Solicitud de composición de la encomienda de Achaguas por Francisco Daza Solarte, 1670. Archivo General de la Nación, Bogotá
Octubre de 2016
Por :
Fernando Mayorga

LA PROPIEDAD DE TIERRAS EN LA COLONIA

Mercedes, composición de títulos y resguardos indígenas 

Desde temprano, la Corona española organizó el acceso del colonizador a la propiedad de la tierra realenga: al respecto, las formas más comunes fueron las mercedes de tierras, la venta y la composición.

La distribución de tierras por mercedes se efectuaba tanto al momento de fundarse una nueva población, como, más tarde, en la medida en que lo solicitan los interesados. Conquistadores, virreyes, gobernadores, audiencias y cabildos estuvieron, en uno o en otro momento del período hispánico, facultados para conceder mercedes en nombre del rey. El requisito de la confirmación real quedó consagrado en la Recopilación de 1680, que lo exige para las tierras dadas o, incluso, vendidas por las autoridades locales. Sin embargo, las demoras y las erogaciones causadas por el envío de testimonios solían acobardar a los habitantes de las Indias que preferían seguir con su título imperfecto. Sólo en 1754 se derogó la exigencia de acudir a la Corte y se autorizó a las audiencias para despachar confirmaciones.

Escritura pública de compraventa de una tienda en el barrio de Las Nieves, en Santafé, suscrita el 20 de julio de 1810. Casa Museo del 20 de Julio, Bogotá

 

En principio, el beneficiario de una merced podía ser cualquier vasallo español, indio o negro libre. En las peticiones se alegaban servicios prestados a la Corona, propios o de ascendientes, se invocaba la carga de una familia a la que se debía sustentar y el tener la calidad de "vecino" o el ser conocido como persona honrada. La extensión de la tierra concedida fue variable. Siguiendo la misma práctica que durante la reconquista española, que señalaba recompensas diferenciadas según se hubiera luchado a pie o a caballo, en los primeros años las porciones de tierra en las Indias se diferenciaron en caballerías y peonías. Aunque algunas disposiciones fijaron las medidas de unas y de otras, en la práctica no tuvieron general aceptación y, según los accidentes del terreno, parece habérseles dado un contenido diferente según las zonas.

Por lo general, la concesión de una merced de tierra implicaba algunas obligaciones para el beneficiario, que se orientaban básicamente a que la tierra no constituyera un factor de especulación sino de arraigo. La principal fue la de "vecindad", o sea la de residir en el lugar durante cierto lapso. Las Ordenanzas de población de 1573 mencionan, además, la construcción de edificios, el cultivo de las tierras y la crianza de ganado. Sólo cumplidos los requisitos exigidos, el dominio queda perfeccionado y su titular puede disponer de la tierra como dueño para venderla, arrendarla, hipotecarla, legarla, etc.

En un primer momento, dado el interés de la Corona por alentar el proceso de población, las tierras se distribuyeron gratuitamente. A mediados del siglo XVI, dos factores se combinaron para modificar la situación: la valorización de la tierra y las necesidades económicas del real erario. Esto supuso la convivencia de los dos sistemas: la venta, que se realizaba en pública subasta con adjudicación al mejor postor en aquellas zonas donde hubiera interesados, y la merced, en la que predominaba el interés por fijar nuevos núcleos de población (zonas fronterizas o costas amenazadas por desembarcos enemigos).

La composición suponía la legalización de una ocupación de hecho de tierras realengas al margen de lo determinado por las leyes vigentes. Incluía a quienes hubieran ocupado tierras sin título alguno, a quienes se hubieran extendido más allá de los límites fijados en sus títulos, a quienes hubieran recibido mercedes de funcionarios o de instituciones no habilitados y a quienes no hubieran hecho confirmar las recibidas de autoridades locales. Una real cédula de 1591 dispuso, en tal sentido, que todos los poseedores de tierras presentaran a las autoridades los títulos correspondientes a fin de que se procediera contra los ocupantes indebidos obligándoles a restituir lo mal habido o a pagar una módica composición. A partir de entonces, la composición se convirtió en la forma preferida de adquisición: quien pretendía una tierra la ocupaba, la denunciaba a las autoridades, pagaba la información de realengo y la tasación y, tras el pago fijado, obtenía el título de propiedad.

Mapa de tierras de la filigresía de Barichara, de la Villa de San Gil y pueblos vecinos, 1820. Archivo General de la Nación, Bogotá.

 

El arrendamiento puede considerarse un modo habitual de obtener un provecho de la tierra que no se posee directamente. En el Nuevo Reino de Granada, la presión que ejerció el campesinado no indio por la vía del arrendamiento de las tierras de los resguardos desembocará en un proceso irreversible de extinción y agregación de pueblos de indios y en el remate de las tierras declaradas "vacantes" a favor de los vecinos. Otras formas de acceso a la propiedad mucho menos frecuentes fueron la expropiación y el mayorazgo.

Las ideas fisiocráticas y utilitaristas en boga con el iluminismo dieciochesco sumadas a las crecientes necesidades económicas de la Corona impulsaron una serie de medidas que se iniciaron con la real instrucción de 1754 que reglamentó el camino por seguir con relación a "las mercedes, ventas y composiciones de bienes realengos, sitios y baldíos" hechos hasta el momento y que se hicieran en adelante. La instrucción impuso el criterio de "borrón y cuenta nueva" para las irregularidades producidas con antelación a 1700 aunque anotó que, en caso de que las tierras no estuvieran cultivadas, se debía señalar un término competente para ello bajo apercibimiento de que, de lo contrario, bajo la misma obligación, se haría merced de las mismas a quien presentara la denuncia. Para las situaciones posteriores a 1700 se exigió, en cambio, la presentación del título legítimo con constancia de que hubiera precedido medida y avalúo. El pago de una composición siguió siendo el camino jurídico para consolidar situaciones contrarias a la doctrina legal vigente.

Los resultados de la aplicación de la instrucción no parecen haber sido satisfactorios. Poco más de dos décadas más tarde, el virrey Manuel Guirior planteó la cuestión tanto a la Corona como a su sucesor en términos harto elocuentes. Según el virrey, se había hecho necesaria una orden general que obligara a abandonar las tierras que permanecían incultas o sin ser aplicadas en la cría de ganados, permitiendo el ingreso de quienes, tras pagar a su dueño el valor de la parte, estuvieran dispuestos a hacerlas producir "en beneficio del común". Solo así -decía- se podría evitar que quienes, por mercedes antiguas o por algún otro título eran dueños de grandes extensiones, las dejasen yermas. Un informe de tal naturaleza era inaceptable para la Corona que, tras escuchar las versiones del fiscal Francisco Antonio Moreno y Escandón y del juez de realengos Benito del Casal y Montenegro, expidió finalmente la real cédula del 2 de agosto de 1780 que, acorde con el dictamen del juez, exhibió un contenido más tradicionalista que moderno. La cédula ordenó no se inquietara a los poseedores de tierras realengas con legítimos títulos ni se les obligara a vender contra su voluntad, aunque aceptó que, por medios suaves, se procurase que los propietarios de tierras incultas las hicieran fructificar, ya por sí mismos, ya por venta o arrendamiento a terceros. Como un avance, se previno se concediera tierra graciosamente a todo aquel que la solicitara con ánimo de cultivarla. De todas formas, a estas alturas una buena cantidad de campesinos blancos, mestizos y mulatos había accedido a la propiedad de parte de las tierras que habían formado parte de pueblos indígenas extinguidos. Veamos, pues, este otro proceso.

Desde temprano, la Corona reconoció la legitimidad de la propiedad anterior a la conquista. En las instrucciones impartidas a los conquistadores se aclaraba que no debía repartirse a los peninsulares la tierra de los indios y que sus estancias debían ubicarse lejos de los pueblos de naturales para evitar que el ganado dañase sus labranzas. Las leyes 7,9,12,16,17,18 y 19 del título 12, libro 4 y las leyes 8 y 20 del título 3, libro 6 de la Recopilación se refieren a la protección de las tierras de los naturales dentro de las dos vertientes señaladas. Paralelamente, las leyes que reglamentaron el régimen de encomiendas precisaron que el derecho del encomendero debía limitarse a percibir el tributo indígena sin que pudiera bajo ningún concepto disponer de su tierra.

Fue tarea de los oidores-visitadores del siglo XVII inquirir, entre otras cosas, si las comunidades indígenas gozaban de tierras suficientes para su manutención y para hacer frente al pago del tributo. En tanto solían amparar a los indios ya reducidos en las tierras que poseían o ampliarlas si lo consideraban necesario, en los casos de los naturales cuya reducción ordenaban, debían trazar con la mayor exactitud posible los límites de las tierras de comunidad y poner a los naturales en "quieta y pacífica" posesión de las mismas. El globo de las tierras comunales abarcaba tres subpartes: el resguardo propiamente dicho (término que se hizo extensivo a la totalidad de tierras del común), que debía ser repartido entre los integrantes del grupo; el potrero destinado a la cría de ganados y la labranza de comunidad, trabajada en conjunto en turnos de rotación obligatoria, cuyo producto debía destinarse a dotar un hospital, al auxilio de pobres, viudas y huérfanos y al mantenimiento del culto. Dado que los indios debían ser preferidos "en primer lugar" a fin de que sus tierras estuvieran "juntas y contiguas" a su pueblo e iglesia sin presencia de españoles u otras etnias, los visitadores ordenaban respetar estrictamente los linderos de los resguardos y daban por "nulos y de ningún valor" los títulos de tierras inclusos en los límites, dejando a los blancos la posibilidad de acudir ante la Real Audiencia para solicitar compensación.

La venta. Óleo de autor no identificado, 1857. 43.5 x 60 cm. Museo del Siglo XIX, Fondo Cultural Cafetero, Bogotá.

 

En función de la tutela protectora a la que los naturales estaban sujetos por haber sido asimilados legalmente a los "rústicos" del derecho común, los resguardos se consideraron inalienables y se prohibió su arrendamiento. Si bien en materia de ventas la prohibición se cumplió, no ocurrió lo mismo con el arrendamiento, que parece haber sido, en mayor o menor grado según las zonas, práctica frecuente a lo largo del período. Era obvio que el arriendo beneficiaba a ambos grupos. A los indígenas les proporcionaba una renta extraordinaria que les permitía hacer frente con menor esfuerzo al pago del tributo, sin descartar la posibilidad de echar mano de las leyes de segregación a fin de deshacerse de los intrusos si eventualmente su permanencia se tornaba poco deseable. A los grupos no-indios les permitía gozar del bien arrendado y conseguir, para su explotación, el trabajo "concertado" de la población nativa.

Hacia mediados del siglo XVIII, las teorías propias del siglo ilustrado, las crecientes necesidades económicas del real erario y la transformación de la población rural neogranadina abrieron paso a una política que desembocó en el proceso de descomposición de los resguardos.

En 1754 llegaba a América la real instrucción de 1754, ya comentada, que, lejos de innovar en relación con la propiedad indígena, protegía al indio cultivador, ordenaba la devolución de las tierras usurpadas y mandaba que, en caso de considerarlo adecuado, los resguardos fueran ampliados según las necesidades de las comunidades. Para llevar a la práctica la instrucción, el oidor Andrés Verdugo y Oquendo practicó durante 1755 y 1756 una visita a las provincias de Tunja y Vélez. A su regreso, redactó un informe en el que plasmó tanto la irreversible transformación de la sociedad rural neogranadina, como las soluciones que había aplicado. La disminución de la población indígena era a estas alturas una realidad incontrovertible: a las epidemias, se habían sumado otros factores como el mestizaje en aumento y el éxodo de los indios mitayos quienes, ya por la fuerza, ya atraídos por los jornales ofrecidos por los españoles dueños de fincas, abandonaban sus pueblos.

A esta situación, se sumaba el aumento del pequeño campesinado blanco, mestizo o mulato que arrendaba las tierras improductivas de los resguardos en los que vivía de asiento en contra de la política de segregación vigente. Si bien no se mostró partidario de las traslaciones de pueblos a las que consideró similares a un destierro, sí cercenó las tierras más apartadas del núcleo del poblado en aquellos lugares donde encontró menos de una tercera parte de los indígenas que habitaban el sitio al tiempo de deslindar sus resguardos. Para justificar una práctica que podía parecer contraria a las leyes vigentes, Verdugo echó mano del argumento de que las tierras de comunidad se habían otorgado a los naturales no como "a propios dueños para venderlas y arrendarlas" sino más "como usufructuarios" para que pudieran aprovecharse de ellas, reservando a los visitadores la facultad de "ampliar o restringir los resguardos" según lo tuvieren por conveniente.

La política iniciada tímidamente por Verdugo se fortaleció y se amplió durante la década del 70 de la mano del criollo Francisco Antonio Moreno y Escandón y dio por resultado la extinción y traslación de medio centenar de pueblos de indios cuyas tierras fueron vendidas a los vecinos por remate al mejor postor. Según el fiscal, el procedimiento había sido beneficioso para el real erario porque, además del dinero ingresado a sus arcas, se lo había liberado de pagar el estipendio de varios doctrineros y de hacerse cargo de reparar y ornamentar las iglesias de pueblos cuyo escaso número de habitantes no lo justificaba. Por otra parte, se había logrado que los vecinos que vivían en calidad de arrendatarios comprasen las tierras vacas y, sin la contingencia de ser expulsados, se empeñaran en cultivarlas.

Dadas las protestas de los indios y la oposición de parte de la Audiencia a las medidas de Moreno, el virrey Manuel Antonio Flores decidió consultar al regente Juan Francisco Gutiérrez de Piñeres, quien acusó al fiscal de haberse excedido en sus funciones y sugirió al virrey ordenar la suspensión de las actuaciones pendientes. La decisión del regente llegó tarde para evitar la participación indígena en la revuelta comunera de 1781. La cláusula séptima de las capitulaciones de Zipaquirá se hacía eco, en teoría, de las reivindicaciones indígenas en materia de tierras al establecer que los grupos cuyos resguardos no hubiesen sido "vendidos ni permutados" podían volver a ellos recobrando no sólo el uso sino la "cabal propiedad", lo cual significaba la posibilidad de venta y/o arriendo y, en el fondo, allanaba el camino para que los sectores no-indios accedieran con facilidad a las tierras de comunidad.

Las capitulaciones se anularon en marzo de 1782. Desde entonces hasta el final del período la situación fue caótica: al retornar a sus tierras muchos grupos las encontraron ocupadas por vecinos que, tras los remates, se resistían a abandonarlas. En muchos casos los pleitos concluyeron con un arreglo entre las partes que permitió a los blancos permanecer en las tierras sobrantes. Ni el arzobispo virrey Antonio Caballero y Góngora ni sus sucesores parecen haber tomado nuevas medidas de fondo.