Supo que su padre no pudo cuidarlo. Fue a la antigua calle del Cartucho tras la pista de su madre. No la encontró.

En compañía de Bengt, su padre adoptivo, quien casualmente estaba por esos días de vacaciones en Colombia, viajó a Chocontá en busca de información sobre el hombre que lo había entregado años atrás. Para el final de la jornada, de la que Emilio no recuerda fecha, había conocido a sus tíos. Su padre biológico estaba muerto.

Bengt no sintió temores durante la búsqueda que emprendió Emilio. “Él es mi hijo y yo soy su padre, lo otro es el misterio de un milagro llamado Emilio. Yo soy feliz de entender que él tiene una raíz en Colombia”.

Ahora, Emilio Cuesta reconoce su rostro en los ojos, la nariz y la boca de la fotografía de su padre biológico que le entregó una de sus otras tías. Ya no vive en Bogotá. Regresó a Estocolmo. Dice que se devolvió a Suecia porque sus padres ya están “cuchos” y quiere estar con ellos.

 

“La sangre no tira”

Pese a los temores que pueden llegar a tener quienes deciden adoptar, Adriana Chaves, sicóloga de FANA, asegura que cuando un joven busca sus raíces, no busca una familia. “Busca respuestas, no una familia porque ya la tiene. La sangre no tira. El vínculo se construye en la cotidianidad. Quiere saber a quién se parece. Busca una historia”.

Como Federico –el protagonista de la novela de Yolanda Reyes– Emilio Cuesta buscó respuestas por curiosidad. Sin embargo, hay quienes no lo hacen. Como Liliana Escobar: pese a no conocer ni el nombre de su madre biológica, sabe a “ciencia cierta” que esta la amó tanto que le garantizó su vida actual. “La primera persona en la que yo pensé el día que nació mi hija fue en ella. No quería soltar a mi bebé y pensé cómo habrá sido para ella soltarme. Eso es lo que mucha gente no entiende. En el proceso de adopción, la gente ve solo a los papás que adoptan y al niño; pero todo esto empieza porque una mujer fue lo suficientemente valiente para decir ‘quiero asegurarte un buen futuro’ ”.

La sicóloga Adriana Chaves dice que no existe un patrón que defina si una persona que fue adoptada va a buscar o no a su familia biológica. “Hay quienes quieren información del expediente sin pasar más allá. Eso depende de cada muchacho. Los padres extranjeros suelen hablarles mucho del tema a sus hijos adoptados; incluso, suelen mencionar a la mamá biológica en las conversaciones, por lo que les generan altas expectativas a sus hijos”.

Busquen o no sus raíces, los testimonios coinciden en que, aunque sus padres son quienes los adoptaron, valoran a sus madres biológicas. Emilio no duda que valió la pena la búsqueda. “La familia que tengo en Colombia es fantástica y amable de verdad. Creo incluso que si mi padre no me hubiera dejado en adopción, habría tenido una buena vida porque vengo de una buena familia”. Liliana lo dejó claro en su carta: “No busco meterme en tu vida, solo quería que supieras que le agradezco a Dios que hayas sido tú la que le dio inicio a la mía”.

 

Un proceso riguroso y confiable

La directora de protección del ICBF, Ana María Fergusson, responde algunas dudas sobre adopción.

¿Cuántos niños están en condición de ser adoptados?

En la actualidad el ICBF tiene 4.235 niños, niñas y adolescentes con declaratoria de adoptabilidad y sin familia asignada. De ellos, 1.349 tienen entre 0 y 12 años, y 2.976 entre 13 y 18.  

¿Qué tan difícil es el proceso?

No es difícil. El proceso de adopción en Colombia tiene una serie de procedimientos que buscan garantizar que el niño o la niña lleguen a un hogar amoroso e idóneo para cuidarlo. De hecho, nuestro proceso es valorado internacionalmente como uno de los más rigurosos y confiables del mundo.

¿La mayoría son adoptados por extranjeros?

En el país damos prioridad a las familias colombianas frente a las extranjeras. Sin embargo, las familias extranjeras son más abiertas a adoptar niños con características especiales, es decir mayores de 10 años, con hermanos o con discapacidad o condiciones especiales de salud. Para darle una cifra, en los últimos cuatro años fueron entregados en adopción 2.429 niños a familias colombianas y 2.391 a familias extranjeras.

¿Cuántos jóvenes buscan a su familia biológica?

En la actualidad tenemos activas alrededor de 300 solicitudes de búsqueda de orígenes.

¿Cómo ayuda el ICBF a estos jóvenes?

El ICBF cuenta con un programa para ayudarles. Ese proceso depende de muchos factores, entre estos la posibilidad de establecer la ubicación actual de la familia biológica y su voluntad de conocer al joven que la busca.    

 ¿Tiene algún costo?

Ninguno. Además, no hay intermediarios. 

 

 

*Publicado en la edición impresa de septiembre de 2016.