Ferrería de La Pradera. Témpera del "Album de Recuerdos" de José Eusebio Posada, 1886. Colección Casa de la Cultura, Ocaña.
Octubre de 2016
Por :
Alberto Mayor Mora

EL NACIMIENTO DE LA INDUSTRIA COLOMBIANA

Un parto de hierro, hidráulica y trabajo femenino e infantil 

La industria colombiana --es decir, en sentido técnico, el proceso mecanizado de transformación de materias primas que rebasa las meras necesidades domésticas y está destinado a un gran mercado-- tuvo varios nacimientos y varias muertes antes de su consolidación decisiva.

Así, concentradas en Bogotá, emergieron entre las décadas de 1830 y 1850 fabriquitas de loza, ácido sulfúrico y tejidos de algodón, que aprovecharon la fuerte pendiente de los cerros para mover tornos y telares mediante la energía hidráulicas de ruedas de paleta. Este primitivo esfuerzo murió casi en la cuna, al no poder superar las trabas naturales de su dependencia de la abundancia o escasez de aguas, unido a la competencia desigual con los productos extranjeros de superior calidad.

Mestizos trabajando en la herrería. Album del Obispo Martínez Compañón, ca. 1791

 

Un segundo parto, de mejores auspicios, fue el de la producción de hierro, cuyo origen se confunde con las gestas de independencia en la búsqueda de minerales de plomo y hierro para fabricar municiones y cañones con los cuales enfrentar la reconquista española. Empezó a surgir, entonces, el sector de las ferrerías, es decir, las pequeñas fábricas de hierro con altos hornos, martinetes, refinación y fundición de hierro primero en la población de Pacho en 1827, donde la instalación, de este capital fijo inicial exigió la asociación de embrionarios capitales que provinieron de las minas de sal, esmeraldas, oro y plata, y del comercio. Pronto el negocio se consolidó, atrajo capital extranjero, y fue objeto de varios golpes de mano para apoderarse de él, como el de la crisis financiera de Bogotá de 1842.

Promisorio, el pequeño sector de hierro se diversificó regionalmente con la ferrería de Samacá en 1856, la de La Pradera en 1860 y la de Amagá en 1865, donde "iron-masters" ingleses traídos a Pacho o ingenieros franceses aportaron su pericia. El mercado del hierro nacional pareció consolidarse, aunque la dependencia de la energía hidráulica determinó que los altos hornos permanecieran apagados a veces hasta seis meses. El vapor sólo llegó en la década de 1880 a Samacá y La Pradera, quizá un poco tarde, porque la vinculación estratégica entre este sector siderúrgico y su principal cliente, los ferrocarriles, nunca se dio. Los primeros rieles nacionales, objeto de inusitado entusiasmo patriótico, se fabricaron, ciertamente en La Pradera en 1884. Sin embargo, como los yacimientos de hierro nunca fueron objeto de una prospección geológica estricta para determinar su calidad y su cantidad, el hierro producido resultó a la postre rechazado por el gran consumidor, que exigía acero para rieles y equipos en vez del quebradizo hierro. Las ferrerías se fueron cerrando y sucedió que los altos hornos tuvieron una vida útil más larga que los yacimientos, cuando lo lógico hubiera sido lo contrario (ver Credencial Historia Nº 43, julio 1993, pp. 8 a 13).

Si el país no alcanzó la revolucionaria asociación entre carbón, hierro y ferrocarriles, acumuló en cambio experiencias. La figura del capitán de industria --o sea, aquel que era capaz de trabajar a base de capital fijo con el indispensable cálculo de capital mediante la contabilidad-- se consolidó, apoyada en el café, en minas de oro y plata y en la experiencia interna y externa de los ferrocarriles; éstos a su vez fueron creando la infraestructura necesaria para un gran mercado interior, de que carecieron las ferrerías; por último, las máquinas empezaron a ser movidas ya no por primitivas ruedas hidráulicas ni por incómodas máquinas de vapor, sino por versátiles motores y dinamos eléctricos. En condiciones de establecer un cálculo racional de sus costos surgieron, así, experiencias industriales aisladas como Bavaria, primero en Santander y luego en Bogotá; fábricas de tejidos y astilleros navales en la Costa Atlántica y fabriquillas de productos de primera necesidad en Medellín, Cali y Bucaramanga.

El quinquenio del presidente Rafael Reyes protegió decididamente este esfuerzo interno, pero fue la década de 1920 la decisiva. Como en Europa, el primer grito del capitalismo industrial fue la generalización del trabajo femenino e infantil, concentrándose un efectivo importante de obreras en Medellín, en empresas como Coltejer, Textiles de Bello y Frabicato, que empezaron a especializar y a disciplinar su mano de obra, con la ayuda de la Iglesia católica. Esta disciplina dentro y fuera del trabajo tampoco faltó en Bogotá, donde los obreros fueron obligados a mantener sus ahorros en cajas y sociedades mutuarias.

Sala de costura de Pepalfa en Medellín. Fotografía de Gabriel Carvajal, ca. 1940. Museo de Arte Moderno, Bogotá.

 

Condiciones inexcusables para este nacimiento fueron la consolidación del Estado con administración fija, funcionarios especializados y derechos políticos, de una parte, y juristas y abogados que interpretaron y emplearon racionalmente el derecho para los contratos, de otra. Numerosos abusos y litigios se presentaron en la transición del trabajador agrícola a la ciudad, haciendo necesarios los inspectores de trabajo que visitaban las empresas, constataban las normas de seguridad y presentaban informes escritos que eran analizados por los abogados. No por casualidad, un embrión de código del trabajo surge en esa misma década.

Asegurados una disciplina del trabajo, un Estado y un derecho racionales, y una organización empresaria del trabajo, otro hecho definitivo para el nacimiento de la industria colombiana fue el rompimiento de las trabas naturales que impedían el movimiento continuo de máquinas y equipos y una oferta permanente. No fue coincidencia que los mismo empresarios que fundaron las primeras fábricas se unieran para crear las primitivas empresas de energía eléctrica, tal como aconteció en Bogotá y Medellín, donde los fundadores de Cementos Samper o Coltejer crearon empresas para autoabastecerse de electricidad y vender sus sobrantes. Pero fue en el occidente colombiano, en Antioquia, donde se echaron las raíces del sector hidroeléctrico, con grandes centrales y amplios sistemas de conducción, del cual depende aún en gran medida todo el territorio nacional.

A esta última experiencia está asociada la condición final del surgimiento de la industria: su organización y funcionamiento ya no dependen de lazos estamentales, sino del concepto profesional. El ingeniero emerge en la industria colombiana con una autoridad indiscutida, basada más en la técnica que en la ciencia. La creación de una empresa industrial ya no es fruto de la especulación o de la aventura, sino de un estudio previo de yacimientos y materias primas, del mercado y de la técnica. Así se planearon las empresas del sector de cementos en el centro del país y en Antioquia, con fábricas como Cementos Samper, Diamante y Argos. Yacimientos calcáreos, carboníferos, ferrosos e incluso petroleros fueron objeto de misiones de geólogos alemanes y norteamericanos.

Mano de obra disciplinada, técnica, racional, mercado interior asegurado por la red ferroviaria y carretera, derecho laboral primitivo, Estado proteccionista y organización empresaria del trabajo: todos estos elementos se combinaron únicamente en la década de 1920. De este período data la fundación y la consolidación de esfuerzos nacionales que aun sobreviven: Fabricato, Coltejer, Bavaria, Cementos Diamante, ingenios Providencia y Riopaila, Cervecería la Libertad (después Cervecería Unión), y de proyectos del capital internacional, como la Tropical Oil Company. La mano de obra fabril, por último, empezó a conformarse cada vez menos con la promesa de la bienaventuranza eterna, creó sus primeros sindicatos e inició huelgas, como la de las obreras de la fábrica textil de Bello, en 1920. Las relaciones obrero-patronales fueron entrando, así, en el terreno del cálculo y de la previsión.