Antigua portada del Cementerio Central de Bogotá en 1876. Óleo de Luis Núñez Borda, ca. 1938.
Octubre de 2016
Por :
Alberto Escovar

EL CEMENTERIO CENTRAL DE BOGOTÁ Y LOS PRIMEROS CEMENTERIOS CATÓLICOS

Y los primeros cementerios católicos 

A las diez de la mañana del viernes 1 de abril de 1892 fueron exhumados por tercera vez los restos mortales de Francisco de Paula Santander, en una historia que parece encarnar los temores de sus contemporáneos sobre el destino que deberían tener los cuerpos de los difuntos en este mundo. Santander, a su muerte, fue enterrado en el Cementerio Público de Bogotá, como se le conocía entonces, el 6 de mayo de 1840, para luego ser exhumado por su esposa Sixta Pontón, diez años más tarde y llevado a su casa, ubicada en el costado norte de la antigua plaza de San Francisco. Allí permaneció hasta 1866; en ese año fue trasladado al mausoleo de su hermana Josefa Santander de Briceño, en el cementerio central, y con motivo de la celebración del primer centenario de su natalicio, fue llevado al lugar que hoy ocupa.

Si bien el General Santander en vida había trabajado por prohibir los entierros en lugares ajenos a los cementerios, y su entierro fue considerado un ejemplo de esta decisión, queda claro que evitar que los deudos católicos se abstuvieran de enterrar a sus seres queridos bajo la sombra protectora de las iglesias no fue tarea fácil. A pesar de que desde 1555, fray Juan de los Barrios, arzobispo de Santafé, bendijo el primer cementerio de la ciudad que estaba añadido a la puerta de la Catedral, como usualmente sucedía en los terrenos anexos a las iglesias parroquiales, los habitantes de esta ciudad siguieron enterrando a sus muertos en el interior de criptas ubicadas en templos, capillas y conventos, sin tener en cuenta mayores consideraciones de higiene.

Diseño neoclásico para el nuevo cementerio de Bucaramanga. Plumilla de autor no identificado, 1800. Archivo General de la Nación.

 

Esa costumbre tan arraigada de no utilizar los campos santos para enterrar a las personas, se trató de abolir varias veces por parte de la Corona española desde finales del siglo XVIII. Las disposiciones de Carlos III para construir cementerios ubicados en las afueras de las poblaciones (real orden de 24 de marzo de 1781 y real cédula de 3 de abril de 1787) o prohibiendo los enterramientos en el interior de los templos (real cédula de 8 de abril de 1787), no surtieron efecto inmediato, ni siquiera en Madrid. En esa ciudad, una Orden Circular de 1804 reiteró la construcción de cementerios, pero hubo que esperar hasta 1809 con la inauguración del Cementerio General del Norte, para que surtiera finalmente efecto.

En América, en algunas de sus ciudades principales, el acatamiento de las directrices reales tuvo un destino diverso. Relativamente temprano en los casos de La Habana, caso del Cementerio de Espada, que se construyó entre 1805 y 1806, y de Lima, cuyo cementerio, pese a las protestas del vecindario, se inauguró el 31 de mayo de 1808. Por el contrario, en Caracas, la construcción del Cementerio del Empedrado sólo se inició hasta 1816 y en Montevideo el cementerio nuevo o Central, sólo se abrió al servicio en 1835.

En la Nueva Granada, en el Archivo General de la Nación, reposan documentos y planos que dan cuenta de proyectos, que no necesariamente se concretaron en esas fechas, para la construcción de varios cementerios en las afueras de Mompox (1793), Barranca del Rey (1794), Cartagena (1798), Novita, Popayán, Girón, Piedecuesta y Bucaramanga (1800), Socorro (1809) y Coello (1810), entre otros.

En Bogotá, las instrucciones reales fueron acatadas por el virrey José de Ezpeleta, quien mandó a construir, por decreto del 11 de abril de 1791, un cementerio para esta ciudad y encomendó para esta tarea al comandante de artillería Domingo Esquiaqui (¿1737?-1820), quien había llegado a Bogotá procedente de Cartagena para hacerse cargo de los trabajos de reconstrucción de la ciudad a raíz del terremoto de 1785 y con la excusa del diseño del cementerio aprovechó para dibujar el primer plano que se conoce de la ciudad. El sitio escogido estaba situado al occidente de la ciudad, sobre el costado sur del camino que conducía a Fontibón, a la altura de la actual estación de La Sabana, como se puede observar en las copias que se conservan del mismo.

Debido a la imposibilidad de seguir realizando enterramientos en el Hospital de San Juan de Dios, éste terreno fue adecuado con rapidez y e inaugurado en noviembre de 1793 por el arzobispo Baltasar Jaime Martínez Compañón. Este cementerio fue conocido como "La Pepita", y no duraría por muchos años. Al tener una connotación popular, las personas de mayor solvencia económica se negaron a ser enterradas en él y por este motivo, el señor Buenaventura Ahumada, quien en 1822 se desempeñaba como alcalde ordinario de segunda nominación de la ciudad, le solicitó al Cabildo que designara un nuevo terreno para la construcción de otro cementerio. Ahumada sería la primera persona enterrada en el cementerio Central.

Cementerio de Mompox. Fotografía de Alberto Saldarriaga, 1987.

 

Una experiencia semejante se vivió en la ciudad de Medellín. El primer cementerio que funcionó desde 1808 en el barrio de San Benito, fue luego trasladado al cerro de la Asomadera en las afueras de la población, cerca al camellón de Guanteros, y fue denominado de San Lorenzo. Bendecido en 1828 y concebido para sepultar pobladores de cualquier condición social, nunca pudo evitar que su apariencia física y sus usuarios se relacionaran con las clases populares. La lentitud en el desarrollo del cementerio de San Lorenzo y sus constantes problemas de mantenimiento terminaron por incidir en la creación de un cementerio privado, el de San Vicente de Paúl, hoy conocido como San Pedro y que fue inaugurado en 1844. Desde ese momento, San Lorenzo al igual que la Pepita en Bogotá, pasó a ser conocido como cementerio de los pobres.

Aquí es interesante contar brevemente la experiencia del cementerio de San Pedro, que a diferencia de la mayoría de los cementerios católicos del país, nació por iniciativa privada. Pedro Uribe Restrepo, quien tenía bajo su cargo el hospital de San Juan de Dios, convocó a cincuenta de las familias más representativas de esa ciudad para fundar una sociedad, obtener recursos económicos y construir un cementerio dedicado y puesto bajo los auspicios de San Vicente de Paúl.

Para 1827, el Cementerio Central de Bogotá no había comenzado aún a construirse y el cura de la catedral, José Antonio Amaya, le recordó al Consejo Municipal que la solicitud hecha por Ahumada no había sido tenido en cuenta. Por lo tanto, el gobierno nacional decidió actuar y Simón Bolívar firmó un decreto el 15 de octubre de ese año, en que prohibió nuevamente el entierro de cadáveres en templos, capillas o bóvedas y ordenó la construcción de cementerios en las afueras de las poblaciones que aún no contaban con ellos. Ese mismo día, el entonces intendente interino de Cundinamarca, coronel Pedro Alcántara Herrán, firmó otro decreto en que ordenó la construcción inmediata del cementerio de Bogotá, en un lote de terreno aledaño al otorgado a los subditos ingleses. A fines de 1836, se dio definitivamente al servicio público el cementerio, a pesar que venía funcionando como tal desde 1832, en parte, gracias al empeño que puso en esta empresa Rufino Cuervo, quien al retirarse como gobernador de Bogotá dejó concluidas las paredes del contorno, más de doscientas bóvedas en "estado de prestar servicio" y la portada, que se conservó hasta 1904, cuando fue remplazada por la actual, diseñada por Julián Lombana.

Con todo, la gente aún era reticente a permitir que sus muertos fueran enterrados en el cementerio, por cuanto "el espacio ocupado por el cementerio en campo abierto no se consideraba sagrado, por lo cual resultaba que sepultar a los deudos en necrópolis era desprotegerlos en su paso hacia el mas allá y profanar el cuerpo del muerto". Por esta circunstancia, Cuervo tuvo que dar el ejemplo y compró la bóveda marcada con el número 1, que posteriormente heredó su hijo Ángel María.

Galerías y monumentos del Cementerio Central.grabado de Ricardo Moros Urbina. "Papel Periódico Ilustrado", No. 78, noviembre 2 de 1884.

 

El tiempo terminó por convencer a los feligreses sobre las bondades de los campos santos y ésto se aprecia en el auge arquitectónico y estético que tuvieron los cementerios católicos desde finales del siglo XIX hasta mediados del siglo XX. Es importante mencionar que, como no era permitido el enterramiento de protestantes, suicidas y niños que habían muerto sin haber sido bautizados en los cementerios católicos, algunas ciudades del país plantearon alternativas como la del cementerio Universal de Barranquilla. En 1864 Eusebio de la Hoz y otras personas, fundaron la Sociedad de Hermanos de la Caridad que, con capital privado como en el caso de San Pedro en Medellín, decidieron emprender la edificación de un campo santo en donde se permitía el entierro de personas excluidas del cementerio católico, cuya construcción se remonta a 1809. Esto fue posible gracias a las reformas que al respecto se tomaron durante el gobierno de Tomás Cipriano de Mosquera en 1862, y que permitieron quitarle el control temporal de los cementerios a la Iglesia.

La convivencia entre la ciudad de los muertos y la de los vivos también presentó un conflicto a nivel urbano, que radica en el impacto que los cementerios tuvieron sobre el desarrollo físico de su entorno; sobre el particular, se puede mencionar el caso de Cartagena de Indias: en esta ciudad, al igual que en las otras descritas, se enterraron personas en iglesias y conventos hasta cuando se tomó la decisión de construir un cementerio en la isla de Manga. Esta decisión retrasó su desarrollo y favoreció la urbanización a finales del siglo XIX de sectores como El Cabrero, Pie de la Popa y Espinal. El cambio se logró en buena medida gracias a que Luis Henrique Román, siendo alcalde de la ciudad en 1904, mejoró el cerramiento del cementerio, aislándolo de su entorno y construyendo el puente que lo comunicó con la isla de Getsemaní. Así se le dotó de las condiciones propicias para convertirse en una próspera urbanización en los años siguientes. Situaciones semejantes se pueden verificar en Cali, Medellín y Bogotá.

La información que se conserva sobre los cementerios católicos de Colombia está dispersa y hace falta aún un trabajo extenso de búsqueda y clasificación para poder obtener un panorama más completo sobre su evolución y la influencia que su presencia ejerció sobre sus inmediatos entornos urbanos. Por ahora, sólo resta apoyar el creciente interés patrimonial que han despertado en los últimos años y que permitirá que se conserven a pesar del olvido al que muchos han sido relegados.