El rey Juan Carlos, la princesa Leonor y el rey Felipe VI en el balcón del Palacio Real de Madrid el pasado 19 de junio, Felipe VI fue proclamado rey. (Fotos AFP)
7 de Julio de 2014
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Cónica del historiador Juan Esteban Constaín sobre el relevo en la monarquía española.

Por Juan Esteban Constaín

¿Cuál será la suerte de esta princesita?

Felipe de Borbón y Grecia ha sido proclamado nuevo rey de España: el segundo después de la transición y el restablecimiento de la democracia, y el primero que asciende al trono según los principios y los valores de la Constitución de 1978. Muchos dicen que el primero y el último porque la monarquía se va a acabar; muchos vaticinan desde ya el lánguido final de esa institución antigua y anacrónica que nada tiene que hacer, según sus críticos acérrimos, en el mundo contemporáneo, y que en el caso español exhibe una historia tan larga como tormentosa, historia que desemboca en la sangrienta Guerra Civil del año 36, luego en la dictadura de Franco, y luego en el reinado de Juan Carlos I que logró un verdadero milagro: desmontar las estructuras inamovibles del franquismo –movimiento del cual surgió el propio Rey; primero como su títere, después como su sepulturero– y crear las condiciones políticas y sociales que hicieron posible la instauración del sistema democrático en España: la parcial e imperfecta cicatrización de las heridas que habían dejado tantas décadas de dolor y guerra y enfrentamientos de todos los bandos y partidos y banderas.
Dígase lo que se diga, Juan Carlos I de Borbón fue una figura fundamental en la transición española y en la creación de la España contemporánea, con sus luces y sus sombras, siempre España. Y su audacia le ganó desde el primer momento la admiración y el cariño del pueblo, o por lo menos de una parte significativa del pueblo. Claro: ahora que ya la historia ocurrió es muy fácil criticarlo. Ahora es mucho más cómodo enrostrarle sus defectos, los escándalos que están dando al traste con la monarquía española y su legado como pieza clave en el restablecimiento de la democracia. Porque nada hay más sencillo que adivinar y corregir el pasado; todos, con los libros de historia abiertos delante de nosotros, lo habríamos hecho todo muchísimo mejor que aquellos que lo hicieron para bien o para mal.
Pero lo cierto es que Juan Carlos habría podido seguir siendo lo que fue desde que su padre, don Juan de Borbón, lo envió por primera vez a España, con casi 11 años, en 1948: un príncipe y poco más; un heredero espurio y sin corona que estaba allí para obedecerle en todo al caudillo y a su gente, y que llegado el momento tendría que sucederlo pero solo si aceptaba jurar fidelidad al movimiento y devoción a La Falange. Ese fue, de hecho, el plan de Franco cuando pactó la entrada a España de un Borbón: formar a su antojo a un verdadero príncipe para que con su sangre azul se revitalizara el proyecto político del Movimiento Nacional; lavarle el alma y el cerebro a un joven inexperto para que fuera él el garante de la continuidad del franquismo.
Y la verdad es que mientras tuvo que hacerlo, Juan Carlos cumplió a cabalidad ese papel. De manera casi estúpida y trivial, se diría, para no despertar ninguna sospecha. Años y años de aceptación de un destino que otros le trazaban, fingiendo siempre, o no siempre, su apego a las ideas y delirios del caudillo. Queriéndolo como a un papá (a veces más que a su papá), haciéndole caso en todo. A él y a los suyos. Hasta que el dictador murió y entonces Juan Carlos, con una determinación y una rapidez que eran necesarias para que los viudos de la dictadura no pudieran hacer nada, se apresuró a ejecutar un proyecto político que quizás hubiera estado concibiendo desde hacía años, o que se le presentó justo en ese momento, cuando por fin le había llegado la hora. Y resolver esa duda y ese debate es lo de menos. Porque lo importante es que ante las miradas atónitas de todos, Juan Carlos I lo hizo: traicionó las ideas del franquismo, les dio el poder a los políticos que creían en la democracia, y entendió que su misión, en ese momento concreto de la historia, era esa: transformar a la sociedad española para que se cerraran por fin las heridas que habían quedado abiertas desde la Guerra Civil y a las cuales la dictadura no hizo más que echarles sal con la represión y su discurso dogmático y excluyente.
¿Lo hizo por vanidad el Rey, por puro cálculo? No importa: lo importante es que lo hizo. Y ahora hay muchos que insisten en que la transición fue una farsa y un montaje; una estrategia de las élites y la monarquía y el capitalismo para perpetuarse en el poder. Que con ella no cambió nada de verdad, dicen, y que sus pactos de silencio y de olvido fueron casi tan perjudiciales como la dictadura misma. Es un debate histórico tan necesario y complejo y tan inagotable como pueden serlo todos, en el que sin embargo subsiste una certeza: todo allí habría podido ser peor; todo habría podido no ocurrir. Ni así ni de ninguna otra forma. Juan Carlos habría podido cumplir el destino para el que lo educó Franco, que era sucederlo y garantizar la supervivencia del régimen, y quizás le habría costado menos. Para él habría sido, sin duda, mucho más fácil. La transición no fue perfecta ni ideal, claro que no; incluso, en muchos aspectos, fue un desastre. Pero habría podido no ocurrir siquiera, de no ser por la fuerza con que el Rey, desde el primer momento, por las razones que fuera, la asumió como su gran apuesta histórica. Y durante años el pueblo lo apreció y lo quiso por ello.


Tanto lo apreció y lo quiso el pueblo –ese mito; ese monstruo caprichoso y volátil–, que siempre se decía que en España no eran “monarquistas sino juancarlistas”, y esa interpolación de los afectos colgaba sobre el futuro de la corona como una sombra, como una espada de Damocles. ¿Qué va a pasar cuando ya no esté el Rey?, se preguntaban muchos. ¿Sobrevivirá la monarquía? Pues la hora de responder esas preguntas llegó también con la entronización de Felipe VI. Un cambio de mando que ocurre en medio de los mayores escándalos de corrupción de la familia real en la historia reciente de España, y con los niveles más bajos de aceptación popular de la corona en toda su historia desde la transición. Así que Felipe la tiene cuesta arriba y es obvio que la crisis precipitó su llegada al trono: algo tendrá que hacer el nuevo rey para salvar a la monarquía; algo tendrá que inventarse para salvarse a sí mismo.
Felipe, sin embargo, se ha preparado desde niño para eso: para ser el rey de España y el sucesor de Juan Carlos, que no fue cualquier rey. Por eso también desde niño estuvo vinculado con los deberes de Estado que su condición le imponía, y poco a poco fue adueñándose de su papel como el heredero de una monarquía que tiene un indudable carácter simbólico, y por eso mismo un gran significado político como fiel de la balanza y garante de la democracia y los valores de la transición –para bien y para mal, siempre España–, y de los pactos de la Constitución del 78, puestos a prueba en tiempos recientes desde los sectores más diversos y beligerantes. Como príncipe heredero, Felipe fue educado con minucia y bajo una estricta vigilancia, aunque desde la primaria y el bachillerato, que cursó en el Colegio Santa María de los Rosales de Madrid, se estableció que nunca recibiera un trato diferente ni gabelas especiales por cuenta de ser quien era. Luego viajó a Toronto, luego inició su formación militar en las tres academias militares de España: la Academia Militar General de Zaragoza, la Escuela Naval de Marín y la Academia General del Aire de San Javier. Luego estudió Derecho en la Universidad Autónoma de Madrid y un máster en Relaciones Internacionales en Georgetown.
Se trata, sin duda, de uno de los temas más antiguos de la filosofía política: el del arte del buen gobierno y la educación de los príncipes. Un tema que en nuestra época, tan democrática, parece casi surreal, y de alguna manera lo es. Porque ahora nos resulta normal que quienes nos gobiernan exhiban sobre todo sus méritos intelectuales y políticos y académicos –bueno…–, y que tengan sus manuales y sus gurús y sus consejeros. Pero imaginarnos cómo se educa la realeza en tiempos republicanos no deja de ser un ejercicio misterioso y casi cómico, como de película de Disney. Una película de Disney que sin embargo podría inspirarse en Séneca (De la clemencia) o en Jenofonte (La educación de Ciro), o en El Panchatantra de Vishnú Sharma o en El príncipe de Maquiavelo: manuales para reyes en formación, o lo que en el mundo medieval se llamaban los ‘espejos de príncipes’: textos ejemplares y admonitorios para garantizar que los herederos supieran serlo. La lista de esos espejos es infinita, como corresponde a todo espejo: el Policraticus de Juan de Salisbury, las Admoniciones de Esteban de Hungría, el Espejo del rey de Guillermo de Pagula, el Conde Lucanor de don Juan Manuel... Etcétera.        
Y ahora que Felipe VI ya es rey de España, su hija mayor, Leonor, deja de ser infanta y se convierte en princesa: princesa de Asturias, de Gerona y de Viana, como lo dice en un artículo el periodista Daniel Glez, duquesa de Montblanc y condesa de Cervera y señora de Balaguer: la primera princesa niña en la historia de España desde María Isabel de Borbón y Borbón, que gobernó en el siglo XIX con el nombre de Isabel II y por la cual se derogó la ‘Ley Sálica’ de los reyes francos, que impedía que las mujeres accedieran al trono y que se impuso en la península desde que entró a gobernar en ella, a principios del siglo XVIII, el primero de los borbones, Felipe V. Dice Glez en su artículo que Leonor, como heredera, recibirá la misma educación que su papá: en el mismo colegio, con las mismas responsabilidades graduales de su condición, aunque sin el salario anual de 146.376 euros hasta que cumpla 18 años. Irá a una universidad española y luego estudiará afuera, se supone. No irá a las tres academias militares, pero alguna formación militar tendrá que tener. Habrá que llamarla ‘alteza’ o ‘señora’, o ‘doña Leonor’ o ‘princesa Leonor’.
Quizás los tiempos hayan cambiado también para los futuros reyes, que se resignan a una vida cada vez más normal con tal de no dejar que la corona se les vaya de las manos. Mucho va de las exigencias de Jorge V de Inglaterra que hacía que sus hijos se vistieran de gala para desayunar con él, o de la reina Victoria que obligaba a los suyos a aprender latín y griego y jardinería y piano, o del propio Felipe V de España, que obligaba a su hijo, el futuro Fernando VI, a dirigírsele solo por carta y en francés… Mucho va de eso a la libertad con que Lady D dejaba que Guillermo y Harry se pusieran cachuchas coloridas de equipos de baloncesto de los Estados Unidos.
Que no le pase a Leonor lo que le pasó al hijo del rey de Siracusa en esa historia que siempre contaba Ortega y Gasset: que el niño resultó ser un virtuoso del violín, y cuando su padre lo supo lo apaleó. ¿Por qué?, preguntó desconsolado el niño, y el rey le contestó: “porque si tocas así de bien el violín es porque has descuidado tu único deber en la vida”. ¿Cuál es?, preguntó otra vez el niño, y el papá le dijo: “Ninguno: solo ser rey cuando te toque”.

El lío de la hermana del Rey

La infanta Cristina es investigada por el supuesto manejo ilegal de recursos públicos.

Cristina de Borbón, la segunda hija del rey Juan Carlos y la reina Sofía, estudió Ciencias Políticas en la Universidad Complutense de Madrid, cuenta con un posgrado en Relaciones Internacionales en la Universidad de Nueva York, trabajó en la sede de la Unesco en París y luego ingresó a la Fundación La Caixa. Sin embargo, a pesar de todo este recorrido, desde hace un tiempo su nombre inunda la prensa española por cuenta de un caso de corrupción que involucra a su esposo Iñaki Urdangarin, un campeón del balonmano con quien se casó en 1997 y tiene cuatro hijos.
Una vez su hermano Felipe fue proclamado como rey, la infanta dejó de ser parte de la familia real, y tan solo 6 días después de que Felipe VI pronunciara un discurso en el que prometió “una conducta íntegra, honesta y transparente”, se reavivó el caso que desde 2011 mantiene en el ‘ojo del huracán’ a su hermana, con la decisión del juez José Castro de imputar a la infanta por dos delitos fiscales y por blanqueo de dinero.
La imputación hace parte de la investigación en un caso conocido en el país ibérico como “Caso Nóos”, cuyo nombre se deriva de una fundación sin ánimo de lucro, que fue presidida entre 2003 y 2006 por Iñaki Urdangarin, y a la que supuestamente se desviaron seis millones de euros de fondos públicos.
Según han reseñado los medios españoles, la infanta y su marido crearon la empresa Aizóon, a la que presuntamente fueron a parar parte de esos fondos desviados.
El diario El País de España publicó que “Castro consideró en su auto, de 167 páginas, que existen ‘sobrados indicios de que doña Cristina ha intervenido, de una parte, lucrándose en su propio beneficio y, de otra, facilitando los medios para que lo hiciera su marido, mediante la colaboración silenciosa de su 50 por ciento del capital social, de los fondos ilícitamente ingresados en Aizóon’, una empresa pantalla que ’no era una sencilla y entrañable sociedad familiar’ ”.
Esta imputación, que ya fue recurrida por el fiscal Anticorrupción Pedro Horrach, quien, según citaron diarios españoles, “considera que el juez incluso maneja datos equívocos ‘para construir unos hechos con apariencia delictiva’, con lo que corre el riesgo de caer en ‘la mera especulación, cuando no la pura ficción’ y denuncia que el procesamiento se basa en ‘actos de fe’ ”, no es la primera que Castro presenta contra la infanta, que el año pasado tuvo que declarar ante el juez. Hace un año se anuló una imputación anterior y se le ordenó al juez profundizar en la investigación.
El caso, que continúa manteniendo en vilo el futuro de la hermana de Felipe VI, ha alejado a la infanta de su familia. En tiempos de don Juan Carlos, Iñaki Urdangarin fue apartado de la agenda y la vida oficial de la familia real, mientras que en tiempos de Felipe VI la Casa Real, tras conocer la imputación a través de un portavoz, se limitó a expresar “pleno respeto a la independencia del poder judicial”.
Esta investigación es tan real y peligrosa que incluso algunos sostienen que dejarle el trono a su hijo fue una jugada de don Juan Carlos para evitar que los líos de su hija acaben con la monarquía. Amanecerá y veremos.