Credencial Historia
Octubre de 2012
Por :
Luis Carlos Mantilla R. O.F.M

Infortunios de los virreyes de Nueva Granada

Convenía en estos pueblos rodear a los mandatarios del mayor esplendor en sus actos públicos para sostener la autoridad del monarca.

El virreinato de la Nueva Granada fue creado en 1717 pero suprimido en 1723 y vuelto a fundar en 1739. Durante esos 93 años vinieron 14 virreyes, que para los contemporáneos pareció un número excesivo, como lo consignó José Celestino Mutis, uno de los personajes más sobresalientes de la época, en esta frase en la que le comentaba a su amigo Juan José d´Heluyar la entrada del nuevo virrey don José de Ezpeleta: “…Lo que importa es trabajar con empeño pues al paso que lluevan virreyes, no sería mucho conocer otros cuatro en dos años” (Archivo Epistolar, tomo I, p.494). Los nombres de esos virreyes quedaron grabados para la posteridad en el siguiente verso nemotécnico de autor anónimo:

“Eslava,
Pizarro, Solís, de la Cerda;
Guirior a quien Flórez muy bien reemplazó;
Después Torrenzar cual ráfaga ardiente
Tan solo un instante en Granada brilló.
Y Góngora ilustre, don Gil y Ezpeleta,
después Mendinueta,
Amar y Borbón”.

En el verso no quedó registrado el nombre de Sámano, el último de los virreyes, porque según pensamos, el autor del verso murió antes de 1816, cuando aquél fue nombrado para reconquistar el virreinato, o porque no quiso mencionar a quien instauró el “Régimen del Terror” , con el que pretendía sofocar la revolución de la Independencia.

De todos modos es un hecho que de esos nombres tan solo han quedado flotando en el imaginario popular los de Solís y Caballero y Góngora. El del primero envuelto en la leyenda por sus presuntos amoríos con “la Marichuela”, y el del segundo por su doble condición de mandatario religioso y civil, por lo que se le conoce como “el Arzobispo-Virrey”, pero también por haber sido el gestor de la Expedición Botánica.
Don Antonio de la Pedrosa, nombrado para preparar la instauración del régimen del virreinato en la Nueva Granada , y que gobernó como tal aunque sin el título, en la consulta reservada que se le hizo acerca de si convenía que se nombrara un virrey o que se mantuviera un presidente, afirmó categóricamente que no era ni útil ni necesario el empleo de virrey, apoyándose en la suma pobreza de los habitantes que no podían sostener los lujos de un virrey, que con su compañía de guardia costaba alrededor de 50.000 pesos al año, en tanto que el sueldo de los gobernadores apenas alcanzaba a los 8.000. Por esta y otras muchas causas su opinión fue: “que se extinga y suprima dicho virreinato y que se rija aquel reino por Presidente, Gobernador y Capitán General como antes” (Ernesto Restrepo Tirado: Gobernantes del Nuevo Reino de Granada).

El primer Virrey: acusado de contrabandista

A pesar de la terminante opinión de don Antonio de la Pedrosa, en 1718 fue designado Don Jorge de Villalonga, Conde de la Cueva, como su sucesor, quien se encontraba en Lima sirviendo el cargo de Cabo principal de Armas del virreinato del Perú. Se embarcó en el Callao el 2 de mayo de 1719 con “su familia”, término que abarcaba a todos sus funcionarios y que se componía de 40 personas: un secretario con dos oficiales, un asesor, un caballerizo mayor y su segundo, un capellán, dos gentiles hombres, ocho pajes, dos ayudantes de cámara, un médico, dos reposteros, un despensero, dos cocineros, criados para las caballerizas, cocheros, lacayos, galopines y criadas, a quienes hubo de vestir con costosas libreas, pues según él mismo escribió al rey: “toda la cual familia de escalera arriba fue y es gente lúcida española y de nobles obligaciones”. En Guayaquil se detuvo un mes y dos días con su costosa comitiva, pues decidido como estaba a continuar el viaje por tierra, los fuertes aguaceros y los caminos intransitables frenaron sus deseos.

Su propensión al lujo y a la ostentación se echaron de ver apenas salió del puerto de Callao. Después no le bastó el recibimiento que le hizo don Antonio de la Pedrosa para entregarle el bastón de mando, ni los honores de los altos tribunales que recibió en Fontibón donde se detuvo dos días, ni el haberse posesionado de sus empleos ante la Audiencia de Santafé, sino que se empeñó en hacer su entrada triunfal en Bogotá después de su posesión, con el mismo esplendor con el que se recibía a los virreyes del Perú a su entrada en Lima. A pesar de la oposición de la Pedrosa a que usara de ese ritual, Villalonga hizo su entrada bajo palio, llevando el pendón con las armas reales, lo que fue motivo de disgusto y “honda enemistad” entre los dos personajes, y conflicto en la corte, donde se improbó el capricho de Villalonga. Pero su viaje a Cartagena fue aun más sonado y otro motivo de duras críticas y habladurías muy fundadas, pues aunque iba urgido por el mismo Consejo de Indias para la defensa de ese puerto y para que pusiera coto a los malos manejos de la real hacienda relacionados con el contrabando, llevó para que le asistieran y sirvieran en el viaje “con toda la decencia que el empleo requería”, un séquito de más de cincuenta personas: “hubo menester de 100 mulas para su persona y carruaje y solo para la plata de su uso y decencia ocupó seis mulas”. Antes de ponerse en marcha Villalonga envió instrucciones al gobernador de Cartagena sobre la forma solemne como debería ser recibido, ceremonial que se cumplió a la letra pues fue recibido bajo palio en la catedral, se le decretaron tres días de luminarias, tres de comidas y cenas, y tres noches de comedias y corridas de toros. Semejante despilfarro y los desmedidos honores que se hacía prodigar por las autoridades locales, provocaron informes al Consejo de Indias que le llamó seriamente la atención para que rindiese cuenta de tales procedimientos. Villalonga contestó que “convenía en estos pueblos rodear a los mandatarios del mayor esplendor en sus actos públicos para sostener la autoridad del monarca”. Regresó a Santafé de su pomposo viaje después de seis meses, con resultados muy pobres, pero con la sospecha de que de allá había traído, disimulados entre las 300 cargas de ropa de sus pertenencias y las de sus criados, géneros de contrabando, por el mayor número de canoas que ocupó en la subida del Magdalena. Por el tren burocrático de que quiso rodearse, por el “muy poco fruto” y “ningún remedio” a las necesidades del Nuevo Reino de Granada, y por las acusaciones serias que se le formularon ante la Corte, que lo pintaron como magistrado inescrupuloso, el virreinato fue suprimido con cédula real de noviembre de 1723. Villalonga se quedó todavía dos años largos en Santafé, como simple particular, en espera del Juicio de Residencia, pero cansado de esperar se vio precisado a presentar la fianza para responder de su manejo y emprendió viaje a España en 1725 sin que se le hubiera rendido a su salida de la capital los homenajes que él mismo pidió que se le prodigaran a su entrada y en su rumboso viaje a Cartagena.

El Virrey Fraile

Don José Solís Folch de Cardona, cuyas obras permiten considerarlo como uno de los virreyes más progresistas que tuvo el Nuevo Reino de Granada en los ocho años de su mandato (1753-1761) sin embargo no pasó a la historia como el impulsor de grandes obras públicas, sino como el protagonista de escandalosos amoríos. Habiendo hecho entrega del bastón de mando a su sucesor Messía de la Cerda el 25 de febrero de 1761, el 28 en la noche ingresó al convento de San Francisco de Bogotá como religioso lego y pocos días después desde su celda ratificaba su rectitud de intención al autorizar a sus apoderados para que “puedan pasar a la venta de todos mis bienes, procurando particularmente en la plata y alhajas de mejor calidad con la mayor estimación que sea posible, haciéndose cargo de que éste es ya un caudal de los pobres…Fray José de Jesús María” (D.Samper Ortega, Don José Solís, p.279). Y aunque puede ser que sus aventuras amorosas no hubiesen sido ni graves ni prolongadas, algo debió ser cierto cuando el secretario del Consejo de Indias comunicó al sucesor de Solís que “…Hallándose el Rey enterado de los antecedentes ocurridos en esa capital a los principios del gobierno de su antecesor de vuestra excelencia con María Lugarda Ospina, y que bien reparados en el voluntario retiro de ésta a un convento, y la posterior ejemplar determinación del virrey, ha salido después de esta la referida María Lugarda del convento en que estaba, renovando con su presencia a ese público la memoria de lo pasado, no permita vuestra excelencia a esta mujer que resida en esa capital, a menos de no ser en la reclusión de un convento, pues si no abraza este partido, quiere su majestad la destierre vuestra excelencia a la distancia que le parezca suficiente” (Archivo General de la Nación: Milicias y Marina 147, fol.277r). Pero sea lo que fuere de aquellos desvaríos, el hecho es que Solís vivió el resto de su vida como ejemplar religioso, habiendo recibido el sacerdocio y cantado su primera misa el 19 de marzo de 1769, viniendo a morir con reputación del santo un año después mientras servía el oficio de superior del convento de San Francisco de Bogotá.

La noche desvelada de un Virrey

Al Virrey Messía de la Cerda le causó tal conmoción la noticia del ingreso de su predecesor al convento, que no pudo dormir después que leyó la nota escueta en la que Solís le comunicaba su decisión: “Este no previsto acaecimiento me causó tal sobresalto que hube algún espacio para recobrarme de la consternación que me infirió, y aunque lo primero que se me ocurrió fue pasar a verle con el fin de persuadirlo a que suspendiese la continuación de lo que ya tenía ejecutado, no lo puse en práctica, ni otros pensamientos que medité, considerando que si se negaba a ello, quedaría desairada la representación de mi empleo…”, escribió Messía al Rey. Pero cuando el Rey dio su autorización para que Solís pudiera profesar los votos religiosos, al año siguiente, el propio Messía actuó como su padrino en la ceremonia. Y años más tarde le correspondió comunicarle al rey la noticia de la piadosa muerte de su predecesor: “El 27 del próximo pasado mes de abril fue Dios servido llevar para sí al reverendísimo padre Fray Joseph de Solís, mi antecesor en este virreinato, después de un tabardillo que sufrió 11 días y a tiempo que estaba siendo Guardián de este convento Máximo” (D.Samper Ortega: Don José Solís, p.283).

Virrey por cuatro días

Don Juan de Torrezar Díaz Pimienta, de quien el citado verso de los virreyes dice que “tan solo un instante en Granada brilló”, se hallaba sirviendo como Brigadier de los reales ejércitos en Cartagena, donde había desempeñado el oficio de gobernador por ocho años con general beneplácito., cuando le cayó de sorpresa el nombramiento de Virrey por renuncia de don Manuel Antonio Flórez quien se hallaba en esa ciudad. Posesionado allí mismo del cargo, se embarcó sin el boato con que lo hiciera el primer virrey don Jorge de Villalonga cuando visitó Cartagena en 1721, pues utilizando un solo champán en él venía con su consorte la cartagenera doña María Ignacia de Salas, su hijo de dos años y una corta comitiva. Antes de su partida fueron objeto de diversos homenajes y luminarias, expresión del cariño que se había ganado como gobernador de esa plaza. Treinta días gastaron en llegar al puerto de Honda, tras múltiples paradas en donde recibieron toda clase de comidas y homenajes, pero cuando ya llevaban más de la mitad del viaje, sufrieron una de las mayores desventuras en la playa de Quiebra Cinta, donde la virreina que venía en estado de gravidez, sin ayuda de nadie dio a luz un niño que nació muerto. Superando toda clase de sufrimientos, continuaron la navegación llegando dos días después al puerto de Honda donde lo esperaban el arzobispo don Antonio Caballero y Góngora, funcionarios y militares para escoltarlo. Nueve días permanecieron en Honda, esperando que se repusiera la virreina, después de los cuales continuaron la subida hacia la capital: la virreina iba en silla de manos, lo mismo que su hijo de dos años, para cuya conducción se proporcionaron más de 100 cargueros que se iban turnando. A la entrada a Facatativá se les hizo una gran recepción, pero a partir de ese momento, el virrey comenzó a sentirse mal y por la noche no sosegó un instante: “pensó morirse según la opresión y fatiga que tuvo”. Aligeraron el viaje pasando de largo por Fontibón, donde se le esperaba para la ceremonia de entrada a la capital, a donde finalmente llegó el virrey tan desfigurado que llamado el médico don José Celestino Mutis mandó que le administraran la extremaunción. La noche la pasó fatigosa, pero amaneció con algún alivio; a las diez de la mañana mandó llamar a su esposa, dictó sus disposiciones acerca de cómo debía ser sepultado, ni por un momento perdió el conocimiento orando y auxiliándose él mismo, pero el once de junio entregó su alma a Dios. Su viuda y su hijo regresaron a Cartagena y de allí emprendieron viaje a España, pero a su paso por la Habana el niño murió, víctima de la epidemia de viruelas allí reinante. Cuando a este puerto le llegó la merced de Su Majestad concediendo a la viuda la mitad del salario que ganaba su esposo, ya ésta también había muerto (Ernesto Restrepo Tirado: Gobernantes del Nuevo Reino de Granada, p.105).

Un virrey en casa arrendada

Por haberse incendiado el Palacio de los Virreyes en 1786, en tiempos del Arzobispo-Virrey y en su ausencia de la capital, don Francisco Gil y Lemos que fue nombrado como su sucesor, no tuvo casa propia a dónde llegar, pues aunque el rey mandó a la Audiencia que desocupara la casa y aposentos en donde habían estado sus oficinas y dependencias, no habiendo sido esto posible por alguna razón, los funcionarios de la misma Audiencia dispusieron: “que se elegía la casa que tiene en esta capital la familia de don Francisco Santamaría para palacio y habitación de dicho señor don Francisco Gil de Lemos por ser de la mayor comodidad y situada en la plaza mayor y hallarse más inmediata a la real Audiencia y catedral” (Archivo General de la Nación: Virreyes 11, caja 2, carpeta 1, fol.541r a 558r). Pero gracias a que el Virrey Gil y Lemos aun antes de haber llegado a la capital, y cuando se dirigía hacia ésta supo de su nombramiento como Virrey del Perú, no tuvo que vivir de arriendo sino por 15 días que fue el tiempo en que demoró su sucesor en llegar a la capital para recibirle el mando.