La región amazónica límites de Colombia con Perú y Brasil
Septiembre de 2016
Por :
Credencial Historia

LAS GUERRAS CON EL PERÚ

Un siglo atrás, en 1829, comenzaron los conflictos con el Perú, o mejor, los conflictos entre Colombia y Perú provocados por los intereses de algunas familias de la oligarquía peruana que extraían sus fortunas de suelo colombiano y que en su provecho particular intentaban anexar al Perú las tierras fronterizas con Colombia. 

Durante el siglo XIX las relaciones colombo peruanos marcharon fraternales y tranquilas, y al socaire de esa fraternal tranquilidad en las dos últimas décadas, debido a la constante demanda mundial del caucho como materia prima, la casa comercial Arana del Perú fue tomando posiciones en el Putumayo y comenzó la explotación de las zonas caucheras en territorio amazónico colombiano.

Izquierda: Manifestantes se reunen en la Plaza de Bolívar de Bogotá para escuchar al presidente Enrique Olaya. Herrera. Cromos, 1932. Centro: Cañonera colombiana en la boca del río Atacuari en el Amazonas, que separa a Colombia del Perú. Cromos, 1932. Derecha: Miembros de la Comisión Colombiana de Límites, en un lago del Amazonas. Cromos, 1933

 

El conflicto amazónico

Hacia agosto de 1902, próximo el final de la Guerra de los Mil Días, un artículo en El Nuevo Tiempo denunció cómo se habían efectuado el año anterior inmensas exportaciones de caucho, explotado en las plantaciones colombianas del Putumayo y del Caquetá por la Casa Arana, del Perú, sin permiso de nuestro Gobierno y sin que a la nación colombiana se le diera ningún beneficio. Por primera vez se planteó en público el asunto de nuestros derechos en la Hoya del Amazonas y del Putumayo. Al año siguiente las denuncias fueron más concretas y alarmantes. Se demostró que los peruanos dominaban por completo las plantaciones de caucho en el Caquetá y que era un hecho la usurpación de territorio colombiano por parte del Perú. En julio, con datos suministrados por el general Rafael Reyes y Rafael Uribe Uribe, se denunció por parte de Enrique Olaya Herrera, en su periódico El Comercio, que el Perú había establecido una dominación militar sobre nuestros ríos Napo y Putumayo, con amenaza a la soberanía colombiana en el río Javari. Antes de que el país digiriera estas informaciones que lo habían tomado por sorpresa, se supo, por despachos enviados a El Relator, que los colombianos en Loreto eran cazados como fieras, y que en el Caquetá los indígenas vivían en calidad de esclavos de la casa Arana, todo a ciencia y paciencia del Gobierno colombiano (presidido por José Manuel Marroquín) que no se preocupaba por dar protección a nuestros compatriotas. En cambio la Casa Arana contaba con firme apoyo militar y económico de su Gobierno. Justiniano Espinosa, provisto de testimonios y documentos irrefutables, denunció sin ambages que Colombia había sido invadida por el Perú; el ministro colombiano de Relaciones Exteriores, Luis Carlos Rico, fue citado por el Senado para que explicara la situación, pero sus explicaciones resultaron poco convincentes y no tranquilizaron a nadie.

Izquierda: General Isaías Gamboa. Derecha: José María González Valencia marcha a pulverizar al ministro Olaya Herrera.  Dibujo de Hernando Pombo, El Gráfico

 

Para 1904 ya se hablaba de “conflicto amazónico”. El Gobierno de Marroquín en sus últimos meses se esforzó por superar las tensiones y consiguió que Clímaco Calderón, sucesor de Rico en el ministerio de Relaciones, concertara con el gobierno peruano un tratado de amistad y límites, firmado el 16 de septiembre por los cancilleres de ambos países y por el ministro colombiano en Lima, que se denominó tratado Calderón-Velarde-Tanco, y ratificado en septiembre de 1905. Por este tratado Colombia y Perú se comprometían a retirar todos sus efectivos militares de la frontera y a establecer un modus vivendi aceptable para las dos naciones y que en la práctica se traducía en un reconocimiento por Perú de la soberanía colombiana en las zonas en disputa, siempre que la explotación de caucho siguiera, como hasta entonces, a cargo de la Casa Arana. Hubo júbilo en el país por el restablecimiento de las relaciones fraternales con el Perú y por el anunciado retiro de las fuerzas peruanas de la orilla colombiana sobre el Putumayo. 

Más adelante se demostró que tanto las relaciones fraternales como el retiro de las tropas no eran sino una estratagema peruana para apaciguar los ánimos colombianos. El conflicto amazónico estaba lejos de haberse resuelto.

Izquierda: El doctor Eduardo Arias, "el Loco", reparte sus panfletos satíricos sobre el conflicto con el Perú.  El Gráfico 1911. Derecha: Leticia, en la zona ocupada por los peruanos, sobre el río Amazonas

 

Los apaleados héroes de La Pedrera

Despertaron los colombianos el 27 de enero de 1911 con la noticia de que un fuerte contingente de tropas peruanas, muy bien armadas y entrenadas, había ocupado el Caquetá, en una operación propiciada y dirigida por los ejecutivos de la Casa Arana. 

El país ardió en patriotismo. Se organizó la Junta de Defensa Nacional, la Junta Patriótica de Clubes y clubes de tiro al blanco, en todas las capitales, donde podrían entrenar los futuros héroes que marcharían al Caquetá a lavar con sangre peruana la ofensa inferida a Colombia. El Gobierno de Carlos E. Restrepo y su ministro de Relaciones, Enrique Olaya Herrera, despacharon con rapidez una expedición al Caquetá, comandada por los invictos generales Gabriel Valencia e Isaías J. Gamboa, de la que en marzo se tuvo noticias de hallarse en serias dificultades de todo orden y expuesta a ser liquidada por los soldados peruanos dueños de una superioridad abrumadora en organización y en número, no en valor, pues en valor nadie podía superarnos, pregonaba en las calle de Bogotá, con cierto tufillo irónico, el doctor Eduardo Arias en unos panfletos que él mismo redactaba, imprimía y repartía, como hizo en los días de Panamá, episodio doloroso y todavía muy sensible en la epidermis colombiana. ¿Sería Caquetá otro Panamá? 

Podría sospecharse que la enconada oposición adelantada por el Partido Liberal contra el gobierno republicano de Carlos E. Restrepo, llevó al director de ese partido, Rafael Uribe Uribe, y a sus más importantes seguidores, a denunciar la forma cómo se había improvisado la expedición al caquetá, y a pronosticar un desastre inminente. Uribe Uribe fue calificado por Olaya Herrera, y por la prensa republicana, de enemigo de la Patria y de colocar sus intereses políticos por encima de los sagrados intereses nacionales; pero lo cierto es que la expedición al Caquetá fue un desastre. El 7 de julio la tropa expedicionaria colombiana se encontró de frente con los invasores peruanos. El 10 trabaron combate en La Pedrera 50 valientes colombianos, al mando de los generales Valencia y Gamboa, contra 480 peruanos desalmados que dirigía el teniente coronel Oscar Benavides. Los colombianos recibieron una paliza sin atenuantes, no obstante el coraje con que pelearon. El general Isaías Gamboa logró ponerse a salvo con parte de sus hombres y el general Valencia fue capturado por los peruanos, que unos días después lo dejaron en libertad, sano y salvo. 

La derrota de La Pedrera, al tiempo que avivó los ánimos guerreros del país, puso a tambalear al canciller Olaya Herrera sobre quien cayeron las culpas del desastre. Olaya Herrera se tenía bien sabido que por el lado militar carecíamos de preparación para enfrentar a una nación como Perú con poderosa tradición militarista y con un ejercito probado en varios conflictos internacionales. Colombia no era una potencia militar, ni cosa que lo pareciera, y el gobernante partido republicano lo integraban intelectuales que sentían horror ante las armas y execraban el uso de la fuerza para dirimir las diferencias internas o externas. Los liberales decían la verdad al acusar a Olaya Herrera de improvisar la expedición al Caquetá y todo hace creer que Olaya lo hizo a propósito. Decidió jugarse a fondo para evitar que el país se enfrascara en una guerra ruinosa que iba a costar miles de vidas. Mientras que los héroes de La Pedrera eran zurrados por los peruanos, Olaya trabajó para zanjar el conflicto por la vía diplomática.

Izquierda: Sir Roger Casement. Derecha: Generales preocupados con las noticias de La Pedrera. Dibujo de Hernando Pombo, El Gráfico

 

Hasta la próxima

El 15 de julio –cinco días después de la derrota y antes de que la noticia se conociera en Bogotá—Colombia y Perú acordaron suspender hostilidades. La mala nueva de la derrota en La Pedrera sacudió al país y las gargantas de los ciudadanos clamaban venganza. El general Gamboa fue aclamado como un héroe, Olaya Herrera vilipendiado y acusado por Uribe Uribe en el Senado, donde el canciller y el jefe del liberalismo sostuvieron una de las polémicas más famosas de nuestra historia. Dijo el doctor Arias –a quien apodaban el loco—que sólo por escuchar a aquellos dos magnos oradores bien valía la pena una guerra con el Perú. Así es que al compás con las vociferantes manifestaciones que pedían marchar hasta Lima –como si fuera un paseo veraniego—y los relatos espeluznantes sobre las crueldades cometidas por la Casa Arana contra los indígenas del Caquetá y del Putumayo, Olaya Herrera logró un acuerdo de modus vivendi con el Perú, cuyo primer efecto fue la orden de la cancillería peruana de poner en libertad inmediata a los soldados colombianos capturados en La Pedrera y prestar atención a los enfermos. Los ánimos, demasiado exaltados, no prestaron atención a ese detalle y continuaron pidiendo guerra. Olaya Herrera, que contaba con la plena confianza del presidente Carlos E. Restrepo, manejó el asunto con mano de hierro y desoyó las voces de sirena que incitaban al Gobierno colombiano a embarcarse en una carrera armamentista peligrosa e inútil. Para ablandar al Perú le salió a Colombia un aliado con el que no contaba. 

Una epidemia de beriberi se desató entre las tropas peruanos, que tuvieron cerca de treinta víctimas diarias. Lo que no pudieron los menguados soldados colombianos, lo consiguieron entre el beriberi y la fiebre amarilla, a tal grado que la hecatombe de las tropas peruanas provocó una crisis política en el Perú. Ese revés gratuito del enemigo le facilitó a Olaya las cosas, si bien tuvo momentos ásperos, por ejemplo cuando grupos de manifestantes que recorrían las calles en manifestación contra el Perú, el 4 de octubre, apedrearon la casa de la Legación peruana y pisotearon la bandera del hermano país. El Gobierno del Perú reaccionó con prudencia e informó que se habían dispuesto medidas de protección que garantizaran la seguridad de la Legación colombiana en Lima. Laureano Gómez acusó a la prensa republicana –El Tiempo y Gaceta Republicana—de favorecer los intereses del Perú con sus editoriales pacifistas, y la oposición dijo que el canciller Olaya Herrera manejaba el conflicto de una manera “extraña”. Sin duda. Y más extraños parecen los resultados que alcanzó la gestión diplomática de nuestro canciller. El 16 de octubre las tropas peruanas desocuparon La Pedrera y regresaron a territorio del Perú, la casa Arana cayó en desgracia, Colombia reasumió su soberanía en el Caquetá y el 6 de noviembre se declaró terminado el incidente y se normalizaron las relaciones entre Colombia y Perú. No hubo, pues, miles de muertos, miles de hogares destruidos, ni miles de madres que lloraran a sus esposos o a sus hijos, ni miles de niños en orfandad repentina, ni ciudades, invadidas, ni desolación, ni sufrimiento. Extraño, muy extraño; pero si así se manejaran los conflictos la historia de la humanidad no sería la historia del hombre contra el hombre. Consolidada la paz, Olaya herrera renunció a la cancillería y fue nombrado ministro plenipotenciario de Colombia en Chile. 

Izquierda: Enrique Olaya Herrera. Centro: El Tiempo. Derecha: El Espectador

 

La Casa Arana

Una comisión inglesa, presidida por Sir Roger Casement, elaboró un informe en el que detalló una por una las atrocidades cometidas por la Casa Arana contra las indígenas de la región amazónica. Asesinatos, torturas, despojos, persecuciones, desplazamientos y trabajos forzados. No hubo iniquidad que los caucheros peruanos no perpetraran en su propósito de obtener mano de obra, no ya barata, sino gratuita, para exprimirle el caucho a los árboles del Amazonas. A raíz del informe Casement la Casa Arana se declaró en quiebra y el prefecto de Iquitos dicto orden de prisión contra todos los jefes de esa empresa, a los que acusó de autoría y complicidad en los crímenes y asesinatos denunciados en el Libro Azul de Sir Roger Casement. El tribunal de Iquitos expidió otra orden de prisión contra todos los empleados de la Casa Arana, cuyo jefe evadió el cerco endeble de las autoridades y huyó a Europa.

Izquierda: Bonos del emprestito patriotico para la Defensa Nacional. Centro: Batería de ametralladoras peruanas durante el combate de Güepi, ganado por los soldados colombianos. Derecha: Hidroaviones "Hawk" de caza, que formaban parte de la fuerza aérea colombiana

 

Segunda parte: diecinueve años después

Quizá no pensó nunca Enrique Olaya Herrera que la crisis bélica que hubo de sortear en 1911 colmo Ministro de Relaciones Exteriores, tendría que repetirla diecinueve años después como Presidente de la República. Su Gobierno había dado un manejo magistral a la gran crisis económica mundial que se desató en octubre de 1929. Gracias a las medidas atinadas de Olaya Herrera y de su ministro de hacienda, Esteban Jaramillo, --tuvieron el acierto de darle al enfermo de depresión la medicina que necesitaba para reactivarse-- los colombianos padecieron los efectos del invierno económico con mucho menor dureza que en los demás países.

Por esta razón se acostaron sin mayores angustias la noche del 2 de septiembre de 1932, y despertaron el tres con una preocupación insospechada. “Trescientos comunistas peruanos” se habían apoderado de Leticia, según titular del matutino El Tiempo. El vespertino El Espectador fue más prudente e informó que nada se sabía sobre los autores de la invasión a Leticia. Y nadie podía explicarse cómo se reunieron trescientos comunistas peruanos para cometer semejante locura, si se sabía de sobra que en Perú no alcanzaban a contarse ni cincuenta comunistas; ni nadie se atrevía a suponer que el gobierno del general Sánchez Cerro estuviera detrás de la inicua aventura, en abierta violación de un tratado internacional suscrito en la década anterior por Colombia y Perú, y conocido como tratado Salomón- Lozano.
 

Izquierda: El presidente Olaya Herrera y la primera dama reciben a las enfermeras y médicos que ofrecieron prestar sus servicios en el frente. Centro: Manifestación en Medellín contra la invasión peruana. Derecha: El senador Laureano Gómez pronunció su discurso de apoyo al empréstito de emergencia

 

Lo impensable resultó ser lo real. Un agudo editorial de la revista Cromos (ver recuadro) empezó a sembrar las dudas respecto a que la toma de Leticia hubiese tenido inspiración o autoría comunista. ¿Por qué el Gobierno peruano no la condenaba, ni tomaba medidas contra los supuestos comunistas? En poco menos de quince días se conoció la verdad. Los trescientos invasores de Leticia no era alocados comunistas sino miembros del ejército peruano y la operación se había efectuado de acuerdo con lo dispuesto por el Gobierno de Sánchez Cerro. Frente a las evidencias no le quedó al presidente Olaya otra alternativa que declarar el estado de guerra con el Perú y adoptar las disposiciones militares para recuperar el territorio usurpado. Como en 1911, el país olvido sus diferencias políticas y dio muestras de solidaridad impresionante y de apoyo al Gobierno. El jefe de la oposición conservadora, Laureano Gómez, declaró “paz en el interior y guerra en la frontera”. El doctor Gómez, con su elocuencia tribunicia, defendió en el Senado el empréstito de emergencia para sortear los gastos de guerra. Miles de damas en Bogotá, y en las distintas ciudades del país, hicieron cola en las oficinas públicas para donar sus joyas y bienes al Gobierno colombiano, con el fin de contribuir al sostenimiento de nuestros soldados. Con el empréstito de emergencia y los aportes extras de los ciudadanos, el Gobierno compró aviones, barcos, armas, y envió un bien preparado ejército a Leticia. Los colombianos, esta vez, no sufrieron derrotas calamitosas como en La Pedrera, pero la solución del conflicto tampoco fue militar. 

Izquierda: Los senadores Felipe Lleras Camargo y Julio Holguín presentan el proyecto de empréstito patriótico. Derecha: Alumnas del colegio Leguizamón hacen cola en el Banco de la República para donar sus joyas al gobierno.

 

Una vez más la vía diplomática posibilitó el arreglo. El dictador Sánchez Cerro fue asesinado en 1993. Le sucedió el general Oscar Benavides, el mismo oficial que en 1911 comandó las tropas peruanas en La Pedrera. Benavides coadyuvó a las gestiones de paz, y en el protocolo de Río de Janeiro firmado el 24 de mayo de 1934, se zanjó el problema de límites entre Colombia y Perú. ESM.

Izquierda: Carlos Gaviria Uribe, ministro de guerra. Centro: Destroyer Antioquia, una de las unidades de la marina de guerra colombiana. Derecha: Guillermo Valencia, Roberto Urdaneta Arveláez y Luis Cano, mienbros de la delegación colombiana que negoció en Río el protocolo con el Perú