Estancieros de las cercanías de Vélez. Acuarela de Carmelo Fernández, 1850. 29.5 x 20 x 4 cm. Album de la Comisión Corográfica. Biblioteca Nacional de Colombia, Bogotá
Octubre de 2016
Por :
Magdala Velásquez Toro

LAS MUJERES Y LA PROPIEDAD

Sólo en el siglo XX se reconocieron sus derechos 

La condición de subordinación a que han estado sometidas las mujeres a lo largo de la historia ha tenido expresiones importantes en todo lo tocante al ejercicio de derechos fundamentales. Por definición han sido reconocidos a quienes por género raza y clase social han sido los detentadores y titulares de todas las formas de ejercicio del poder, tanto en la vida pública como en la vida privada.

Nos referimos al paradigma de lo humano prevaleciente en Occidente, a partir del ingreso a la modernidad, que ha sido el del varón mayor, blanco, propietario, letrado y heterosexual, y que en el país ha circulado a lo largo de nuestra historia jurídica, cultural, económica y social. Sólo este tipo de varón ha gozado históricamente del acceso al pleno reconocimiento de su dignidad de ser humano que, en el marco de una cultura y práctica social discriminatoria de las diferencias, ha terminado por rodearlo de privilegios, que le han conferido poder sobre la vida, la propiedad y demás libertades y derechos de aquellas personas tratadas como inferiores en consideración a su pertenencia de género, étnica o generacional.

Esta situación se ha transformado de manera significativa, especialmente después de la segunda Guerra Mundial. Para tener una comprensión integral del fenómeno, haremos aquí referencia a elementos que han sido históricamente predominantes en cuanto al derecho a la propiedad de las mujeres.

El acceso de las mujeres a la propiedad está asociado históricamente a la consagración legal de su inferioridad jurídica, vinculada estrechamente a su estado civil. Paradójicamente, al establecerse el régimen democrático liberal y el sistema capitalista, se construye un ordenamiento jurídico tan estricto en el ordenamiento del poder en las relaciones de la vida privada, que cierra licencias que se presentaban en períodos anteriores.

Escena en una hacienda. Acuarela de Joseph Brown y José María Castillo sobre un original de José Manuel Groot. 19.6 x 32.3 cm. Royal Gographical Sociey. Londres.

 

En el ordenamiento español, las Siete Partidas de Alfonso X, el Sabio, expedidas en el siglo XIII, consagraban el sometimiento de las mujeres al marido. Sin embargo, en el proceso de la conquista de América, según autores como José María Ots y Capdequí y Cristina Segura, la situación de las mujeres en Castilla era diferente a la de las que vinieron a las Indias, ya que la escasez de elementos femeninos permitió una mayor permisividad hacia las mujeres. Esto se reflejaba en aspectos tales como que el sexo no originaba incapacidad a las españolas a quienes se autorizaba el traslado a América. Por ejemplo, no había prohibición expresa para desempeñar cargos públicos, y hubo excepcionalmente quienes fueron virreinas, otras fueron adelantadas, o gobernadoras de territorios coloniales, o regentas y almirantas.

La Revolución Francesa y la de Independencia de las colonias británicas en Norte América fueron bastante mezquinas con las mujeres, que sin embargo participaron activamente en esos procesos revolucionarios. Una vez logrado el triunfo, las mujeres fueron excluidas del goce de derechos y beneficios a los que accedieron los varones, y en particular fueron excluidas del derecho a ser titulares de propiedad privada.

En Francia, el Código Civil de Napoleón garantizó la reclusión de la mujer en el hogar, le negó derechos civiles elementales y la colocó bajo el imperio del marido, con severas repercusiones en el acceso a la propiedad.

Las jóvenes repúblicas americanas independizadas de la Corona española, crearon sus normas civiles con influencia de las normas napoleónicas, en especial el Código Civil chileno de 1855, elaborado por Andrés Bello, que sirvió de guía a los legisladores en nuestro país. En general, en todas las normas civiles aprobadas durante el período federal, desde 1858, fundado en libérrimos principios liberales, hasta las aprobadas en el marco de la Constitución confesional y conservadora de 1886, tuvieron como denominador común el que incrementaran las obligaciones y prohibiciones a las mujeres y los correlativos derechos absolutos de los varones sobre sus hijas y esposas.

Por el solo hecho del matrimonio, la mujer adquiría la condición de incapaz y la propiedad, derecho sagrado en el nuevo régimen liberal, era inaccesible para las mujeres casadas, ya que sin capacidad no podían ejercerla. Ellas quedaban bajo el imperio de la "potestad marital", definida como "el conjunto de derechos y obligaciones que las leyes conceden al marido sobre la persona y bienes de la mujer". Eran integrantes de una sociedad conyugal, con un solo administrador, de poderes omnimodos y absolutos. Las mujeres no podían ni contratar, ni hipotecar, ni vender, ni comprar bienes inmuebles, ni aceptar herencias, ni comparecer en juicio, sin la autorización escrita del marido.

La conducta sexual adúltera de la mujer casada daba lugar a un divorcio, que en ese entonces no disolvía el vínculo, pero acarreaba para ella, además de la pérdida de sus hijos, la de los derechos sobre los bienes gananciales de la sociedad conyugal; le confiscaban sus bienes y se otorgaba al marido la administración y el usufructo de los mismos. Por el contrario, el varón sólo era culpable de divorcio en caso de amancebamiento, y las sanciones no afectaban sus derechos a la propiedad personal, ni a los bienes de la sociedad conyugal y a sus gananciales.

La autonomía económica de las mujeres era una amenaza contra el sistema patriarcal prevaleciente. El miedo tradicional se convirtió en pánico cuando, recién inaugurada la segunda República liberal en 1930, el elegido presidente Olaya Herrera logró su triunfo con el apoyo masivo de cientos de miles de mujeres que, aun cuando no podían votar, lo respaldaron y animaron en las calles y plazas. En conversaciones privadas había adquirido compromisos con feministas como Georgina Fletcher, Lucila Rubio, Ofelia Uribe y otras, en el sentido de mejorar la condición jurídica de las mujeres. Un gran Congreso Internacional Femenino, reunido en diciembre del año 30, fue el escenario donde las mujeres colombianas exhibieron su programa de lucha por sus derechos, dentro de los cuales ocupaba destacado papel la consagración de los derechos patrimoniales de las mujeres casadas. Ofelia Uribe fue la ponente de las tesis que apoyaban el proyecto, que ya había sido presentado por el gobierno al Congreso de la República.

Las limitaciones al derecho a la propiedad de las mujeres traía consecuencias sociales graves, tanto para las mujeres proletarias como las de las elites. Por ese entonces las mujeres eran parte importante de la fuerza de trabajo en la industria manufacturera y no gozaban de autonomía para administrar sus recursos; de otro lado, las herencias familiares, en el marco de la gran crisis del año 29, eran dilapidadas por los maridos de las hijas.

Camino al mercadeo. Óleo de Eugenio Zerda, ca. 1926. 108 x 142 cm. Museo Nacional de Colombia, Bogotá

 

Quienes se oponían, argumentaban que la reforma arremetía contra la moralidad pública; que era la "financiación del adulterio", porque afectaría la estabilidad de los hogares colombianos y atentaría contra la unidad conyugal. Se alegaba que las mujeres no estaban preparadas para el mundo de los negocios y que los esposos rectos no podrían impedir las operaciones ruinosas de sus mujeres; otros afirmaban que la reforma era inocua, porque las mujeres no harían uso de esos derechos. Efectivamente, se necesitaron no sólo muchos años, sino profundas transformaciones en la vida económica, social y cultural del país y del mundo, para que las mujeres casadas hicieran uso de estos derechos y las mujeres en general fueran conscientes de sus derechos.

En nuestra historia ha habido cuatro reformas que han creado a las mujeres condiciones de posibilidad para acceder a su autonomía económica y al ejercicio de libertades y derechos fundamentales. Es preciso recordar que un signo histórico nacional ha sido la inequidad social, que las mujeres han sido las más pobres de los pobres, y que las campesinas y pobladoras de las zonas deprimidas de las ciudades han cargado sobre sus hombros la violencia social, la del conflicto armado y la violencia de género.

Estas reformas jurídicas han sido, además de la consagración de los derechos patrimoniales de las mujeres casadas, durante el mismo gobierno de Olaya Herrera, la apertura integral a las mujeres de las puertas de la educación hasta el nivel profesional y técnico, y por último el reconocimiento de los derechos políticos a finales de la década de 1950.

Pero las mujeres se beneficiaron contemporáneamente de un descubrimiento médico sin precedentes, que ha sido más revolucionario que cualquier otra reforma legal: la capacidad de regular la natalidad. Este descubrimiento ha contribuido a que las mujeres accedan a la libertad, superen el inexorable determinismo de los ciclos reproductivos y puedan construir proyectos propios en el orden económico, social, cultural, recreativo, etc. Sin embargo, estos procesos culturales son bastante lentos y los cambios en las conductas individuales y sociales se demoran más que los debates y polémicas que suscitan en sus defensores y detractores.

En la historia reciente del país es importante destacar el esfuerzo de las mujeres rurales para acceder a la propiedad sobre la tierra; es esta una lucha que se prolonga hasta nuestros días y que se empezó a expresar en políticas de Estado desde 1984, con el acceso de feministas a cargos de importancia en el Ministerio de Agricultura y el apoyo desde allí a la creación de la Asociación Nacional de Mujeres Indígenas y Campesinas, Anmucic. En 1961 se habían hecho programas de adjudicación de tierras en cabeza de los varones, reconocidos como exclusivos jefes de hogar, y se suponía que esto beneficiaria el resto de la familia. Realmente, en la práctica, condujo a que al presentarse la separación, las mujeres con sus hijas e hijos quedaran librados a su suerte. Desde entonces se ha venido incrementando el número de hogares con jefatura femenina, y con la agudización de la pobreza y la violencia en el campo ha sido cada vez más ostensible dicha situación.

Colombia reconoció por primera vez los derechos de las mujeres a la tierra en 1988, en la ley 30, de Reforma Agraria. Allí se estableció que en los programas de reforma, la titulación y adjudicación de tierras tenía que hacerse a nombre de la pareja, cualquiera que fuese su situación marital; también se incluyeron disposiciones para las jefas de hogar, dándoles acceso prioritario a baldíos y la inclusión paritaria de mujeres en las empresas comunitarias creadas por la reforma agraria.

Sin embargo, entre 1988 y 1991 se comprobó que la situación de las mujeres del campo, luego de esta reforma, siguió siendo la misma del año 61, es decir, que el acceso de las mujeres a la titularidad de la tierra sólo correspondía al 11 %. La lucha de las mujeres por el cumplimiento de estas normas ha tenido que enfrentar y aun desarrollar conflictos con los varones de sus organizaciones y en el interior de los comités de adjudicaciones de las entidades públicas, en los que ellas han tenido asiento.

Después de la Constitución de 1991, que consagró la igualdad de derechos y oportunidades entre géneros y la prohibición expresa de la discriminación, la Anmucic logró, con el apoyo del Despacho de la Primera Dama, la expedición de una resolución del Incora que instruía a sus oficinas para dar prioridad en los planes de adjudicación a las mujeres desprotegidas como resultado de la violencia y en condición de viudez o abandono, aportándole diez puntos en la calificación para ser beneficiarias.

En 1994 el gobierno de César Gaviria sancionó la ley 160, que describe como beneficiarios del acceso a la propiedad a hombres y mujeres que, sin ser jefas de hogar, sufran desprotección, y reafirmó la titulación conjunta obligatoria en caso de entrega a la pareja.

Si bien esta legislación es progresiva, las organizaciones de mujeres rurales han demostrado que ella limita el acceso comunitario de las mujeres a la tierra: cuando constituyen empresas asociativas, sus solicitudes son rechazadas porque se da prioridad a la agricultura familiar. Muchas mujeres registran que a las jefas de hogar se les da prioridad sobre los hombres sólo cuando eran idénticas las demás condiciones.

A pesar de todas estas medidas, se ha incrementado en realidad la titulación conjunta a la pareja, y la realizada a favor de mujeres solas llega apenas al 13 %, cifra ligeramente superior a la que registramos en los años sesenta. Lo anterior refleja la lentitud de los cambios en las mentalidades de funcionarios y funcionarias estatales, en los varones líderes campesinos y aun en importante cifra de la población femenina del campo.