Fotografías: Walter Gómez
30 de Enero de 2015
Por:

Uno de los artistas más importantes de Perú ilustró un libro con textos de Vargas Llosa que será editado y publicado en Colombia. Entrevista exclusiva. 

Por Margarita Vidal

Fernando de Szyslo ‘La pintura es el homicidio de un sueño’

Fernando de Szyslo Valdelomar, hijo de un físico polaco afincado en Perú, que hablaba catorce lenguas y escribía libros de viajes, y de la hermana del escritor Abraham Valdelomar, tiene 89 años y vive a caballo entre Nueva York y Lima.
Estudió en la Escuela de Artes de la Universidad Católica del Perú, donde fue discípulo del pintor expresionista Adolfo Winternitz y en 1943 fundó, junto al poeta Westphalen, la revista cultural Las Moradas y 4 años después se casó con la poeta Blanca Varela, con quien tuvo dos hijos. Está casado en segundas nupcias con Lily Yábar, hace ya varias décadas.
En 1948 Szyslo viajó por primera vez a París. Allí se estaba dando la explosión del arte abstracto de posguerra y la hermosa ciudad se convirtió en su Camino de Damasco.
El maestro Szyslo es un hombre entrañable, pausado, rememorativo, buen conversador sobre todos los temas, porque nada en el mundo le es ancho ni ajeno. En estas páginas cuenta un poco sobre su envidiable vida y los milagros de su pintura.

¿Cómo influyeron en su formación la vida en París, los surrealistas y los latinoamericanos que conoció y que se convirtieron, como usted, en grandes poetas, pintores, escritores, pensadores?

Esos seis años en París, que me resultaron pocos, ocupan un espacio enorme en mi disco duro porque fue una época de formación, de aprendizaje, de descubrimiento del mundo, de contactos que fueron clave en mi vida, como Octavio Paz, Julio Cortázar, André Bretón, Jorge Eielson, el poeta peruano y otros varios. Pero fueron años duros, porque yo era muy pobre y la mayor parte del poco dinero que tenía me la gastaba en cigarrillos. Me fumaba tres paquetes diarios de Gitanes. ¡Ah! París… París, las ciudades son sus calles y el espacio que uno recorre para ir de un sitio a otro, pero en París la calle misma es un destino. Uno no necesita ir a ninguna parte, porque el simple hecho de estar en una esquina de París es una experiencia maravillosa.

¿Qué le dejaron esos años?

De todo. Sobre pintura aprendí horrores. Era copista en el Louvre, especialmente de los pintores renacentistas: Tiziano, Veronés, Tintoretto, Giorgione. Eran los tiempos de posguerra y fue entonces cuando hice un descubrimiento importantísimo: que yo no era peruano sino latinoamericano. Me explico: habían llegado allí pintores mexicanos, peruanos, colombianos, cubanos, venezolanos, de tal modo que estando en París todos éramos latinoamericanos, con un mismo lenguaje y una tradición parecida. Y al tiempo que descubríamos la maravilla que era vivir en París, supimos también que nuestros países estaban muy atrasados y nos preguntábamos el porqué de tanta miseria y precariedad en el progreso.

De eso hace ya muchas décadas, maestro, ¿no ha sentido cambios?

No los suficientes, pero pienso que finalmente vamos por el camino correcto, entre otras cosas porque los políticos han perdido protagonismo y ahora las cosas suceden a pesar de ellos. Ya no somos tan dependientes y lo que son Colombia, Perú, Chile y México en la Alianza del Pacífico, dependen menos de las exportaciones de materias primas y tienen un mercado interno más fuerte. En Lima ha crecido de una manera increíble.

¿Por qué fue tan importante para usted conocer en París a Octavio Paz?

Porque él era la persona más lúcida y más culta que he encontrado en mi vida, uno de esos latinoamericanos especiales que hay en muchas partes de América Latina, Borges, en Argentina, Octavio Paz y Alfonso Reyes, en México, Juan Gustavo Cobo-Borda, en Colombia. Personas tan informadas como el poeta Westphalen en el Perú, que han leído todos los libros.
Octavio nunca se equivocó en materia política; que yo recuerde, nunca cayó en la fascinación de Fidel Castro porque supo que detrás de todo eso emergía un estalinismo peligroso. Sus poemas, sus textos y sus ensayos han sido alimento para América Latina. Hicimos una química perfecta en París, y cuando Octavio se estaba muriendo de cáncer, en el año 1994, fui a México para despedirme de él porque era una persona a la que yo le debía mucho. Frecuentarlo en París fue fundamental.
Nunca he entrevistado a alguien que conociera a André Breton, el Papa Negro del Surrealismo francés, que me parece una figura fascinante. ¿Cómo lo recuerda?

Lo conocí gracias a Octavio Paz que nos llevó al Café de la Place Blanch, donde se reunían los surrealistas una vez por semana. Allí conocí también a algunos anarquistas y a lo que quedaba del grupo surrealista después de la II Guerra Mundial. Conocimos la casa de Breton –un sitio maravilloso en la colina de Montmatre– donde tenía la más extraordinaria colección de cuadros increíbles. Una vez muerto André, esas obras se dispersaron. Breton había estudiado medicina y trabajó en hospitales psiquiátricos durante la Gran Guerra. Fue el pionero de los movimientos antirracionalistas en el arte y en la literatura, surgidos del desencanto con la tradición que definió la época posterior a la I Guerra Mundial.

¿Qué le atrajo en algún momento del Surrealismo?

No tanto la pintura, aunque Klee, que es un precursor, siempre me ha gustado. Pero la teoría surrealista me parece la explicación más coherente que se ha hecho del fenómeno artístico. Pienso que André Bretón definió perfectamente la creación artística porque hizo esa ligadura entre el inconsciente y el arte, apoyado por los descubrimientos de Freud sobre el inconsciente y la Escritura Automática. Y son esos denominadores comunes que hay entre el inconsciente personal y el inconsciente colectivo los que explican que en Japón una cantata de Bach en alemán emocione profundamente a personas que no tienen ninguna vinculación con esas latitudes.

¿Fue en París donde usted conoció la pintura abstracta? ¿Cómo fue su metamorfosis?

No, en la última exposición que hice en Lima, antes de ir a París a principios de 1949, yo ya había pintado un par de cuadros completamente abstractos y por eso, cuando llegué a París, me impresionó mucho la pintura abstracta francesa de  posguerra, sobre todo la pintura de Pierre Soulages y otros, o sea, de los abstractos no geométricos, porque en París estaban también los abstractos geométricos como Victor Vasarely, padre del Op Art. Yo hice mi primera exposición en París en 1950.

Dice nunca haberse propuesto hacer series de un mismo cuadro, pero algunas de sus pinturas lo parecen. ¿Hay en su interior algo que trata de plasmar sin lograrlo del todo?

Sí, primero por la torpeza del autor y luego porque es muy difícil plasmar un sueño o convertir un dolor en una cosa palpable; el sonido de una música, o las palabras de un poema, pero creo que esa lucha eterna seguramente es lo que nos hace longevos a los pintores. Hay un desafío permanente en tratar de conseguir algún día ese algo que se nos escapa una y otra vez. Yo digo que la pintura es el homicidio de un sueño, porque, al tratar de fijarlo, ese sueño se nos escapa de las manos y siempre volvemos a intentarlo. Yo hace 60 años que estoy haciéndolo.

En su obra está, como un hermoso trasfondo, el arte precolombino ya elaborado y decantado… ¿Cómo sucede esa transformación?

Rilke decía que para escribir un poema se necesita haber amado, haber sufrido, haber visto nacer, haber visto morir, haber sufrido una frustración y una exaltación, haber reído y haber llorado. Y que hay que olvidar todas esas sensaciones para que regresen convertidas en sangre propia y que salgan. Yo digo que es un método nutrido por una gran afición hacia el arte precolombino peruano, colombiano, mexicano, africano –todo lo que se llama arte primitivo– en que la forma perfecta no es lo definitivo sino que lo importante es lo que esa forma envuelve.

¿Por qué?

Porque son artistas que querían comunicarse con lo sagrado a través de sus obras y no tenían la idea de que hacían escultura o pintura sino que eran, simplemente, reacciones ante el hecho de estar vivos y experimentar sensaciones que el pensamiento racional no alcanza a descifrar.

¿Y cómo es su conexión personal con lo sagrado?

No quiero dar la impresión de ser una persona religiosa –yo soy agnóstico totalmente– pero creo que en todos nosotros hay una sensación de lo sagrado que el mundo racional no alcanza a interpretar, que no tiene dogmas, pero que tiene una presencia: el espíritu.

Entonces, ¿no tiene fe?

No, no creo que Dios exista. Sería maravilloso creer y envidio a las personas que tienen fe. Y ahí es donde yo creo que está el gran divorcio: si usted tiene fe, no le importa que no haya pruebas de la existencia de Dios; pero si usted quiere una explicación del mundo en que vive, no puede tragarse el cuento de los milagros ni los dogmas de las religiones. Morris alguna vez dijo que la Biblia es un documento de ciencia ficción, un maravilloso documento, y yo mismo soy un gran lector de la Biblia, desde el punto de vista literario y emocional. El Eclesiastés me emociona:
“El hombre nacido de mujer, corto de días y harto de sinsabores y que nace y crece como una flor y es cortado”.
Ese es un bello poema literariamente hablando, pero los dogmas no son aceptables para mí. Yo quisiera tener fe para poder pensar que voy a ver a tantas personas que quería y que han muerto, mis padres, mi hermana, mi hijo Lorenzo y tantos queridos amigos como Alejandro Obregón, que era un hombre fantástico y un gran pintor. Es algo terrible.

Ahora hábleme un poco de Mario Vargas Llosa, quizá su amigo más cercano, con quien está haciendo ahora un bellísimo libro, editado por Taller Arte Dos Gráfico. ¿Cómo lo conoció?

Lo conocí porque mi amigo poeta Salazar Bondy lo llevó a mi casa. Tenía 22 años y todavía no había escrito La ciudad y los perros. Mario había hecho unas traducciones de un poeta realista peruano que se llamaba César Moro, que vivía en París y que había escrito en francés. Ya había muerto y Mario iba hacer una antología de su poesía –traducida por él– y quería que yo hiciera un grabado. Desde entonces nunca he cesado de verlo, le tengo un gran afecto y sobre todo, admiración.
Lo admira tanto que lo acompañó en su aventura política por la presidencia del Perú.

Sí, es la única vez que me he interesado directamente en política, porque quise, como muchos amigos, soñar el sueño que él tenía de cambiar al Perú drásticamente. Pero no ganó porque es una persona tan honesta que nunca mintió, como hacen tradicionalmente los políticos de carrera.

¿Cómo fue el recorrido que hicieron juntos por la ruta de Paul Gauguin en Francia?

Fuimos a todos los sitios donde Gauguin había estado. En su libro El paraíso en la otra esquina, Mario toma por un lado a Flora Tristán y por otro a Paul Gauguin, su nieto. Fuimos a Pont Aven donde él pintaba y donde recibió la carta de Van Gogh pidiéndole que fuera a verlo a Arlés. Luego fuimos a Concarneau, que es el sitio en donde unos marineros insultaron a la javanesa que andaba con Gauguin. En la pelea que se armó cuando él quiso defenderla, se le trabó en el muelle un pie y se rompió el tobillo. Nunca se recuperó de ese accidente hasta el día que murió. Finalmente, fuimos a la tumba de Van Gogh en Auvers Sur Oise, donde estaba el doctor Gachet, que se ofreció a ayudarlo y a quien Vincent le pintó varios retratos que, no hace mucho, se vendieron por 286 millones de dólares, pero él no vendió en su vida sino un cuadro.

¿Cómo es el nuevo libro que está preparando con Vargas Llosa?

Para este libro Mario escribió un hermoso poema sobre Kavafis, el poeta de Alejandría. Y Miguel Ángel Parra le propuso inmediatamente hacer un libro de arte con mis litografías. 
¿Cuándo supo que sería pintor?

Cuando tenía 37 años hice varios cuadros sobre un poema quechua, una Elegía de Atahualpa, escrito en 1600. Como el quechua no tenía escritura, se conservó por tradición oral hasta que José María Arguedas lo reunió e hizo una traducción preciosa. Cuando la leí, comprendí que mi vocación por la pintura ya no tenía retorno. Mi camino de Damasco había llegado cuando estudiaba arquitectura y me matriculé en un curso nocturno de pintura en la Universidad Católica de Lima. Allí supe que yo quería pintar para siempre.

Su padre, de origen polaco, fue escritor de libros de viajes.

Así es. Cuando supo de la pintura le preocupó que mi camino fueran la bohemia y la miseria. Escribió varios libros de viajes y uno, en francés, sobre México, donde había hecho un recorrido de diez mil kilómetros en 1911. Lo insólito es que no hay allí ni una sola mención a la Revolución Mexicana.

Increíble, ¿por qué?

Hay descripciones de paisajes, de plantas, de ciudades, pero ni una sola palabra sobre esa guerra que aún hoy se recuerda allí con gran respeto y enjundia. Una paradoja muy divertida porque mi padre era como un personaje de Julio Verne: uno de esos naturalistas que pasan por el mundo sin darse cuenta de lo que sucede alrededor, por estar inmersos en su mundo (risa).

¿Recuerda cuáles fueron el primer cuadro que pintó y el primero que vendió?

Sí. El primer cuadro que pinté para mi primera exposición era un bajorrelieve cubista de 1945 que, curiosamente, fue también el primer cuadro que vendí en mi vida. Desde allí nunca he cesado de pintar ni de exponer. Yo pinto todos los días de lunes a domingo. Es una manera de vivir, una compulsión, una adicción. Si no pinto, me siento culpable.