Naturaleza muerta con libros. Óleo de Fernando Botero, 1999. 37.46 x 44.45 cm. Colección Banco de la República, Museo Botero, Bogotá.
Octubre de 2016
Por :
Fernando Mayorga García

LA CULTURA Y LA EDUCACIÓN. CONSTRUIR UNA IDENTIDAD NACIONAL SOBRE EL MESTIZAJE DE TRES CULTURAS

La Constitución política de 1991 reconoce y protege la diversidad étnica y cultural de la nación colombiana. Este reconocimiento supone aceptar tanto el hecho de que la actual cultura de Colombia es el resultado de la interacción de tres vertientes poco homogéneas en sí mismas: la de los pueblos originarios, la del español y la negra africana; como el de que las expresiones culturales de los "otros", igualmente dignas y respetables, se apoyan en sistemas de comprensión del mundo diferentes a los de la cultura occidental.

Desde esta perspectiva, referirse únicamente al aporte español daría por resultado una versión absolutamente parcial del tema y, por reflejo, negaría el profundo proceso transcultural resultante del contacto tripartito que, iniciado en el período hispánico, continúa generando hoy cambios y adaptaciones, más o menos significativos, en las tres culturas. Así considerado, este proceso da lugar a la conformación de una identidad cultural colombiana que, lejos de ser exclusivamente indígena, española o negra, muestra, por el contrario, una síntesis, mestiza y vital, de los elementos que la van conformando.

Durante la vigencia del Estado colonial, el acceso a la educación fue restringido. En el transcurso de las dos primeras centurias, las ciudades no conocieron el concepto de escuela pública elemental. Fuera de las escuelas parroquiales, hubo algunos esfuerzos privados de encomenderos o de españoles acaudalados que dejaron legados para fundar algunos centros de enseñanza. Los siglos XVI y XVII presenciaron la instalación de colegios y universidades: a la Universidad Tomística (1580) siguieron en 1605 el Colegio de San Bartolomé, en 1623 la Universidad Javeriana y en 1654 el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, fundado por el arzobispo fray Cristóbal de Torres. Las universidades regentadas, respectivamente, por dominicos y jesuitas, fueron habilitadas para conferir los grados académicos de bachiller, licenciado y doctor. Aunque hubo excepciones, el ingreso a colegios y universidades estuvo limitado a quienes no tenían —según el lenguaje de la época— mácula ni sangre de la tierra. La enseñanza aplicaba un método rigurosamente escolástico y las clases se dictaban en latín.

Colegio de San Bartolomé con la estatua de Francisco José de Caldas. Fotografía de Ernesto Monsalve

 

Paralelamente, tras ordenar el repartimiento de los indígenas en encomiendas, la corona impuso a los encomenderos la obligación de poblarlos y de costear al doctrinero para que les enseñara los rudimentos de la fe, les administrara los sacramentos y los acostumbrara a "vivir en policía". Mientras se exigía a los sacerdotes aprender la lengua de sus feligreses, se ordenaba, también, instalar escuelas en los pueblos principales a fin de que los pequeños se iniciaran en las primeras letras. Dada la importancia que revistió la institución del cacicazgo para el manejo de las relaciones hispano-indígenas, los hijos de caciques y principales recibían una instrucción más esmerada en centros especializados donde se los preparaba para una futura tarea rectora.

Por último, hacía su irrupción el tercer grupo llamado a constituir la identidad cultural colombiana: los negros esclavos provenientes del Africa. Aunque el grupo se vio obligado a adoptar los patrones de vida impuestos por sus amos, supo defender unos pocos espacios que les posibilitaron consolidar y mantener más o menos puras no pocas expresiones propias de su bagaje cultural. Al comienzo, el drama de la esclavitud les permitió, apenas, reunirse al golpe del tambor en las casas de enfermería ubicadas al borde del mar cartagenero a fin de acompañar a las almas de los difuntos en su viaje al más allá. Así nacieron los cabildos de negros que se convirtieron en refugios de la memoria colectiva. A ello se sumará el fenómeno del cimarronaje: los negros huidos formaron palenques, quilombos y mocambos, unidades espaciales de resistencia donde los integrantes de las diferentes comunidades lograron reinventar su cultura, con las adaptaciones necesarias, pero sin el peso de los esquemas impuestos.

Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosariocon la estatua del fundador fray Cristóbal de Torres. Fotografía de Ernesto Monsalve.

 

El ambiente cultural se modificó notoriamente durante la segunda mitad del siglo XVIII, gracias al impulso dado a la educación por los filósofos del Iluminismo, confiados en que de ella dependía la transformación del mundo. Además de las escuelas particulares y parroquiales, comenzaron a aumentar lentamente las públicas de primeras letras, puestas bajo el control de los cabildos y sostenidas con las rentas de propios, aun cuando, por lo general, su mantenimiento se hizo difícil tanto por la carencia de recursos como por la falta de maestros. La educación elemental de los hijos de familia continuó, en muchos casos, en manos de preceptores particulares.

En colegios y universidades, la reforma educativa se inició con la crítica de los programas y de los métodos de enseñanza vigentes, con la voluntad de incorporar el estudio de las ciencias útiles y de crear nuevas cátedras: prueba de ello, la inauguración, en 1762, del curso de matemáticas en el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. En el mismo sentido, el Plan de Estudios redactado en 1774 por el criollo Francisco Antonio Moreno y Escandón estuvo imbuido de principios regalistas y utilitarios y puso énfasis en la educación científica y experimental como medio de acrecentar la riqueza del Nuevo Reino de Granada. Paralelamente, otras novedades como el establecimiento definitivo de la imprenta, la organización de la Expedición Botánica, el surgimiento de las Sociedades Económicas o el funcionamiento de las tertulias literarias, contribuyeron a modificar el panorama cultural. Hacia fines del siglo, los dos vehículos más caros al Iluminismo para la expansión de sus "luces" hicieron su aparición en la capital virreinal: en tanto el teatro contribuyó a la educación de las clases iletradas, el cubano Manuel del Socorro Rodríguez editó el primer periódico impreso regular, el Papel Periódico de Santafé de Bogotá, dirigido al deleite y a la instrucción de los sectores letrados. La fundación del Colegio de la Enseñanza por Clemencia de Caicedo en 1783 abrió paso a la relegada educación femenina.

Colegio de la Enseñanza. Óleo de Luis Nuñez Borda, ca. 1935

 

A lo largo de estas primeras centurias comenzó, por otra parte, el proceso de influencia mutua entre las tres culturas originales. Por la vía de procesos intencionales, España intentó imponer a indios y a negros su propio bagaje cultural (religión, instituciones, lengua, derecho, etc.). Sin embargo, en algunos casos los resultados no fueron óptimos y, en otros, la cultura de los blancos adoptó elementos de las culturas interactuantes que, de esta forma, pervivieron asimilados a lo largo del período.

A partir de la Independencia, el proceso de construcción de la nación se realizó desde un ideario republicano, liberal y nacionalista que se canalizó a través de instituciones educativas, discursos políticos, tratados de jurisprudencia, leyes, obras de teatro, novelas, diarios, revistas y hasta modas. Esta cultura republicana de cuño liberal, que tuvo como eje a la elite ilustrada, desatendió los particularismos étnicos, a los que visualizó como una amenaza frente al sueño de la construcción de una identidad homogénea.

En 1820, Santander dictó el primer decreto educativo para la República, que ordenó la organización de escuelas de primeras letras en todas las ciudades, villas y lugares que tuvieran bienes propios, incluidos los pueblos de indígenas a quienes era necesario rescatar del "embrutecimiento y la condición servil" a la que, por tantos años —se decía— habían estado sujetos. Igual obligación se extendió a los conventos de religiosas y religiosos. A partir de entonces, el país comenzó a organizar un sistema de educación pública y a realizar lentos progresos: por influencia de los sistemas educativos británicos se adoptó el sistema de enseñanza lancasteriano; se atendió al aumento de colegios y casas de estudio que combinaban estudios primarios y secundarios, y por ley de 1826 se crearon las universidades públicas de Quito, Bogotá y Caracas.

La política educativa fue acomodándose, en adelante, al tono de los gobiernos de turno. Durante el gobierno de Pedro Alcántara Herrán el país sufrió un fuerte viraje conservador de la mano del entonces ministro del Interior, Mariano Ospina Rodríguez, cuyo plan de reforma acentuaba la importancia de las ciencias útiles, de la formación moral y, sobre todo, de la disciplina, y aunque respetó la libertad de enseñanza, defendió la intervención del Estado en la educación pública y privada.

Colegio de la Enseñanza. Óleo de Ricardo Moros Urbina, 1899. Colección Banco de la República, Bogotá.

 

Los gobiernos escalonados entre el 60 y el 80 estuvieron inspirados en la fe de la generación radical en la educación como vía para conquistar la civilización. Sus miembros más destacados estaban convencidos de que todo sistema republicano y democrático requería de una ciudadanía ilustrada y que, por tanto, la educación era un deber y un derecho para el Estado. Pensaban, además, que éste debía remplazar en la tarea a la Iglesia católica que, ligada a ideologías monárquicas y antidemocráticas, estaba inhibida de liderar el proceso de educación popular. El decreto reglamentario para la organización de la Universidad Nacional de los Estados Unidos de Colombia fue, en 1868, la decisión más trascendente del gobierno de Santos Acosta. La reforma de 1870 podría ser juzgada como la de mayor aliento en la historia de la cultura nacional: desde una concepción integral del sistema educativo, abarcó todos los aspectos, aunque dio prioridad a las escuelas de primeras letras que se concibieron como gratuitas, obligatorias y religiosamente neutras.

El período comprendido entre 1880 y 1900 se encargó de dar el vuelco. El decreto 167 de 1881 colocó a la universidad bajo el control directo del poder ejecutivo y eliminó todo elemento de autonomía. Desde su primer gobierno, Rafael Núñez inició una política de conciliación con la Iglesia: la Constitución de 1886 y el Concordato de 1887 le devolvieron el control sobre la educación hasta, al menos, 1930.

A principios del siglo XX, se produjo un movimiento que propició la vuelta hacia el arte y la espiritualidad. En función de cierta nostalgia por lo propio, los intelectuales y los literatos provenientes básicamente de los sectores medios, comenzaron a apelar a la idea del mestizaje cultural y a integrar en su cosmovisión a las capas populares, a los indígenas y a los negros. Los gobiernos liberales entre 1934 y 1946 tuvieron clara percepción de la importancia del sector educativo para los proyectos de desarrollo económico-social y para cumplir con su propósito de que Colombia fuese una nación más integrada con base en una cultura de raíces más auténticas. Acorde con tales metas, intentaron desarrollar una política que abarcara a todos los estratos, intensificaron las inversiones del Estado y buscaron eliminar el analfabetismo de las grandes masas urbanas y rurales.

Desde mediados del siglo, la educación colombiana se expandió cuantitativa y cualitativamente y vio desfilar un buen número de reformas que no lograron evitar se ahondara la brecha educativa entre las clases media y superior con acceso a un sector privado en expansión y las clases populares que se educaban en un desprestigiado sector oficial.

En lo que hace a las comunidades indígenas, las normas constitucionales que rigieron en el país entre 1886 y 1991 no establecieron ninguna opción de educación especial orientada a ellas. Acorde con la política oficial, la educación de los pueblos originarios —que, en las llamadas "zonas de misión" se confió a las órdenes religiosas— se orientó en líneas generales a acelerar el proceso de integración a los patrones de vida económicos, sociales y culturales del resto de la población. En 1978, como resultado de los esfuerzos de las propias comunidades y en cumplimiento de las disposiciones del Convenio 107 de la OIT ratificado por Colombia en 1967, se expidió el decreto 1142, en el cual por primera vez se intentó definir un modelo especial dirigido a lograr un acercamiento entre los programas educativos y las necesidades sociales, económicas y culturales de las poblaciones indígenas.

El Convenio 169 de 1989 de la OIT ratificado por Colombia en 1991 y el ordenamiento constitucional del mismo año, asentaron la responsabilidad del Estado de educar a los grupos originarios y afrocolombianos de acuerdo con modelos ajustados a sus requerimientos. En el artículo 68 se señala que los integrantes de los grupos étnicos tendrán derecho a una formación que respete y desarrolle su identidad cultural. La ley 70 del 27 de agosto de 1993 estableció los mecanismos de protección de la cultura y de los derechos de las comunidades negras, a través del fomento de su desarrollo económico-social, con el fin de garantizarles condiciones reales de igualdad de oportunidades respecto del resto de la sociedad.

Local del Colegio Pestalozziano en el parque de Santander, Bogotá. Grabado de Alfredo Greñas. "Colombia Ilustrada", enero 31 de 1891.

 

Hoy, muchas manifestaciones culturales indígenas y africanas persisten, más o menos puras, como parte integrante del acervo cultural colombiano. El carnaval reconoce un remoto origen europeo; sin embargo, el de Barranquilla es el resultado del encuentro de las tres matrices étnicas. Entre sus danzas más características, la cumbia es de origen africano modificado por influencias posteriores, la de las farotas que se conserva en Talaigua acusa probable raíz indígena, y la del congo evoca las gestas de las tribus africanas y parece haber tenido origen en los cabildos de negros de la Cartagena colonial. Bundes y fandangos —que tanto preocuparon a las autoridades eclesiásticas de la Colonia— siguen formando parte de las festividades religiosas heredadas del calendario español, como la Candelaria o la Popa. Las corralejas y las corridas de toros se mantienen íntimamente unidas a las fiestas religiosas que, por otra parte, siguen exhibiendo formas más o menos particulares de yuxtaposición y algún sincretismo propio de la religiosidad popular. En el palenque de San Basilio puede constatarse aún la pervivencia del lumbalú, canto y baile del muerto que acompaña al alma-sombra en su transformación en espíritu, mientras el tambor golpea las puertas del otro mundo para que, abriéndose, den paso al difunto.

Como éstos, podrían buscarse numerosos de ejemplos que servirían para probar que el proceso transcultural continúa hoy día y que constituye una señal inequívoca para que Colombia se reconozca definitivamente como lo que es: producto de una cultura mestiza, rica, polifacética y fundamentalmente vital.