Lino Ruiz y Florentino Vezga por José María Espinosa, acuarela, 1870. Museo Nacional de Colombia.
Octubre de 2010
Por :
Credencial Historia

La cuartilla del lector

La anécdota, en palabras de Manuel Serrano Blanco ayuda a conocer los “pequeños detalles que forman la persona, que la definen y que nos la presentan, unas veces engrandecida como un dios y otras veces amenguada como un lacayo. La anécdota es el espejo del alma, es la visión de la inteligencia, es el reflejo del espíritu, que no siempre queda impreso en las obras trascendentales de la existencia, sino en el fuego vivaz y pasajero, que cae sobre los circundantes con una ligereza y fugacidad de relámpago”.

Después del regreso de Santander a Bogotá en octubre de 1832, continuó sus relaciones con doña Nicolasa y no era para menos, no sólo porque la fidelísima y apreciable señora le había manejado abnegadamente, junto con don Juan Manuel Arrubla, sus intereses, sino porque, además, había sido du rante los cuatro últimos años, su fervorosa defensora contra los atropellos de la dictadura a sus bienes y a su honra, por lo cual había sufrido cárcel y confinamiento, a más de que había sabido mantener constantemente la llama de ese amor.

¿ Y hasta qué época se mantuvo el idilio? Claro es que no tiene por qué existir correspondencia entre ambos en aquellos subsiguientes años, porque los dos vivían en la misma ciudad de Bogotá. En 1835, según relato que al autor de este libro le hiciera el historiador y jurista eminente, doctor Eduardo Ro dríguez Piñeres, persona de insospechable rectitud y veracidad, el idilio continuaba. Referíanos el doctor Rodríguez Piñeres que en el año de 1905 viajaba en el mismo buque con el General Carlos Cuervo Márquez, nieto del doctor José Ignacio de Márquez, rumbo a Europa. Un día de navegación preguntó Rodríguez Piñeres a su amigo Cuervo Márquez si él sabía por qué se habían roto las íntimas relaciones políticas y perso nales entre el Presidente Santander y su ilustre antepasado el  entonces Vicepresidente Márquez. Cuervo le refirió, según tradición de su familia, que cierto día de 1835, cumpleaños de doña Nicolasa, el doctor Márquez, a quien le impresionaban la belleza y señorío de doña Nicolasa Ibáñez, ya viuda, la preten dió de amores, pese a su amistad con el General Santander. Relataba el General Cuervo que su abuelo Márquez se encon traba de visita en la casa de doña Nicolasa, cuando Santander llegó a cumplimentar a su antigua amada. Indignado por la presencia allí de quien en ese momento consideró como un intruso y poseído de incontrolables celos, alzó en vilo al doc tor Márquez, que era de pequeña estatura, y pretendió lan zarlo por la ventana del segundo piso hacia la calle. Doña Nicolasa, con energía propia de su carácter, tomó del saco levita a Santander y con decisión le estorbó lo que pretendía hacer. Santander, sin pronunciar palabra, se retiró de aquel, parasu espíritu dolorido, sorpresivo escenario. Desde entonces se cavó un abismo entre los  dos altos personajes, que mucho incidió en la historia de Colombia. Y se preguntan los historiadores que no saben de este episodio. ¿Por qué Santander que hasta entonces  mantuvo tan estrecha amistad con Márquez, se opuso a su candidatura para sucederlo y luego fue su empecinado enemigo? La escena anterior es la mejor respuesta. Cabe aquí recordar una copla española, muy antigua, que es a manera también de una de las tantas interpretaciones del discurrir de la historia:

Válgame Dios no hay remedio, en todo humano litigio a no obrar Dios un prodigio habrá faldas de por medio. La división del santanderismo, iniciada entonces, entre los bandos que se llamaron liberales exaltados partidarios, de Azuero y Obando y liberales moderados partidarios de Márquez, en la lucha electoral para suceder a Santander en el mando supremo, terminó a la postre con la fundación, años después, de los partidos políticos liberal y conservador que desde en tonces han venido haciendo la historia del país.

Un clásico ejemplo de anécdota relacionada con el origen de los partidos políticos en Colombia, es el siguiente: Relata Horacio  Rodríguez Plata en su libro Santander en el exilio:

Horacio Rodríguez Plata.
Santander en el exilio. Editorial
Kelly, Bogotá, 1976, págs 306-307.

El principio era lo común de fríos y calenturas, y en dos días la enfer medad hacía rapto a la cabeza, privando totalmente del juicio a las personas. Dejo el postrarse de suerte que hacían ineptos para ayudar se, las desganas de comer, ciertos hastíos, horribles vómitos
y ansias, el cuerpo estropeado, la cabeza condolida, sin poderse ni aún volver en la cama,  decaecimiento del corazón, molidos los huesos, la garganta llagada, y los dientes y las muelas danzando, y todo el hombre ardien do con la fiebre y loqueando con notables frenesíes; estando las cosas con tantos locos como había enfermos, de curar el alma, inútiles para admitir la medicina del cuerpo… si alguno escapaba de estos rigores, quedaba por mucho tiempo lisiado de los sentidos sin poder hallar convalescencia; algunos tullidos, otros contrahechos, muchos sordos, y los más sin memoria alguna de las cosas de la vida,  olvidándose hasta de las oraciones más comunes, del padre nuestro y el ave María. No había contagio como éste. Pegaba de solo llegar al enfermo, tocarle, de respirar el aire de la sala y aún de la cuadra en la que estaba. Los vestidos, las camisas, las camas, la ropa y  platos de su comida, todo quedaba infectado… Nadie escapaba de su rigor, ni el pobre ni el  rico… Entraba en las familias y luego de llevarse la mayor parte, la demás la dejaba tal que ni estaba para servirse, sino para llorarse, unos caían, otros convalescientes, y todos  impedidos para socorrerse unos a otros… Era ver a los padres en una cama y a los hijos en otra, y la gente de servicio tendidos en las salas… Dudo que haya quien pueda declarar el  número de muertos, porque eran tantos que no había lugar en las parroquias para sepultados, amontonando a muchos en los sepulcros y confundiendo los entierros de las casas. Llegó a tanto la falta de los vivos, que por no poder acompañar al funeral, echaban de noche los difuntos a la calle, exponiéndolos a la misericordia de los piadosos. No amanecía día en que no se hallasen a las puertas de las iglesias, parro quias y conventos y monasterios, de cinco a seis amortajados. Y a veces sucedió hallar a todos los de la familia difuntos, y todos los cuerpos de ella llenos de corrupción sin haber en toda la casa quien sembrase ni quien diese aviso de la mortandad… Acrecentó esta gran calamidad una gran hambre y falta de lo necesario… no había quien sembrase ni quien cogiese. Los hombres flacos, macilentos, descolori dos, hechos una estampa de la muerte, que no parecía sino que se sentían ya las vecindades del día último de los tiempos”. 

Andrés Soriano Lleras. La medicina en el Nuevo Reino
de Granada, durante la Conquista y la Colonia. Imprenta
Nacional, Bogotá, 1966, páginas 68-71.

Aterradas las autoridades españolas residentes en Santafé, veían claramente que su mando vacilaba y que se hallaban próximas a su ruina. La efervescencia era grande en la capital del reino, cuyo cabildo pedía con instancia la creación de una junta de gobierno, y el más pequeño motivo debía causar un incendio. Los patriotas de Santafé habían hecho variastentativas yformado diferentes planes para realizar la revolución,todos los queabortaron. Estaba últimamente señalado el momento para el día en que llegara a la capital el comisionado regio Villavicencio, cuyo arribo se hallaba próximo. Habíase acordado que en aquel día (julio 20) montaría a caballo el mayor número de gentes que fuera posible, bajo el pretexto de salir a encontrarle llevando armas ocultas, y que se procuraría comprometer a Villavicencio a fin de que autorizase el movimiento revolucionario. Más era tanta la agitación de los espíritus, que la revolución estalló antes de lo que se pensaba. El veinte de julio por la mañana una expresión indiscreta que el Español don José Llorente dijo a don Francisco Morales y a sus hijos don Antonio y don Francisco, en una tienda de la calle Real, en menosprecio de los Americanos, difundida con rapidez, hizo que se agolpara  gran número del pueblo a la tienda de Llorente, quien se escondió en una casa vecina…. Ya era el movimiento general en la ciudad y la noche se acercaba, cuando el pueblo se agolpó a la Plaza Mayor pidiendo un cabildo abierto o general de todos los padres de familia y una junta. …El virey Amar…concedió un cabildo extraordinario pero no abierto. …Ya estaba para terminarse la sesión, cuando el doctor don Camilo Torres y el primer diputado del pueblo propusieron que se nombrara presidente de la junta al teniente general don Antonio Amar. …En consecuencia Amar fue proclamado presidente de la junta y vicepresidente el doctor don José Miguel Pey, alcalde ordinario de primer voto. … En el acta se había acordado: –“que se deposite en toda la junta el gobierno supremo de este Reino interinamente, mientras la misma junta forma la constitución que afiance la felicidad pública,… que protesta no abdicar los derechos imprescriptibles de la soberanía del pueblo a otra persona que a la de su augusto y desgraciado monarca don Fernando VII, siempre que venga a reinar entre nosotros, quedando por ahora sujeto este nuevo gobierno a la superior junta de Regencia, ínterin exista en la Península y sobre la Constitución que le de el pueblo”. …

Fue curiosa la fórmula del juramento que prestaron en aquella célebre noche los miembros de la junta a presencia del ilustre cabildo y en manos del diputado del pueblo soberano,como entonces se le llamaba. “Puesta la mano sobre los santos Evangelios, según narraba el acta,y con la otra formada la señal de la cruz a presencia de Jesucristo crucificado, dijeron: Juramos por el Dios que existe en el cielo, cuya imagen está presente, y cuyas sagradas y adorables máximas contiene este libro, cumplir religiosamente la constitución y voluntad del pueblo expresada en esta acta, acerca de la forma del gobierno provisional que ha instalado; derramar hasta la última gota de sangre por defender nuestra sagrada Religión católica, apostólica, romana, nuestro amadísimo monarca don Fernando VII y la libertad de la patria; conservar la libertad e independencia de este reino en los términos acordados; trabajar con infatigable celo para formar la constitución bajo los puntos acordados, y en una palabra, cuanto conduzca a la felicidad de la patria”. 

El General Bolívar en su aspecto exterior, en su fisonomía, en todo su comportamiento, nada tiene de característico o imponente. Sus maneras, su conversación, su conducta en sociedad, nada tienen de extraordinario, nada que llamara la atención de quien no lo conociese. Al contrario, su aspecto exterior predispone en su contra.

Su estatura es de cinco pies, cuatro pulgadas; largo el rostro, chupadas las mejillas; la tez, de un moreno lívido. Los ojos son de tamaño mediano, muy hundidos. Muy poco cabello le cubre el cráneo. Todo él es flaco y desmedrado. Da la sensación de un hombre de sesenta y cinco años. Camina con los brazos en perpetuo movimiento, y no puede andar largo espacio si sentirse fatigado. Dondequiera que vaya, allí permanece poco tiempo y pronto está de vuelta a donde tiene colgada su hamaca, en la que se sienta o se echa, meciéndose a la manera de sus conciudadanos. Tiene cubierta buena porción del rostro por grandes bigotes y patillas, y se cuida mucho de ordenar que cada uno de sus oficiales los usen diciendo que  ello les da aire marcial; pero a él le prestan un aire feroz y amenazante, en especial cuando monta en cólera. Entonces se le animan los ojos, gesticula y habla como demente; y amenazando con hacer fusilar a los que lo han contrariado, se pasea rápidamente por su cámara, o se tira sobre la hamaca para luego saltar de ella, ordenando que los culpables salgan de su presencia.

Nada hay en él que inspire respeto. Cuando quiere persuadir a alguien, o inclinarlo a sus propósitos, emplea las promesas más seductoras, toma al hombre del brazo, al pasearse con él, o al hablarle, como si fuera el más íntimo de sus amigos. Pero, tan pronto como ha conseguido su objeto, se torna frío, altanero y a veces sarcástico. Nunca pone en ridículo a nadie intrépido o de carácter elevado, excepto en su ausencia. Esta costumbre de hablar mal de las personas cuando no se hallan presentes es característica, en general, de los caraqueños.

Contra ningún hombre he oído y visto hablar y escribir más atrevidamente que contra éste [Santander]. Pero, en cambio, no he conocido ninguno que tratara con más desdén a sus enemigos. Apodos soeces, burlas, sarcasmos, dicterios, epigramas, versos satíricos; todo lo más bajo y ruin se empleaba cntra él y a todo respondía con una chanza ligera, con una sentencia, con una sonrisa de menosprecio.

Dicen que el General Borrero le mató con un discurso pronunciadocontra él en pleno congreso. No lo creo: No era Santander hombre que muriera por semejante bicoca, y yo,  que fui testigo presencial, aseguro que si por causa del discurso hubo de perecer alguno, ese debió ser su antagonista por la réplica recibida por él al día siguiente. Murió Santander de una enfermedad calculosa del hígado, producida sin duda alguna por el predominio bilioso de su temperamento, por las penalidades de la campaña y por un trabajo de gabinete excesivo; porque está dicho que “el trabajo perfecciona al hombre y mata al sabio”. Era un poco desaliñado en su traje; llevaba casi siempre las telas ordinarias y baratas fabricadas en el país con el objeto de animar la industria, más a pesar de todo esto, era una gallarda y simpática fi gura la del General, un poco obeso en sus últimos años, pero de porte majestuoso. Peinaba siempre los escasos cabellos trayéndolos laterales con gracia y simetría hacia las sienes y llevando los anteriores hacia la cima de la cabeza; los bigotes le caían con orden sobre el labio inferior; las mejillas eran ricas de sangre; los ojos grises, pequeños y vivaces; los dientes blanquísimos; la nariz aguileña, y los movimientos, en general, acompasados, lentos y de soberana nobleza.

Este retrato es el de un personaje serio, grave y austero, y así era efectivamente en lo exterior. Mas había un no sé qué, una ligera sonrisa en las comisuras de los labios de aquel hombre, que me parece explica –por su constancia– el secreto de su permanente amabilidad. Sus compañeros de gobierno lo estimaban; sus enemigos, que fueron siempre muchos, lodetestaban de todo corazón, sin dejar por eso de respetarlo; el pueblo en general lo quería, porque en fi estas, en reuniones públicas y en otras ocasiones se hombreaba y hermanaba delicadamente con él. Santander fue reformador, y sus reformas son quizá las únicas genuinamente liberales que haya visto esta tierra. Y es gracia que este hombre hubiera salido de la independencia para meterse en la libertad, porque eso no estaba en el programa de su época.

H.L. Villaume. Docoudray-Holstein
(1763 – 1839). Memoirs of Simon
Bolivar. S.G. Goodrich & Co.,
Boston, 1829, pg. 323. (Traducción
de Enrique Uribe White).
Manuel Uribe Angel (Envigado,
1822 – Medellín, 1904). Muerte de
Santander. Bogotá, Cromos, 1940.

Careciendo de ocupaciones oficiales como Encargado de Negocios inpartibus, pues era bien poco lo que tenía que hacer como Secretario de la Legación, donde el señor Mosquera no pretendió nunca emplearme como amanuense, … pensé en concluir una obra de largo aliento, en la que había venido ensayándome de algunos años atrás, y de la cual poseía ya numerosos fragmentos, á saber: Dotar á la lengua castellana de una traducción completa, literal,pero elegante, de El Paraíso Perdido de Milton, trabajo que después de constante labor llevé á cima y edité en un volúmen de 500 páginas, texto inglés y español, en Gante (Bélgica), tipografía de Eug. Vanderheghen,Rue des Champs 66, 1868.

Antes de mi traducción sólo existía en castellano la paráfrasis del Canónigo Escoiquiz, el preceptor de Fernando VII, que es una verdadera rapsodia del poema…

El corresponsal parisiense de La Reforma de Madrid dió cuenta de la aparición del libro en su correspondencia de 19 de Mayo de 1868, inserta en el número del 24 del mismo, del que conservo un ejemplar, y del cual copio lo siguiente: “Otra obra más clásica, de más relevante mérito literario y de vida más duradera, ha sido puesta igualmente á la venta en estas semanas en las librerías de París. Es una traducción literal del Paraíso Perdido de Milton, hecha por un escritor neogranadino, de erudición y gusto exquisito el señor Aníbal Galindo”.

Y finalmente, mi noble y generoso amigo el Conde Enzemberg, Ministro de Hesse, que, como Lord Clarendon, se preciaba de conocer y gustar las bellezas de la lengua castellana, y á quien le era igualmente familiar el inglés, habiendo hecho llegar á manos de Su Majestad la Emperatriz Eugenia un ejemplar de la traducción, recibió de la noble señora, para que me fuese obsequiada en su nombre, como premio de aquel trabajo, una hermosa medalla de oro de 5 centímetros de diámetro y 50 gramos de peso, que lleva en el anverso su precioso busto, y en el reverso esta leyenda:

la emperatriz eugenia,
al traductor de milton. 1868.

…Y sin embargo, ninguno de estos títulos pudo protegerme contra el clandestino despojo de la propiedad y del honor de la obra. Pocos años después apareció en Barcelona la magnífica edición de lujo de El Paraíso Perdido, ilustrada con los soberbios grabados de Gustavo Doré, sin decir de quién es la traducción que copia la obra. Atraído por la curiosidad fui á examinar aquel texto, y ¿con qué me encuentro? Pues con mi propia traducción, producto de veinte años de constante estudio de la lengua inglesa y de los demás conocimientos históricos y literarios indispensables para acometer tan ardua labor; naturalmente disfrazada, alterando a trechos la redacción de algunas frases, mudando adjetivos, cambiando giros,  pero todo el fondo de la obra, el mío; páginas enteras servilmente copiadas de mi traducción…

Se preguntará entonces por qué he guardado silencio sin reclamar contra el plagio por tantos años; y la respuesta es muy sencilla: porque además de que mis derechos de propiedad no estaban asegurados en España, nada adelantaba con hacer la reclamación por medio de un artículo de periódico que dura veinticuatro horas, y esperaba que algún día podría hacerla, como la hago hoy, con la resonancia y la duración de un libro.

He dicho que la traducción barcelonesa es anónima, y lo sostengo, porque la portada del  libro se limita a anunciarla simuladamente así: “texto tomado de las traducciones más acreditadas, nueva traducción anotada y precedida de la vida del autor, por D. Cayetano Rosell.” ¿El señor Rosell es autor de la “nueva traducción”, ó simplemente anotador de ella?  La simulación del anuncio se presta a una y otra inteligencia. ¿Cómo es que un texto puede ser a la vez composición de otros textos y texto de nueva traducción? Mas yendo al fondo del asuntó, ¿cuáles son, dónde se encuentran las traducciones anteriores? quién hizo la nueva traducción? cuándo aparecieron aquellas y ésta, dónde fueron editadas, qué periódicos las anunciaron,etc. etc?”.

Anibal Galindo. Recuerdos históricos. Imprenta de La
Luz. Bogotá, 1900.

Uno de los recuerdos más interesantes de mi infancia se relaciona con el célebre General José María Obando, … ídolo de los unos, objeto de execración y odio de los otros, capitán denodado y hábil para éstos; guerrillero cruel e ignorante para aquellos. …Fue el caudillo más seductor y prestigioso de las masas populares, el hombre público que ocupó en su país
la más alta posición política y militar durante cuarenta años y el que con mayor valor y entereza sufrió durante su agitada vida las más bruscas vicisitudes, y el modelo de hombre de hogar y de buen ciudadano.

Siendo muy niño conocí al General Obando en circunstancias casi trágicas para mi espíritu infantil, como paso a referirlo. …Mi padre, mi madre y hasta mi abuela, estaban afiliados en el bando conservador, del cual era mi padre una de las figuras sobresalientes. Siendo pues mi familia netamente conservadora, y dada la vehemencia de las pasiones políticas de aquella época, y especialmente bajo la atmósfera del Cauca, caldeada por las revoluciones, fácil es comprender por qué se odiaba y execraba tanto en mi casa el nombre del General José María Obando, caudillo prestigioso del bando liberal, a quien se rodeaba de una fama terrible y siniestra. Así pues, desde que tuve discernimiento, oía decir que el General “Obando era un monstruo de iniquidad, un aborto del infierno, el tigre de Berruecos, (porque se le atribuía el asesinato del Mariscal de Ayacucho), que degollaba a todas las personas que encontraba en su camino de sangre y exterminio, hasta el punto de comerse
los niños crudos”.

Aterrado con este macábrico fantasma, más de una vez en mis pesadillas infantiles ví al General Obando ( a quien no conocía) en forma de un monstruo o dragón infernal que trataba de regalarse con mis tiernas carnes de niño. Hallándonos algún día, a eso de las tres de la tarde, reunidos en el comedor de Río Blanco, mis tíos, Dr. Wallis y Dña. Cornelia Obando, con mis hermanos mayores, un amigo de las vecindades, mi primo Juan y yo, oímos el ruido que hacían las herraduras de un caballo sobre las baldosas del patio. Pocos momentos después anunció la criadaque acababa de llegar el General Obando, …

Dados los antecedentes que dejo referidos, fácil es comprender el terror que de mí se  apoderaría al persuadirme que el hombre que acababa de llegar era el General Obando, el fantasma de mis terrores nocturnos. Por fortuna, como yo estaba sentado en el extremo de la mesa, me hallaba lejos del monstruo.

Para celebrar la visita del General Obando, mi tío resolvió hacer al día siguiente, una gran cacería de siervos en el bosque principal de la hacienda. …La cacería, dirigida como era natural por el General Obando, debió tener todos los caracteres de una gran batalla. …A mi se me destinó a una pequeña colina con el viejo perro que llamaban de laja, porque tanto por mi tierna edad como por ignorar el manejo de la escopeta, no podía prestar otro servicio en la cacería. Siendo tan pasiva mi labor, resolví desmontarme, atar a un árbol la yegüita y recostarme sobre su tronco. Casi inmediatamente un profundo sueño se apoderó de mí…. Presa me hallaba de una terrible pesadilla relacionada con el General Obando, cuando sentí que alguien ponía la mano sobre mi hombro. Desperté sobresaltado y me encontré frente a frente y a solas con el terrible monstruo de mi pesadilla. Aterrado con la idea de que la fiera venía a devorarme, caí de rodillas delante de él y, con lágrimas en los ojos, juntas mis manos temblorosas en señal de súplica, con la voz balbuciente, le dije: “no me mate, no me mate, Señor, por Dios se lo pido; yo no le he hecho ningún mal; yo soy un pobre niño y si Ud. me come, mi mamá se morirá de pena”.

Nunca olvidaré la impresión de pesar que, en el rostro marcial del General Obando, hicieron mi actitud y mis súplicas. “Hijo mío, me dijo, muy emocionado, yo no soy un hombre malo como acaso se lo han dicho ni yo he hecho mal a nadie, ni lo haré nunca; por el contrario, siempre he hecho todo el bien que he podido hacer. Desde ayer que lo conocí, mi hijito, me fue Ud. muy simpático y, aprovechando un momento de descanso en la cacería mientras los perros levantan otro venado, he venido a buscarlo para acariciarlo, porque yo quiero mucho a los niños, y para hacerle un regalito. Mire, agregó, esa brida de su yegua está muy fea y dañada. Voy a cambiársela por una preciosa de cerda de diversos colores que trabajan los Indios del Andaquí… Luego, sacando de su bolsillo una cajita formada por cortezas de árbol, traigo, dijo, estos dulcecitos de panela y leche, que son exquisitos y fabrican los timbianos. Tómalos, añadió, cambiando de tratamiento, para que en tus labios hagan desaparecer las amarguras contra mí con que te ha amamantado la saña cruel de mis enemigos”.

José María Quijano Wallis. Memorias
autobiográficas, histórico-políticas
y de carácter social. Grottaferrata.
Tipografia Italo-Orientale,
1919. pgs 49-52.

La segunda es una enfermedad crónica en casi todo nuestro país, pero que en ninguna parte había presentado caracteres tan agudos como en el Tolima, y especialmente en Ambalema: la embriaguez. El aguardiente de caña es la bebida popular de nuestras poblaciones de tierra caliente, y el abuso de ella alcanza ya las proporciones de una cuestión social de primer orden; pero en ninguna parte ha presentado la intensidad que desplegó en aquella comarca, de 1850 a 1870, cuando la abolición del monopolio levantó el precio del tabaco en rama, de $0-90 a $5 o $6 la arroba, y cuadriplicó casi de un golpe la tasa de los jornales. Ya no se bebía el aguardiente de caña, sino coñac, ginebra y otros licores extranjeros, a precios altos: tampoco se le tomaba en dosis pequeñas de cinco centilitros a lo más, como de antaño, sino en vaso y aun en totuma. La perversión del vicio fue más lejos todavía: ya no se quería beber el licor puro y sin mezcla, sino una combinación extraña de licores y vinos: de aguardiente, brandy, vino tinto, de Málaga y de Oporto, con elnombre calumnioso de matrimonio, y después con el más expresivo y verídico de tumbaga. La noche del sábado presentaba en las calles de Ambalema el teatro de la más espantosa orgía. Por todas partes mesas de juego: en gran número de casas bailes de lechona, de esos que la tradición ha bautizado con el nombre expresivo de candil y garrote; en todas las esquinas, corrillos de tiple y bandola, rodeados de gran círculo de cosecheros y alisadoras, que celebran con grandes risotadas canciones obscenas. Recuerdo haber oído en uno de ellos a un mercachifle o buhonero, que por lo visto debía de ser casado y padre de familia, algo más cargado de alegría de lo necesario, cantar con voz ya agonizante de caña rajada, esta estrofa, fiel traducción del sentimiento dominante en la multitud:

¡Quién fuera libre y
soltero,
Señor de su voluntá,
Pa tunar toda la noche
Al uso é Jatativá

La fiesta duraba hasta el amanecer, para recomenzar el domingo, después de misa, hasta las cuatro o las cinco de la tarde, hora en que los cosecheros tomaban la vuelta de sus campos, provistos de un mercado semejante al que un antiguo jefe de la Independencia censuraba  por demasiado gasto en pan, al ordenanza, que le avisaba llevar para la campaña nueve pesos y medio de aguardiente y cinco reales en pan.

Toda la labor de varios meses de trabajo asiduo, era consumida en un día, y lo que es más lastimoso aún, a las veces en compañía de las mujeres y los hijos. No hubo una Caja de Ahorros que tratase de hacer siquiera menor el desastre, ni una autoridad que persiguiese los juegos y pusiese algún freno a la prostitución, ni un ministro del Evangelio que levantase la cruz e hiciese oír palabras de temperancia y dominio sobre las pasiones en medio de esa multitud desenfrenada! Nada quedó de esa prosperidad pasajera sino el dolor de haberla perdido. Era imposible que, dadas esas condiciones iniciales, se pudiese combatir contra un tropiezo en el camino industrial.

Salvador Camacho Roldán. Notas de viaje. Colombia y
Estados Unidos de América. Bogotá, Librería Colombiana
Camacho Roldán y Tamayo, 1890. pgs. 74-76.

Casi no había noche que unos gritos espantosos, mezclados con maldiciones y alaridos de dolor, no viniesen a aumentar el malestar general y a acabarnos de quitar el sueño. Esos gemidos los daban los pobres presos a quienes, por insignifi cante falta suya o por cualquier abuso de los capataces, ponían en el cepo.

Era este un suplicio tan bárbaro, que aun a los hombres más esforzados y valientes hacía gritar y llorar, como lo presenciamos muchas veces. Y no era para menos, porque consistía en dos maderos paralelos colocados horizontalmente sobre dos postes verticales, a cierta  altura del suelo. En esos maderos había agujeros para meter los pies del preso,que quedaba colgando con la cabeza contra los ladrillos. Al cuarto de hora de ese tormento, ya tenía llagas en las espinillas y la sangre agolpada en la cabeza, y sufría tanto que le era imposible contener los gritos …

Otro tormento verdaderamente salvaje que vi en el Panóptico, es la picota. Esta es un botalón o poste de hierro clavado en la mitad de un patio, a fl or de tierra. De la cabeza de  este poste salen tres gruesas cadenas de hierro, y una de éstas la remachaba un herrero sobre el tobillo del preso, que permanecía allí, según su falta o la crueldad de sus verdugos, un día o dos, o tres o más, con sus nonoches, a la intemperie, girando alrededor del poste con desesperación horrible y satisfaciendo en el mismo lugar sus necesidades corporales.

Calcúlese lo terrible que será pasar una noche entera, con el frío glacial del Panóptico, en la mitad del patio, sin cama, sin abrigo y quizá con hambre! Imagínese aguantar sobre el  desabrigado cuerpo un aguacero, y luego el viento y el sereno helado de las noches de verano, y al día siguiente, por horas enteras, un sol de fuego! …

El mico, tormento no tan terrible como el cepo y la picota, pero más humillante y ridículo, consistía en un gran trozo de madera, que por medio de una gruesa cadena de hierro ataban sobre el tobillo del paciente, quien se veía forzado a permanecer en un solo sitio o a cargar su mico por dondequiera que iba, pues no era fácil ni cómodo arrastrarlo. Los condenados a  sufrir el mico hacían una figura grotesca llevando en brazos, como a un niño
enfermo, a todas horas y por todas partes, su inseparable
y pesado compañero.

 
La guillotina era un corbatín de hierro, como de unos tres dedos de ancho, que aplicaban al cuello del preso, cerrándolo con un pequeño candado que se colocaba en dos argollitas de hierro pegadas al corbatín en la parte que quedaba en la nuca del paciente. De uno de los lados del corbatín pendía una cadena que remachaban al grillete del pie del preso, dejándola corta para que éste tuviese que andar ridículamente inclinado y en una posición al rato intolerable.

 
Los grillos y las cadenas eran, como vulgarmente dicen, pan y carne. Por el menor motivo, por cualquier delación, por causas ignoradas de los presos y solo sabidas de los capataces y polizontes, se veía de un momento a otro con grillos y cadenas al que un rato antes parecía ser el más inocente de los políticos. …

Un tormento terrible son los solitarios. Estos son cuatro calabozos oscurísimos, como de tres metros por lado, situados en el centro de la cruz que forma el edificio, en la mitad del Panóptico; donde continuamente se oye el estridente crujido de las cadenas y verjas de los Rastrillos, el inaguantable alboroto que en las puertas de éstos forma la multitud de presos agolpados siempre allí, y las voces de los centinelas”.

Adolfo León Gómez. Secretos del
Panóptico. Imprenta de M. Rivas &
C.a. Bogotá, 1905. Pgs. 76-82

NO HACÍA media hora que estábamos a bordo del “Persia”; aún no se habían levantado las anclas ni tapado las válvulas, y ya se me había hecho sentir que no habitaba el continente de las repúblicas. Todos los pasajeros eran europeos, habaneros o mejicanos, y se hablaba mucho de la Reina Victoria, de la Reina, del Emperador, y hasta ¡quién lo creyera! del aventurero de Maximiliano! oh! Allí todo olía a cetro, a trono, a púrpura… qué se yo! Los españoles no acompañan nunca el nombre bautismal de su príncipe con el título real. Es por lo que no dicen: la reina Isabel, el príncipe de Asturias, sino simplemente la Reina, el Príncipe, como si no hubiera más. Tal vez provenga esto de un orgullo semejante al que hace firmar a su majestad peninsular con estas palabras: yo el rey, como si fuera el único rey en el orbe. El primero que me dirigió la palabra fue un mejicano, el cual, al hablar de los sucesos de su país, me dijo:

–¿Y cómo han recibido los americanos de por allá (la América del Sur) el gran paso del Emperador Napoleón, con el cual ha establecido la monarquía en Méjico?
–Muy mal, señor; por allá, como usted dice,
no gustamos de esos embelecos.
–Qué disparate! Cuando es el momento de que cunda el ejemplo, y de que ustedes se resuelvan a ser felices.
Yo me reí.
–Oh! Pero usted se ríe.
–Ciertamente, me río, aunque no debiera hacerlo, pues no estoy de muy buen humor que digamos.
–Qué le disgusta a usted?
–Es que el aire político europeo no me sienta bien.
–¿No está usted por el príncipe Maximiliano?
–Yo no estoy por ningún príncipe en el mundo; y en cuanto a Maximiliano, mucho deseo que complemente la historia de Iturbide, figurando en la dinastía de los ajusticiados.

–Qué disparate! Usted verá todo lo que va a haber.
–Pudiera usted hacerme el favor de cambiar de conversación.
–Qué disparate! Sabe usted que Juárez es un indio?
–Toma! Bien que lo sé: se llama indios a los hijos de América, porque al principio del descubrimiento del Nuevo Mundo no se supo qué se había descubierto, y se creyó que eran las Indias Occidentales. Juárez es pues indio como Luis Napoleón es francés, y turco el Gran Sultán.
–Oh! Qué disparate! No lo digo yo en ese sentido.
–En qué sentido lo dice usted? … no hay otro.
–Pues… quiero decir que Juárez es un hombre del pueblo.
–¿Y de dónde quiere usted que salgan los hombres en las repúblicas?
–Ah!
–De dónde? De debajo del trono?
–No; pero si fuera al menos…
–Qué? Hijo de rey? ¿No ve usted, señor, que
entonces no lo admitirían de gobernante por allá como usted dice?
–¿Y por qué no lo habían de admitir? Qué disparate!
–Por la misma razón que en Europa no admitirían de gobernante al hijo de uno de los presidentes de América: por el solo hecho de serlo.

Igual oscuridad reina respecto de nosotros en el común de las gentes. Nadie sabe cuál es el rincón del mundo que nos ha tocado habitar, ni cómo vivimos. Donde leen América del Sur por casualidad,traducen, algo libremente, salvajes”.

Felipe Pérez. Episodios de un viaje. Imprenta de Colunje
y Vallarino. Bogotá, 1881. pgs 172-176.

Particular importancia adquiría en este contexto el desconocimiento de la lengua aborigen como se desprende de la relación con la que el 6 de diciembre de 1599 en Santafé, el  Arzobispo se dirige al Rey, contándole acerca de “lo mal que se administraban las doctrinas de Indias que estaban a cargo de los frailes porno saber la lengua”, hecho que se agravaba por la negligencia en los mandos medios que no sabían administrar y distribuir de manera racional los recursos humanos con que se contaba. Por ejemplo, los religiosos que hablaban las lenguas indígenas con fluidez estaban en los conventos, en lugar de realizar labores de  adoctrinamiento en el campo, lo que era inaudito.

En general, los religiosos no hablaban tales lenguas para adoctrinar y confesar a los indios lo que ocasionaba que la confesión se realizara a través de intérpretes atentando no sólo contra
los cánones sino propiciando además el temor a tal ritual sagrado, pues “muchos se dejan de confesar porque temen que el indio intérprete ha de descubrir sus pecados, como lo hacen en sus borracheras y cuando se le antoja”. La situación se prestaba además a burlas de todo tipo relacionadas con el desconocimiento de la lengua por los religiosos, magistralmente  relatadas por el arzobispo quien cuenta: “y acontece que por no entender la lengua, el religioso llamado para que confi ese al indio que se muere, envía a otro para que le confiese, el cual le dice los pecados que le confesó y desde su casa le absuelve, y causa gran escándalo este modo de confesar, y da ocasión de risa y donaire, que se diga que el indio intérprete que va a confesar al enfermo, trae al padre los pecados en el sombrero”.

Tomado del Archivo General de Indias. Est. 73. Caja 2.
Legajo 20. Audiencia de Santa Fe. Legajo 226, Sección
5a. Colección P. Pastells. Tomo I. Virreinato de Santa Fé
(1549-1619), según la codifi cación realizada por Guillermo
Hernández De Alba, Documentos para la Historia de
la Educación en Colombia, Tomo II (1540-1653), Santafé
de Bogotá, Patronato Colombiano de Artes y Ciencias,
1969.