Violencia. Acuarela de Carlos Correa, 56,5 x 36 cm. Secretaría de Educación y Cultura de Antioquia
Noviembre de 2016
Por :
Marco Palacios

VIOLENCIA Y PAZ

Sin Estado no habrá paz ni democracia

Hace cien años, en octubre de 1899, empezó la última guerra civil del siglo XIX. Llamada de los Mil días, terminó en 1902 después de una serie de capitulaciones liberales. Al año siguiente, como una de sus consecuencias más importantes, Panamá se separó de Colombia. A partir de entonces, el pronunciamiento y la guerra civil perdieron legitimidad entre las élites que, para garantizar la paz, organizaron un ejército profesional.

La fórmula civilista superó trances que amenazaron volver a la guerra fratricida, como las elecciones presidenciales de 1922. Durante las fases más críticas de la alternancia de régimen político en 1930-1932 el sectarismo quedó circunscrito a unas cuantas comarcas de Boyacá y Santander. No habría de ocurrir lo mismo en la siguiente alternancia. Hacia 1945 la marejada sectaria empezó a subir y alcanzó su mayor destructividad entre 1948 y 1951, ampliando considerablemente su geografía. Esos fueron los años de "la primera Violencia" que terminó con la pacificación del gobierno de Rojas Pinilla en 1953. Pero el conflicto seguiría desdoblándose, con menos intensidad, hasta alrededor de 1965, cuando empalmó con la fase de las guerrillas y veinte años después con la criminalidad del narcotráfico. Hoy las distintas manifestaciones de violencia amenazan seriamente la seguridad del Estado y de la población, como lo demuestran las corrientes de desplazados. Al finalizar el siglo XX se generaliza el empleo del vocablo guerra civil.

La manifestación electoral y política, laxamente definida, no ha sido la única base del fenómeno. Bajo su sombra, o independientemente, la violencia ha sido consustancial con las colonizaciones y las urbanizaciones, dos fenómenos masivos y centrales del siglo XX colombiano.

Masacre, 10 de abril. Oleo de Alejandro Obregón, 1948. 65 x 120 cm. Sociedad Colombiana de Arquitectos

 

Ahí reside la extraordinaria complejidad de la llamada guerra civil de fines del siglo. Un polo intenta politizarla: la guerrilla, algunos grupos paramilitares y todos los agentes del Estado, civiles y militares. Pero éstos se mueven en un continente amorfo, desorganizado y anómico. El de los ocho frentes de colonización de la segunda mitad del siglo y el de las poblaciones marginales de metrópolis y ciudades. Este polo se despolitiza ante el poder real de una especie de capitalismo espontáneo y salvaje que surge del mercado clandestino de la droga, las armas y los capitales ilícitos. Este capitalismo, más local y más globalizado al mismo tiempo, florece en el suelo fértil de la anomia y la desorganización social. Territorio abonado por una larga tradición antiestatista de evasores del fisco y contrabandistas, ahora en disfraz de democracia local anticentralista, de reivindicación étnica y cultural y de impugnación del Estado en nombre del mercado, y de la nación en nombre de la globalización.

Un actor central del polo es la figura del presidente de la República. Cada vez más débil en el enjambre de instituciones estatales, el presidente está en la cabeza de un animal grande pero desdentado. En esta anatomía es el único actor que, con algún grado de legitimidad, puede convocar procesos de paz que empiezan entrabándose en la misma rama ejecutiva, luego con el Congreso y finalmente en las fuerzas sociales activas, incluidos los medios de comunicación, que ahora se autodenominan La Sociedad Civil.

Desde 1982 basta terminar el siglo XX podemos decir que Colombia no ha vivido ni en estado de guerra, ni en estado de paz, sino en proceso de paz. Bajo una ficción que coexiste con altísimos índices de violencia difusa y de violencia organizada que, para confundirnos más, estamos llamando guerra civil.

Ficción exacerbada cuando suponemos que el remedio está en rehacer los documentos constitucionales, como si éstos pudieran transformar por sí mismos la cultura política y acabar con la injusticia. Sin Estado no habrá paz ni democracia. Una fórmula que deberíamos ver a la luz de nuestra propia historia y de las realidades internacionales. Cegadas por los Mil días, las élites no vieron en los albores del siglo el problema de la soberanía territorial y Panamá se separó. Cegadas por sus odios y ambiciones, ¿estarán viendo las élites colombianas de 1999 el problema sustancial del Estado nación?