Foto: Presidencia de la República.
2 de Octubre de 2014
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Muchos analistas consideran que sería mejor hacer una reforma estructural ya y no esperar hasta que suceda una tormenta, porque puede haber una tormenta.

Por Guillermo Perry

Economista, exministro de Minas y Energía, de Hacienda y catedrático.
 

Reforma tributaria: ¿Una o varias seguidas en cascada?

Desde 1990 el país ha tenido una o dos reformas tributarias por cuatrienio. Esa definitivamente no es una práctica de buen gobierno. De una parte, denota improvisación. De otra, genera inseguridad jurídica, por el continuo cambio de reglas del juego que desestimula la inversión, en especial la de largo plazo.
Santos está por ganarse las palmas en esta materia. Hizo dos reformas en su primer gobierno y ahora parece estar planeando no una sino dos o tres más: una para llenar el hueco del presupuesto, otra para financiar sus programas prioritarios en primera infancia y educación básica, y una tercera para financiar los gastos del posconflicto cuando se tenga alguna idea de cuánto valdrán y en qué consistirán. Pero, además, en su primer gobierno prometió desmontar el impuesto a las transacciones financieras y el de patrimonio a las empresas, y ahora no solo quiere preservarlos sino aumentar el segundo.
Parece ser que el único que no sabía que necesitaba más recursos era el propio Gobierno. En la campaña presidencial de hace 5 años, en un debate entre candidatos presidenciales organizado por Fedesarrollo, presenté un documento que demostraba la necesidad de mayores recaudos y proponía una reforma integral que, además de conseguir 1,5 por ciento más del PIB, hubiera mejorado mucho la equidad tributaria y reducido los desestímulos a la inversión y a la formalidad. Cinco de los seis candidatos discutieron públicamente el tema, reconocieron esta necesidad y, en lo esencial, se mostraron dispuestos a apoyar la reforma propuesta por Fedesarrollo: eliminar los parafiscales, el impuesto a las transacciones financieras y el impuesto al patrimonio de las empresas, dejándolo solo para personas naturales, como lo tuvimos hasta 1986 (cubriendo todo el patrimonio personal, incluida la propiedad de acciones, excepto la vivienda propia hasta cierto monto); sustituyendo el impuesto a la renta de las empresas por un nuevo gravamen del 30 por ciento sobre las utilidades contables, de modo que se acabarían todas las exenciones y privilegios de un plumazo; gravar los dividendos en cabeza de las personas naturales, descontando lo pagado en la empresa (como en Chile) y quitar o reducir otras exenciones y privilegios; unificar tarifas del IVA, reducir exenciones y subir 2 puntos. El único candidato que ni reconoció la necesidad de aumentar recaudos, ni dijo si esta propuesta le parecía buena o mala, pues ni siquiera asistió al debate, fue Santos.
El primer ministro de Hacienda de Santos, Juan Carlos Echeverry, dijo que no se necesitaban más impuestos ni reforma tributaria estructural, contradiciendo lo que pensaban todos sus colegas economistas y las entidades internacionales (la OCDE, el Banco Mundial, el BID y el Fondo Monetario), y pasó la regla fiscal para que se le aplicara a su sucesor. Además, ofreció eliminar el impuesto a las transacciones financieras y, para compensar, eliminó las absurdas deducciones por compra de activos fijos que había regalado Uribe. Cárdenas ha sido más juicioso: pasó una mini reforma estructural, que redujo significativamente los parafiscales, con lo que se ha facilitado la reducción de la informalidad y el desempleo, y limitó los privilegios tributarios mediante el CREE y el IMAM. Pero dijo también que no se necesitaba aumentar los recaudos y, en efecto, la reforma no los aumentó.
Para colmo, tanto Uribe como Santos se dedicaron a aumentar el gasto público en todo tipo de programas, unos mejores que otros, y a repartir cada vez más ‘mermelada’, de modo que se gastaron todos los recursos excepcionales del periodo de bonanza de precios de productos básicos y no ahorraron para las ‘vacas flacas’. Con razón el decano de la Escuela de Gobierno de los Andes decía hace poco que eso definitivamente no es Buen Gobierno.
Hoy, Santos ya no puede tapar el Sol con las manos. Tuvo que presentar un presupuesto claramente desfinanciado. Ni siquiera alcanza para tapar el hueco con restablecer el impuesto a las transacciones financieras ni el de patrimonio. Su primera idea fue ampliar y subir el impuesto al patrimonio porque a los congresistas les fascina gravar a los bancos y las empresas, así luego disminuya la inversión y la generación de empleo. Pero esa propuesta ha generado una reacción generalizada de rechazo por parte de los economistas y del sector privado. Parece ser que se van a dejar como estaban, pero se va a poner una sobretasa al impuesto a la renta.
En la discusión pública ha ido emergiendo otro consenso complementario. Que, de aumentarse la base y las tarifas del IVA, se destine a financiar la ampliación de la cobertura de los servicios de atención a la primera infancia, a extender la doble jornada y a mejorar la calidad de la educación básica. No solo para cumplir el compromiso del Presidente en su discurso de posesión, sino porque no habría una manera más efectiva de aumentar la competitividad y el potencial de crecimiento de nuestra economía, lograr una sociedad más justa, con igualdad de oportunidades para todos los niños, y aclimatar la paz. Pero el Gobierno no se decide. O está dividido por dentro (dicen que Germán Vargas quiere todo el presupuesto para regarse a hacer obras por los departamentos y así consolidar su aspiración presidencial con nuestros tributos) o Santos no se decide, como infortunadamente le sucede con mucha frecuencia.
La verdad es que todo impuesto es antipático: por eso es impuesto y no es voluntario. Pero todos reconocemos que son indispensables para financiar la educación, la salud, la infraestructura y la seguridad (y hasta nuestro muy ineficiente y corrupto sistema judicial). Y cuando la necesidad es tan patente como lo es ahora, preferimos no seguir la política del avestruz. Es mejor afrontar de una vez el problema, pero hacerlo bien y asegurarse de que los nuevos recursos se gastan en lo prioritario. Por eso suena bien destinar específicamente el recaudo que se obtenga con la reforma al IVA a los dos fines mencionados antes, sobre cuya prioridad hay un vasto consenso nacional. Lo peor sería hacer una reforma antitécnica que se vaya en ‘mermelada’.
Y es mejor hacerlo ya y que no nos vaya a agarrar una tormenta con los pantalones abajo. Porque puede haber una tormenta. Los precios del petróleo y otras exportaciones pueden caer abruptamente si se agudiza la desaceleración en China, lo que parece cada día más probable. Y el ‘capital golondrina’ que ha venido sustituyendo a la inversión extranjera, que está disminuyendo por las bajas en precios y por trabas internas, en la financiación de nuestro creciente déficit externo puede emprender súbitamente el vuelo de regreso cuando suban las tasas de interés internacionales o por cualquier otro motivo. Y, además, podemos ver caer la producción petrolera si seguimos poniéndole ‘palos en la rueda’ a la exploración y desarrollo de yacimientos convencionales y no convencionales. Mejor hacer la reforma tributaria estructural que el país requiere ya, en calma, y no de manera apresurada, en medio de los truenos y los relámpagos, porque quién sabe qué barbaridad se haga bajo esas circunstancias.