Carlos Prieto, además de ser un músico grandioso, es escritor. (Foto: Lorena Alcaraz)
5 de Mayo de 2014
Por:

Es uno de los grandes violonchelistas del mundo. Además en ingeniero, economista y escritor. Lanzó su más reciente libro en Bogotá.

Por Margarita Vidal

Carlos Prieto Jacqué, ‘Menos mal no tuve bola de cristal’

Carlos Prieto es un hombre no solo polifacético, sino precoz: a los 4 años empezó a estudiar música, a los 7 ya interpretaba a Haydn y a Mozart al violoncelo y a los 15 estudió simultáneamente Ingeniería y Economía en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, MIT.

Fue un prominente industrial hasta que decidió abandonarlo todo por la música y se convirtió no solo en un virtuoso del violonchelo, sino en uno de los mejores del mundo. Ha escrito siete libros, algunos de estos con prólogos de sus amigos Carlos Fuentes, Álvaro Mutis y Yo Yo Ma.
Ha vertido sus profundas investigaciones sobre los orígenes de las lenguas en un bellísimo libro titulado Cinco mil años de palabras, y es el feliz poseedor de un Stradivarius construido por el famoso luthier en Cremona, Italia, en 1720.
Su amado instrumento fue adquirido por él el 17 de julio de 1978 después de numerosas y accidentadas peripecias durante 259 años, y ha recorrido con él varias veces la geografía mundial cómodamente instalado en una silla de primera clase, a su lado. Son tantas las anécdotas al respecto que escribió un libro llamado Las aventuras de un violonchelo, y tantos los equívocos divertidos en las aerolíneas, que de un tiempo para acá Carlos le compra el tiquete a su Piatti, con el seudónimo de “Chelo” Prieto.
Prieto fue gran amigo de Igor Stravinski en Ciudad de México y en Rusia de Mstislav Rostropovich. Ha tocado en las más prestigiosas salas del mundo, de Londres a Berlín y San Petersburgo, a Buenos Aires a Nueva York, París, Moscú y Beijing. Ha contribuido de manera notable al enriquecimiento de la música en Occidente y ha estrenado más de 90 obras de algunos de los más grandes compositores clásicos de América Latina y de España. Es presidente del Conservatorio de las Rosas, el más antiguo de América y el más prestigioso de México, y es miembro de la Academia Mexicana de la Lengua.
Ha recibido premios y reconocimientos internacionales a tutiplén, entre otros: la Orden de las Letras y las Artes Francesas, la Encomienda de la Orden del Mérito Civil de España, la Medalla Puskin, de Rusia, el Premio a Liderazgo Cultural de la Universidad de Yale y el título de Maestro Emérito de la Juventud Venezolana otorgado por José Antonio Abreu, presidente del Sistema de Orquestas Juveniles de ese país.
Vecinos de casa en Ciudad de México, ha compartido con Gabo momentos musicales felices, y pasa una semana al año de vacaciones con Yo Yo Ma, el extraordinario chelista francojaponés.
Vive en Ciudad de México, con su esposa Isabel, pianista y violonchelista, y su hijo Carlos Miguel es director de la Orquesta Sinfónica Nacional de México.
Carlos Prieto acaba de estar en Bogotá lanzando su biografía de Shostakóvich, editada por el Fondo de Cultura Económica de México, y deleitando oídos privilegiados con sus interpretaciones al chelo, en la capital y en la nunca bien ponderada ciudad de Popayán, la hidalga.
¿Cómo así que usted empezó a estudiar música a los 4 años?
Por estricta necesidad, porque en mi familia había la tradición de los cuartetos de cuerda: dos violines, viola y chelo. Por esa razón se conocieron mis papás. Ella era francesa, él un abogado español y músico aficionado, y se conocieron en España. Se fueron a vivir a México, poco antes de la Guerra Civil Española, y yo nací allí. No eran profesionales, pero ambos tocaban muy bien el violín, y mi abuelo tocaba viola. Cuando mi madre quedó esperando, determinó que yo sería el violonchelista (risa).
¿O sea que era su destino ineludible?
Sí, la suerte fue que siempre me gustó.
¿Y cómo ha sido la tradición del Cuarteto Prieto?
Empezó con mis abuelos y mis padres, luego mis padres, mi hermano y yo. Hoy continuamos con mi hermano y con nuestros respectivos hijos mayores.

¿Qué tocaba de chico?
Hacia los 7 empecé a tocar cuartetos de Haydn y de Mozart. Seguí estudiando y a los 15 años ya había tocado numerosos conciertos con orquesta. Interrumpí mi carrera musical porque me fui a estudiar al Instituto Tecnológico de Massachusetts, donde hice dos carreras: Ingeniería y Economía. También era el primer chelo de la excelente orquesta de MIT. Por esos días agoté allí todos los cursos que había de ruso, porque se me despertó un gran interés por el gran compositor ruso Dmitri Shostakóvich. Regresé a trabajar como ingeniero en Monterrey, donde me fui percatando de que había cometido una traición contra mí mismo porque mi verdadera vocación era la música.
¿Qué hizo entonces?
Ya estaba casado y tenía hijos. Cada día me sentía peor, hasta que con el respaldo fundamental de mi esposa decidí dedicarme de lleno a la música y regresé a estudiar con muy buenos maestros. Recuerdo que mis amigos ingenieros decían: “Pobre Carlos, las presiones de los negocios lo volvieron loco, dentro de un año volverá a la normalidad. Y mis amigos músicos pensaban lo mismo: “Se volvió loco, pero en un año regresará a la Ingeniería”. Eso fue hace 40 años y todavía no regresé (risa).
Debieron ser tiempos difíciles
Le confieso que fue peor de lo que yo hubiera creído, porque para recuperar el tiempo perdido tenía que estudiar 12 horas al día. Y una cosa es tocar en familia y otra presentarse en público. Menos mal no tuve una bola de cristal que me anticipara las dificultades, porque a lo mejor me hubiera echado para atrás.
¿Ensaya permanentemente, a qué horas investiga para libros tan prolijos como Cinco mil años de palabras, por ejemplo?
Yo hablo español de nacimiento, francés por mi madre, inglés en MIT, ruso en Moscú y portugués. Me interesé tanto por las lenguas que empecé desde hace más de 50 años a estudiarlas y a acumular información, sin sospechar que un día escribiría ese libro, al que le ha ido muy bien.
 Usted fue amigo del compositor ruso Igor Stravinski, ¿cómo lo conoció?
Stravinski salió de Rusia en 1912 porque estuvo muy ligado a la Compañía de Ballets Rusos, de Diàguilev, que permanecía en París, Londres y Madrid, y ya después no tuvo mucho interés en regresar a Rusia, porque medió la Revolución Bolchevique de 1917. Entonces lo consideraron un compositor maldito y comenzaron a lanzarle toda clase de improperios oficiales. Lo mismo hacía Stravinski hacia la Unión Soviética, y todo eso se convertía en una cosa fatal. Lo conocí desde niño porque mis padres se hicieron muy amigos suyos desde la primera vez que fue a México, y era como de la familia.
¿Recuerda alguna anécdota con él?
Muchas. El llegó con su esposa Vera, que era una gran pintora, y nos invitaron a una exposición de sus obras. Estando allí Stravinski pidió que lo lleváramos a una corrida de toros y fuimos al día siguiente. Al tercer toro yo quería que nos fuéramos, pero Stravinski se empeñó en ver hasta el sexto. Era un gran aficionado, porque como iba con los Ballets Rusos a España se había hecho muy amigo de Picasso y del compositor Manuel de Falla, que eran grandes taurófilos. Mucho después, cuando yo estaba en Moscú, en 1962, Stravinski llegó y tuvo la gentileza de invitarme a todos sus conciertos. Como había salido hacía 50 años del país, en ese momento lo tenían por el gran genio que regresaba a su patria y lo recibieron con una ovación espectacular de muchos minutos. Allí había una doble connotación, porque aparte de saludar a un artista eminentísimo, ese aplauso era a su vez una gran crítica al establecimiento.
Entiendo que en Moscú le tocó a usted la famosa crisis de los misiles en Cuba.
Claro, recuerdo que fui a ver la ópera “Boris Godunov”, de Musorgski. En el antiguo palco del zar, estaba Nikita Krushchev con el jefe del Partido Comunista rumano. Yo no le quitaba los ojos de encima porque él estaba de muy buen humor y en los intermedios se reía a carcajadas. Cuando salí de la ópera, vi en la última página de un vespertino la noticia que decía: “Estados Unidos empieza un criminal bloqueo contra Cuba, la isla de la libertad”. Cuando llegué a mi dormitorio encontré un telegrama de mi papá que decía: “Como tu tío se enfermó gravemente en París, es muy necesario que lo vayas a ver”. Me dije que él estaría más enterado que yo, pero recordé inmediatamente el gran humor de Nikita y pensé que si la crisis fuera tan seria, resultaba totalmente incongruente que estuviera de tan buen humor. Al día otro día le respondí a mi padre: “Tío muy mejorado en París. Me quedo en Moscú”. Después se supo que nunca estuvo el mundo tan cerca a una confrontación nuclear, como aquella vez.
¿Y por qué se fue usted a estudiar a Rusia?
Yo trabajaba en Monterrey, en 1959, cuando llegó una misión soviética, encabezada por el viceprimer ministro de la Unión Soviética, Anastas Mikoian, uno de los pocos que sobrevivieron a la purga de Lenin. Formaban parte de la delegación los compositores Shostakóvich y Kavalevski, a quienes conocí en Ciudad de México. Nunca olvido la impresión que me causó Shostakóvich, cuyos ojos claros parpadeaban continuamente y él demostraba un permanente nerviosismo. Luego, en la capital de Nuevo León, el intérprete oficial se enfermó y tuve que reemplazarlo. Estuve con ellos varias horas y, al terminar la visita, Mikoian me ofreció una beca para estudiar en la Universidad Lomonosov de Moscú. Yo conseguí permiso de mis jefes en el trabajo, pero empezaron a pasar los días y los meses y nada. A los 2 años y medio recibí un telegrama de urgencia para que me presentara a la embajada, para viajar a Moscú.
Allí reencontró a Shostakóvich, protegido –o vigilado– por la Policía secreta, ¿cómo lo recuerda en ese momento?
Era un hombre que había sufrido tanto que había quedado lleno de tics que lo estremecían de arriba abajo. Lo volví a ver en 1968, y allí establecimos una relación porque pude interpretar toda su obra. Mi interés por él estaba cruzado por mi desconcierto de ver que coexistían obras fantásticas suyas con otras muy mediocres. De allí surgió el libro. Shostakovich es uno de los compositores más enigmáticos del siglo XX y ha sido una presencia permanente en mi carrera, porque he tocado en múltiples países sus composiciones para violonchelo. Su música refleja las épocas terribles que vivió: le tocó de chico la era Lenin y luego la de Stalin, durante la cual sufrió humillaciones, angustias y acosos permanentes, que le hicieron temer por su vida. Hoy, pocos cuestionan su posición como uno de los más grandes compositores del siglo XX.
¿Dónde surge su interés por la música culta latinoamericana, que no es muy reconocida?
Quise explorar ese repertorio y me di cuenta que había poco. Empecé a convencer a compositores de México, Colombia, Brasil, Argentina y también de España y otros países, para que compusieran, y hasta el momento llevo estrenadas un poco más de 100 obras nuevas. Inclusive, el próximo 7 de octubre estrenaremos en el Museo de Antropología de México una obra del maestro Blas Emilio Atehortúa, colombiano, una suite para dos chelos, dos guitarras, marimba y percusión, con mi gran amigo Yo Yo Ma, el violoncelista chino-francés. El maestro Atehortúa nos hizo entrega de esta pieza en el Festival de Música de Barichara, adonde vine a tocar invitado por el presidente Betancur y su esposa Dalita.
Su libro Las Aventuras de un violonchelo ha tenido ya cuatro ediciones y cuatro reimpresiones, y tiene un entusiasta prólogo de Álvaro Mutis.
Sí, cuando lo leyó me dijo: “No te perdono si no me encargas el prólogo”, y lo escribió. Luego Gabriel García Márquez vino a cenar con nosotros a casa y me pidió que le enseñara el famoso violonchelo descrito por Mutis. Se sentó, empezó a tocar y a producir unos ruidos horrorosos con la consiguiente hilaridad de todo el mundo. Después, Gabo, que es nuestro vecino, ha contado que desde niño había tenido un interés natural por la música.
Sí, y vale la pena completar lo que dijo: “No se me había revelado como una verdadera pasión, hasta la noche milagrosa en que descubrí el alma del chelo en las manos de Carlos Prieto. Fue una revelación que me contagió para siempre con los misterios de la música y la felicidad de un gran amigo”. Su violonchelo tiene una gran historia.
Claro, las narré en ese libro. Es un Stradivarius que lleva en mis manos 36 años, y su historia coincide con parte de mi biografía.
¿Por qué se llama “El Piatti”?
Porque perteneció al músico italiano Alfredo Piatti, uno de los violonchelistas más destacados del siglo XIX.
Fue construido en Cremona, ¿en qué año?
En 1720. Cuando tenía 76 años, Stradivari construyó 14 violines y solo este violonchelo, para el que escogió con esmero las maderas provenientes de un árbol originario de los Balcanes y de abeto de las Dolomitas. Resultó uno de los mejores instrumentos en su larga vida de luthier. A su muerte, sus hijos decidieron conservarlo. Hacia 1760 un violonchelista llamado Carlo Moro lo compró y lo llevó a Cádiz, donde había una notable actividad musical. En 1791 Moro se vio obligado a venderlo, y algunos datos permiten suponer que don Sebastián Martínez, un gran amigo de Goya y coleccionista de pinturas y grabados, lo compró, pero esto es incierto. Lo que se sabe con precisión es que el Piatti estaba en Cádiz, en 1818, en manos de Alonso Dowell, un comerciante de vinos, que lo llevó a Dublín y allí lo vendió a un reverendo Booth. Al morir Booth sus herederos mandaron el violonchelo a Londres, donde lo compró Samuel J. Pigott, un hábil comerciante. Cuando este murió pasó a manos del laudero Maucotel, y luego a las de un coronel y músico inglés llamado Oliver, que lo conservó hasta 1867. Oliver era amigo de Alfredo Piatti y cuenta la historia que una vez estaban tocando y comparando los violonchelos que él tenía (Amatti, Montagnana, Stradivarius) y de repente el coronel le preguntó: “¿Cuál de los tres prefiere?”. Piatti contestó: “Sin duda, el Stradivarius”. “Pues lléveselo”, le dijo, ante su asombro. Cuando Piatti murió, su hija se lo vendió a Robert Von Mendelssohn, cuyo hijo Francesco lo heredó.
Era plena Alemania nazi, ¿cómo pudo sacar el “Piatti” de Alemania?
Como los nazis impedían sacar antigüedades, Francesco se fue a vivir a un pueblito cerca a la frontera con Suiza. Del otro lado vivía una familia de músicos amigos y él empezó a hacerse invitar a tocar música de cámara, para lo cual compró por un precio irrisorio un violonchelo horrible, una bicicleta usada y una bolsa de lona. Las primeras veces, la Policía nazi lo requisó y como no se necesitaba ser experto para saber que era un trebejo horroroso, lo dejaban salir y regresar. Al cabo de 13 o 14 veces, ya la Policía ni lo miraba y, un día, temblando de miedo, metió el “Piatti” en la bolsa de lona y pasó sin que lo requisaran. Así sacó su violonchelo y se fue a Estados Unidos, donde permaneció hasta 1972 cuando murió y le dejó el violín a la Fundación Marlboro, dirigida por el gran pianista Rudolf Serkin, que se lo prestó muchos años a Paul Tobías. En 1978 el patronato decidió venderlo para ayudar a jóvenes músicos talentosos. Así fue como, después de haberlo probado, de haberme desilusionado porque estaba muy desajustado, y de haberlo sometido a un gran proceso de restauración y ajuste, el violonchelo quedó como nuevo, y desde el 17 de julio de 1979 se formalizó la operación: ¡El Piatti era mío! A partir de allí él y yo hemos tenido muchas aventuras.