Septiembre de 2016
Por :
Darío Jaramillo Agudelo

LA CORRIDA: FERNANDO BOTERO

A principios de 1999, el Museo Nacional de Colombia presentó una pequeña exposición con obras de Fernando Botero pertenecientes a la colección del propio museo. Allí podía apreciarse la historia de la formación del estilo y del lenguaje de un pintor que desde muy joven mostró talento excepcional y una vocación irrevocable y persistente por el oficio del arte; como una esponja, Botero asimiló técnicas, visiones, idiomas que le interesaban desde un viaje iniciático que, todavía adolescente, realiza a Coveñas, luego, España, Italia --y su devota persecución de los maestros de quatrocentto, México y Nueva York: una rigurosa formación académica por fuera de la rígida escuela formal, una búsqueda dirigida por el instinto y por la lúcida intuición de aquellos aspectos del arte --su historia, sus técnicas-- que a él le interesaba asimilar.

Muy joven obtuvo reconocimiento, distinciones y el favor de la crítica: un talento tan avasallante, una vocación tan disciplinada, tan persistente, tan llena de amor al oficio, no son difíciles de reconocer. Aún más, ese prestigio, por lo demás merecido, estaba establecido desde antes de que el propio Botero hallara su lenguaje más personal, a fines de los años cincuenta, con su primera exposición en Nueva York y luego a lo largo del decenio de los sesenta, cuando un Botero casi indiferente a ese éxito temprano --que para otros efectos le servía de plataforma-- mantiene una búsqueda persistente de su universo personal. Y lo hace pintando excelentes cuadros donde la emoción es más explícita a través de una pincelada impulsiva que busca la textura, cierto volumen, cierta estudiada, inteligente, vibrante y explícita emocionalidad. Así los homenajes a grandes pintores, sus niños de Vallecas y Monalisas.

Pero lo que seguirá es lo mejor, acaso porque la emoción se vuelve más implícita. Fiel a esa atinada intuición que lo ha guiado siempre, Botero se completará a sí mismo --como estilo, como voluntad creativa-- a través de un proceso de despojos y hallazgos. El cuadro adquiere una bidimensionalidad mucho más literal con el olvido de elementos matéricos y de texturas y, lo mejor, dedicado a resolver problemas estrictamente formales --de composición y color, de perspectivas y contrastes--, al modo de un pintor clásico y con el rigor que aportaron los artistas abstractos del siglo XX, Botero nunca renuncia a la pintura figurativa y jamás se sale del terreno propio del pintor que resuelve problemas de pintura. Y aún así, de añadido magistral, lo que resulta --cuadros concebidos en el terreno de las formas-- es un contenido de inesperada riqueza literaria.

Integra, sacerdotalmente dedicado al arte hasta el punto de sentirse incómodo con él mismo cuando pasan varios días sin que pueda pintar, después de los setentas el estilo de Botero se ha ido depurando gradualmente sin dejar de tener cambios sutiles y cada vez más personales. La corrida, la serie que realizó más sistemáticamente entre 1984 y 1989, puede considerarse un momento culminante por las unidades de estilo y de temas que denota.

De esta obra, abundante en cantidad y temas, de estilo inconfundible y de calidad de ejecución cada vez mejor, acaso el gusto de cada uno sea el único gesto diferenciador: en ese caso, mi escogencia, personal y arbitraria, es por los cuadros de grupos realizados en los últimos años: La casa de Amanda (1988), La guerrilla (1988), Los jugadores (1991), Orquesta (1991), La calle (una de 1988 y otra de 1995), Esmeralderos (1996), Familia (1996), Club de jardinería (1997). También dentro de la serie La corrida mis preferidos son los de grupos donde le semicírculo de la plaza recoge la composición --y expande el espacio hacia el fondo--, a veces en un sentido, hacia arriba, como en Patio de caballos (1988), otras veces hacia abajo como La plaza (1985) y en ocasiones en ambos sentidos como en El paseo (1985). Y hay otros lejos de la plaza como El zurdo y su cuadrilla (1987) y la espléndida Cuadrilla de los enanos toreros (1988). En ellos la variedad de los personajes, que para el espectador superficial tiene el atractivo inmediato de lo literario, se presta para apreciar su maestría de pintor que resuelve sabiamente los asuntos del cuadro mismo. Cuadros de museo, memoria colectiva, lección de buena pintura, lección, también, de un estilo propio, es decir una visión personal del mundo vertida al cuadro en un lenguaje nuevo.