"La marquesa de Yolombó". de Tomás Carrasquilla. 2-Edición, Medellín: Librería de A.J. Cano. 1928
Septiembre de 2016
Por :
Jorge A. Naranjo M

LA MARQUESA DE YOLOMBÓ

El proyecto de escribir una novela acerca de Bárbara Caballero y el Yolombó colonial dio muchas vueltas en la cabeza de Tomás Carrasquilla casi medio siglo, y pasaron por lo menos treinta años antes de poder cumplir la promesa de escribirla; y aun cuando ya en 1916 había runrunes de que el escritor estaba empeñado en su composición, sólo vino a redactarla entre mediados de 1925 y el principio de 1926. Según afirmaba el propio novelista, los materiales para el relato los venía acopiando desde la infancia, gracias a los relatos de testigos presenciales de aquella edad de oro yolombera, como su bisabuelo Martín Moreno, o testigos indirectos como su abuelo Juan Bautista Naranjo, entre los parientes de Carrasquilla, entre sus allegados --los Ospina, los Olano, los Caballeros, Morenos, Rendones y Ceballos-- las historias y consejas acerca de Doña Bárbara se evocaban con sumo cariño, y a esas memorias tuvo que apelar el novelista, dada la casi total destrucción de archivos y registros que --corroboran historiadores como Joaquín G. Ramírez y Eduardo Zuleta-- para reconstruir, si no una "historia seria y auténtica", sí una leyenda más que verosímil sobre aquella muy notable mujer y su época.

Fruto de una investigación de muchos años, La marquesa de Yolombó es ante todo una espléndida novela histórica, un vasto retablo de la vida cotidiana colonial, apenas comparable por su venero de información acerca de esa época con las Tradiciones peruanas y con La gloria de Don Ramiro. Un pueblo entero surge a la vida y se hace imaginable merced a esa novela de ochenta personajes; el territorio y la geografía (paisajes y climas, montes y cuencas, vías y asentamientos, flora y fauna), las razas, grupos y familias, la religión y la política, el lenguaje coloquial --especie de "paisa-andaluz-afro-castellano"--, las mentalidades; y luego las modas y los usos, los alimentos y hábitos, las tradiciones y leyendas, los oficios y diversiones, los cantos y bailes; las arquitecturas, viviendas y amoblamientos, los oficios y artes; y en resumen, la historia y el devenir colectivo de Yolombó a finales del siglo XVIII, en los últimos días de la Colonia, quedan reconstruidos con una riqueza descriptiva, con una minucia y un amor por los detalles, con una vivacidad y una elocuencia sencillamente incomparables. Y a diferencia de las Tradiciones peruanas, que son una suma de historias, La marquesa de Yolombó es una sola gran historia bien contada, lo que le permite transmitirnos una impresión unitaria y sintética de aquella época. La propia Bárbara Caballero --cuya existencia testimonian hasta los registros de minas, dicho sea de paso-- ha sido considerada por un crítico eminente el símbolo de aquel tiempo de transición entre el servicio al rey y la obediencia a la república. Su vida encarna en cierto modo el devenir colectivo de América en los albores de la Independencia.

Como lección de sociología acerca de la esclavitud en Antioquia, que tuvo rasgos suigeneris; como estudio de la minería colonial, de la mezcla y luchas raciales que nos han constituido como "latino-indígenas con pringues de sangre africana", esta novela de Carrasquilla resulta sobresaliente, y su lectura nos parece insustituible para el interesado en esa historia de nuestra cultura. Para los folclorólogos se trata de una fuente primaria, así como para el estudioso de las mentalidades, sea historiador o psicólogo. El personaje principal, fuera o no realmente Bárbara una marquesa, se considera uno de los más convincentes de toda la literatura castellana, pero con igual tino estético y penetración psicológica se construyen los otros personajes. La tensión dramática del relato se sostiene hábilmente. La belleza dimana de cada descripción, y una suave ironía permite adivinar el esperpento en lo trágico, lo irrisorio en lo sublime. Al momento de aparecer la obra, Eduardo Zalamea la consideró la mejor novela escrita en toda la literatura colombiana. Tenía razón, y quizá la tenga todavía. Salvo Macondo, no hallaríamos un pueblo tan bien pintado como Yolombó.