LA CUARTILLA DEL LECTOR, EDICIÓN 212

Fueron numerosas las descripciones que hicieron de Bolivar y de Santander sus contemporáneos. Viajeros, compañeros de las campañas, diplomáticos, biógrafos y, en fin un buen número de apologistas y detractores, dejaron en su época testimonios de diverso orden sobre los fundadores de Colombia. La lectora Claudia Sampedro, envió.

Los siguientes testimonios: 

El General Bolivar en su aspecto exterior, en su fisonomía, en todo su comportamiento, nada tiene de característico o imponente. Sus maneras, su conversación, su conducta en sociedad, nada tienen de extraordinario, nada que llamara la atención de quien no lo conociese. Al contrario, su aspecto exterior predispone en su contra. 

Su estatura es de cinco pies, cuatro pulgadas; largo el rostro, chupadas las mejillas; la tez, de un moreno lívido. Los ojos son de tamaño mediano, muy hundidos. Muy poco cabello le cubre el cráneo. Todo él es flaco y desmedrado. Da la sensación de un hombre de sesenta y cinco años. Camina con los brazos en perpetuo movimiento, y no puede andar largo espacio si sentirse fatigado. Dondequiera que vaya, allí permanece poco tiempo y pronto está de vuelta a donde tiene colgada su hamaca, en la que se sienta o se echa, meciéndose a la manera de sus conciudadanos. Tiene cubierta buena porción del rostro por grandes bigotes y patillas, y se cuida mucho de ordenar que cada uno de sus oficiales los usen diciendo que ello les da aire marcial; pero a él le prestan un aire feroz y amenazante, en especial cuando monta en cólera. Entonces se le animan los ojos, gesticula y habla como demente; y amenazando con hacer fusilar a los que lo han contrariado, se pasea rápidamente por su cámara, o se tira sobre la hamaca para luego saltar de ella, ordenando que los culpables salgan de su presencia.

Nada hay en él que inspire respeto. Cuando quiere persuadir a alguien, o inclinarlo a sus propósitos, emplea las promesas más seductoras, toma al hombre del brazo, al pasearse con él, o al hablarle, como si fuera el más íntimo de sus amigos. Pero, tan pronto como ha conseguido su objeto, se torna frío, altanero y a veces sarcástico. Nunca pone en ridículo a nadie intrépido o de carácter elevado, excepto en su ausencia. Esta costumbre de hablar mal de las personas cuando no se hallan presentes es característica, en general, de los caraqueños.

H.L.Villaume. Docoudray-Holstein (1763 – 1839). Memoirs of Simon Bolivar. S.G. Goodrich & Co., Boston, 1829, pg. 323. (Traducción de Enrique Uribe White).

Contra ningún hombre he oído y visto hablar y escribir más atrevidamente que contra éste [Santander]. Pero, en cambio, no he conocido ninguno que tratara con más desdén a sus enemigos. Apodos soeces, burlas, sarcasmos, dicterios, epigramas, versos satíricos; todo lo más bajo y ruin se empleaba contra él y a todo respondía con una chanza ligera, con una sentencia, con una sonrisa de menosprecio. Dicen que el General Borrero le mató con un discurso pronunciado contra él en pleno congreso. No lo creo: No era Santander hombre que muriera por semejante bicoca, y yo, que fui testigo presencial, aseguro que si por causa del discurso hubo de perecer alguno, ese debió ser su antagonista por la réplica recibida por él al día siguiente. Murió Santander de una enfermedad calculosa del hígado, producida sin duda alguna por el predominio bilioso de su temperamento, por las penalidades de la campaña y por un trabajo de gabinete excesivo; porque está dicho que “el trabajo perfecciona al hombre y mata al sabio”.

Era un poco desaliñado en su traje; llevaba casi siempre las telas ordinarias y baratas fabricadas en el país con el objeto de animar la industria, más a pesar de todo esto, era una gallarda y simpática figura la del General, un poco obeso en sus últimos años, pero de porte majestuoso. Peinaba siempre los escasos cabellos trayéndolos laterales con gracia y simetría hacia las sienes y llevando los anteriores hacia la cima de la cabeza; los bigotes le caían con orden sobre el labio inferior; las mejillas eran ricas de sangre; los ojos grises, pequeños y vivaces; los dientes blanquísimos; la nariz aguileña, y los movimientos, en general, acompasados, lentos y de soberana nobleza.
Este retrato es el de un personaje serio, grave y austero, y así era efectivamente en lo exterior. Mas había un no sé qué, una ligera sonrisa en las comisuras de los labios de aquel hombre, que me parece explica – por su constancia- el secreto de su permanente amabilidad. Sus compañeros de gobierno lo estimaban; sus enemigos, que fueron siempre muchos, lo detestaban de todo corazón, sin dejar por eso de respetarlo; el pueblo en general lo quería, porque en fiestas, en reuniones públicas y en otras ocasiones se hombreaba y hermanaba delicadamente con él.

Santander fue reformador, y sus reformas son quizá las únicas genuinamente liberales que haya visto esta tierra. Y es gracia que este hombre hubiera salido de la independencia para meterse en la libertad, porque eso no estaba en el programa de su época.

Manuel Uribe Angel (Envigado, 1822 – Medellín, 1904). Muerte de Santander. Bogotá, Cromos, 1940